Robert Fisk
Nunca he sido partidario
de un boicot. ¿Sanciones contra Italia después que Mussolini invadió
Abisinia? Olvídenlo. ¿Sanciones contra España en la guerra civil?
Baldaron al legítimo gobierno republicano. ¿Sudáfrica? Siempre pensé que
los rufianes del apartheid sabían que les había llegado la
hora: estaban demasiado rebasados en número para sobrevivir. ¿Sanciones
contra Saddam Hussein? Risibles. ¿Sanciones contra Siria? No sirvieron
para derrocar a Assad, así que vamos a sancionarla de nuevo. Y no
olvidemos las sanciones contra Rusia. ¿Alguien ha visto que Putin recoja
su tienda en Sebastopol?
¿Sanciones contra Israel? Hasta Uri Avnery estaba en contra. Tiendo a estar de acuerdo con él. PERO…
Sí, siempre hay un pero. Y, en este caso, merece las mayúsculas. Como
muchas noticias importantes, el veredicto de la Corte Europea de
Derechos Humanos (CEDH) contra la condena en Francia de 11 activistas
que demandaban un boicot de productos israelíes quedó sepultado bajo la
pandemia de obsesión periodística con el Covid-19. En 2015, con un
trasfondo de condenas políticas del propio Israel, el más alto tribunal
de apelaciones de Francia convalidó sentencias que condenaban a los
activistas por incitación al racismo y antisemitismo.
Lo que esto significaba, en mi concepto –aunque ningún tribunal
francés se atrevió a sugerir tanto–, era que cualquiera que intentara
persuadir a los tenderos o comerciantes de París, Lyon o Marsella de no
comprar naranjas, uvas o sistemas de seguridad de Israel era antisemita.
Siempre he dicho y escrito que hay montones de nazis verdaderos y
antisemitas en el mundo –a quienes todos debemos combatir–, pero que
acusar falsamente de racismo a los críticos de Israel acabará por hacer
respetable el antisemitismo.
No importa: fueron sentenciadas 11 personas que forman parte del
movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), acusadas del terrible
crimen de distribuir volantes en el estacionamiento de un supermercado
de Alsacia y vestir playeras con letreros que llamaban a boicotear
productos israelíes. Se les ordenó pagar 13 mil euros en multas y daños a
los grupos pro israelíes que entablaron la demanda original contra
ellos. No es difícil, mirando en retrospectiva al proceso, ver por qué
la CEDH no podía digerir esta obra de descarado teatro político cuando
emitió su propio juicio, hace poco más de una semana.
Cuando el movimiento BDS demanda la retirada israelí de los
territorios palestinos ocupados, Israel se ocupa en trazar un plan junto
con los estadunidenses para anexarse –contra todo derecho
internacional– la propiedad y territorio de árabes con los espurios
argumentos de que los palestinos no tienen una nación y, por tanto, no
califican como
ocupados: solo viven en territorio
en disputa. Es la misma frase que el Departamento de Estado, para vergüenza eterna, también usa, aunque, para ser justos con el mesiánico Trump, fue Colin Powell, como secretario de Estado de Barack Obama, el primero en ordenar a las embajadas estadunidenses que emplearan ese término cobarde. La insinuación israelí de que ahora puede engullirse la tierra de alguien sobre la base de que no cuenta con un pasaporte nacional fue un bocado que la Corte Europea nada más no pudo tragar.
El BDS –otro de esos acrónimos que detesto– se ha desvanecido de la vista en los meses pasados. Solo Reuters y el Irish Times
–que tiene su propia historia de expropiación colonial– dieron espacio a
lo que de hecho fue una noticia muy cáustica. Cuando uno se da cuenta
de que el pecado original de los manifestantes franceses fue vestir
playeras con la leyenda
Palestina viviráy mostrar en carritos de supermercado de Alsacia (en 2009 y 2010) que tanto los aguacates como las toallitas para bebé eran importados de Israel (y repartir volantes que hablaban de los
crímenes de Israel en Gaza), no es difícil ver por qué los jueces europeos consideraron que todo el asunto era una charada.
Los franceses, según esta decisión, tendrán que desembolsar 101 mil
180 euros y devolverlos a los 11 hombres y mujeres indefensos que
expresaron sus opiniones políticas y fueron criminalizados por ello.
El artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos garantiza
la libertad de expresión. También es importante mostrar los grupos que
presentaron las demandas contra los manifestantes por incitación a la
discriminación: la Liga Internacional contra el Racismo y el
Antisemitismo, Abogados sin Fronteras, Alianza Francia-Israel y la
Oficina Nacional de Vigilancia contra el Antisemitismo.
Aún más importante es repetir lo que los siete jueces europeos concluyeron: que la convención
deja poco espacio a restricciones a la libertad de expresión en el campo del discurso político o asuntos de interés general. El discurso político es a menudo virulento por naturaleza y fuente de desacuerdos. Sin embargo, es de interés público, a menos que degenere en incitación a la violencia, el odio o la intolerancia.
Francia ha violado el artículo 10 de la convención, decretaron los
jueces. Es instructivo hacer notar que el caso francés fue presentado
conforme a una ley de libertad de prensa que data de 1881. También es
interesante que, mientras el mundo en general mira con indiferencia la
campaña del BDS, el gobierno israelí se preocupa en extremo por sus
efectos tanto en la economía del país como en su estatus internacional.
En particular le inquieta el enfoque de los grupos de derechos sobre las
armas y la tecnología que usa Israel para suprimir las manifestaciones
palestinas, y que han sido fabricadas en todo o en parte en Europa y/o
Estados Unidos. ¿Cuánto falta, por ejemplo, para que una familia árabe
cuyo pariente ha sido muerto por un arma fabricada en la UE o EU demande
al fabricante de armas en su propio territorio por vender sus productos
a Israel?
Pero antes de que nadie aplauda demasiado fuerte por la independencia
judicial europea –las decisiones de la CEDH tienen precedencia sobre
los tribunales nacionales europeos–, vale la pena echar una ojeada
también a la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. Acaba de
decidir, después de adquirir fama de perseguir sobre todo a gobernantes
negros africanos por violación de derechos humanos, que necesita mirar
más de cerca los abusos perpetrados por los estadunidenses en Afganistán
y por Israel en los territorios palestinos ocupados.
Ni Estados Unidos ni Israel ratificaron el Estatuto de Roma que
instituyó la CPI, quizá deseando evitar que los arrastren a Holanda para
someterlos a un poco de observación jurídica. Michael Pompeo, el actual
esbirro de Trump en el Departamento de Estado, ya ha dicho que no
permitirá que estadunidenses y sus “aliados en Israel… sean cuestionados
por esa corrupta CPI”.
El Estado de Palestina es reconocido por las Naciones Unidas y
ratificó el Estatuto de Roma hace cinco años. Pero, claro, también aquí
Israel dice que Palestina carece de las características normales de un
Estado soberano… que difícilmente podría poseer, puesto que se encuentra
bajo ocupación israelí. Y ¿adivinen de qué acusó Benjamin Netanyahu a
la Corte Penal Internacional en enero pasado? Adivinaron: de ser
antisemita.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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