Editorial La Jornada
El lunes por la noche se
registró un enfrentamiento entre soldados indios y chinos en la zona
fronteriza del valle del Galwan, ubicada entre el territorio indio de
Ladakh y la región en disputa de Aksai Chin, administrada por China.
Según Nueva Delhi, al menos 20 de sus soldados murieron en la refriega,
que también habría dejado muertos y heridos graves en el bando chino,
bajas que hasta ahora Pekín no ha confirmado.
Los sucesos, que suponen el primer choque con saldo mortal entre las
fuerzas indias y chinas desde 1975, se produjo luego de más de un mes de
tensiones e incremento de la presencia de tropas a ambos lados de la
denominada línea actual de control, una escalada que se produjo de
manera silenciosa antes de llegar a los reportes de prensa.
Si bien el antecedente inmediato de la confrontación parece
encontrarse en el rechazo de Pekín al levantamiento de diversas
infraestructuras del lado indio, el desencuentro de estas potencias en
torno de su frontera común debe remontarse a la época del Raj, la
administración imperial de la corona británica sobre el subcontinente
indio. A la fecha persiste el sinsentido por el cual 885 kilómetros de
frontera compartida corresponden a la Línea McMahon, una división creada
en 1914 por los administradores coloniales británicos a espaldas de
China y sin ningún fundamento en la historia o la situación política
efectiva de las regiones asignadas a cada lado de la línea.
El episodio del lunes, además de lamentable en sí mismo, debe
disparar las alarmas mundiales y llamar a la comunidad internacional a
concentrarse en desactivar cualquier posible desarrollo bélico. A
diferencia de la guerra relámpago que entablaron en 1962, con un saldo
mortal limitado y una contundente victoria para Pekín que llevó a un
rápido armisticio, hoy ambas partes son potencias nucleares y su arsenal
atómico no sólo es un peligro de mutua destrucción, sino de daños
irreversibles al resto del planeta.
Además, se trata de las naciones con las dos mayores poblaciones
–entre ambas suman un tercio de la humanidad–, así como de la primera y
la sexta mayores economías del mundo. Como factor de complicación
adicional, el poder de veto de China en el seno del Consejo de Seguridad
de la Organización de Naciones Unidas cierra la posibilidad de dirimir
el conflicto bilateral por dicha vía, que debiera ser la idónea en el
contexto de la legalidad internacional. De esta suerte, la región y el
mundo se encuentran a la expectativa de los buenos oficios que puedan
desplegar los mandos militares designados por ambos bandos para aclarar
lo ocurrido y desactivar la peligrosa escalada.
Cabe desear que las conversaciones bilaterales se vean coronadas por
el éxito y, más allá de lo coyuntural, den pie a negociaciones generosas
y sensatas con el fin de resolver de una vez por todas las rencillas
sembradas por la irresponsabilidad colonial británica.
La comunidad internacional debe acompañar este proceso sin
injerencias, favoritismos o intereses geoestratégicos inconfesables,
sino con plena conciencia de que una guerra entre estas potencias
resultaría desastrosa en cualquier escenario, pero más cuando el mundo
se encuentra lidiando con la doble emergencia sanitaria y económica, una
crisis que exige completa cooperación global.
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