Por
Fuentes: Russia Today (RT, Rusia)
Brasil se la juega a vida o Jair Bolsonaro, a democracia o ruido de sables.
Bolsonaro asaltó en otoño de 2018 la Presidencia de la mayor
potencia económica y humana de América Latina como el mesías de los
evangélicos que devolvería el conservadurismo moral; el gurú
ultraliberal de los empresarios que privatizaría todo cuanto encontrara a
su paso; el sheriff de los atemorizados ciudadanos que
pacificaría las calles; el señor de los terratenientes que cercenaría
las trabas burocráticas y la protección medioambiental; y el inmaculado
militar que eliminaría la corrupción de la política brasileña. Poco
importaron sus manifestaciones machistas, homófobas y racistas o sus
achaques de nostalgia pretoriana. Incluso pareciera que esto último
fuera hasta positivo.
Más de un año después de su elección, el excapitán ya no parece el Santo Grial de las soluciones, sino más bien el clásico ultraderechista pirómano dispuesto a todo con tal de conseguir o seguir en el poder,
incluso dispuesto a combustionar el país para edificar un gobierno
sobre las cenizas y las más que abundantes fosas comunes. Acompañado,
además, por los sables.
Una temeraria gestión sanitaria para provocar el caos
No
es que la gestión de la crisis en Brasil haya sido buena, mala o
regular, es que ha sido temeraria. De hecho, desde una perspectiva
sanitaria, Bolsonaro puede considerarse como un saboteador. Un
saboteador que ha impedido que Brasil se beneficiara de las valiosas
semanas que le proporcionó su afortunada localización en las antípodas
de China.
Bolsonaro
se alineó al comienzo de la crisis con otros líderes ultras, como
Donald Trump o Boris Johnson, en el desprecio a cualquier medida
drástica que redujera la libre circulación. Y puede que en un inicio
ello pareciera razonable a tenor de las cifras reportadas por China,
pero a primeros de marzo, los datos eran completamente distintos. Sin
embargo, para los ultraderechistas, en general, priman las cuestiones económicas sobre las sanitarias, lo bursátil sobre lo vital,
y quién sabe si, en el caso concreto del presidente brasileño, también
subyace un intento de rebajar la creciente crisis política en el inicio
de la pandemia. Sea como fuera, hoy ya es imposible saber si la crisis
política esconde a la sanitaria o al revés.
A mediados de mayo,
con más de 15.000 muertos y casi un cuarto de millón de contagiados el
presidente carioca aseveró que «la salud es vida» para considerar
esenciales los gimnasios… y los salones de belleza. En aquel entonces,
Brasil se situaba como el país con la tasa más alta de contagios de los
países estudiados por el Imperial College de Londres (54 en total) y
habían rodado las cabezas de dos ministros de sanidad: Luiz Henrique
Mandetta, el 16 de abril, y Nelson Teich, el 15 de mayo.
Los
terribles datos actuales, más de 45.000 muertos y 900.000 contagios,
pueden empeorar de manera considerable si tenemos en cuenta que muchos
estados y municipios ya han iniciado un plan de relajación de las
medidas de distanciamiento social, cuando no una casi eliminación total
de las medidas, cuando todavía no se ha alcanzado el pico
epidemiológico. Unas medidas que nunca llegaron a ser lo drásticas que
sí fueron en muchos otros países y que fueron desobedecidas por gran
parte de la ciudadanía debido al mencionado sabotaje presidencial, el cual incluyó la cura milagrosa –que no fue tal– de la hidroxicloroquina, un antimalárico que también recomendó Donald Trump, y una enorme difusión de noticias falsas en redes sociales que negaban la gravedad de la enfermedad.
Un
ejemplo de la grave amenaza que se cierne sobre los brasileños la
encontramos en el estado de Río de Janeiro, con más de 17 millones de
habitantes, que ocupaba el segundo lugar en cuanto a fallecidos, más de
7.000, y contagiados, al menos 80.000. Y el primer puesto en cuanto a la
tasa de letalidad, casi un 10%, el doble que la media del país. Hoy,
las calles de Río se presentan con total normalidad, salvo por el uso de
mascarillas y alguna otra medida menor. Las aglomeraciones son el día a
día desde que, entre el 4 y 6 de junio, se reabrieran bares, centros
comerciales, tiendas, restaurantes o iglesias. Una ruleta de muerte a
cada evento cotidiano, cuyo coste en vidas humanas todavía está por
dirimirse, agravada por la situación de la sanidad brasileña, cercana al
colapso. De hecho, en Río las tasas de ocupación de los hospitales
oscilaban entre el 75 y el 85%. Ya no hay que esperar para una cama en
cuidados intensivos, pero el sistema está al máximo de la tensión que
puede soportar sin colapsar. Un rebrote puede ser fatal.
Una batalla política para provocar tensión
Se
puede dudar si el caos sanitario provocado, especialmente por el
presidente y sus partidarios, ha sido casual o intencionado, aun cuando
Bolsonaro, como excapitán, difícilmente puede ignorar la máxima militar
que afirma que orden más contraorden es igual a desorden, pero queda fuera de toda duda que la tensión política actual, escenificada en una refriega con los poderes legislativos y judiciales brasileños, forma parte de una operación político-militar.
El
juez Alexandre de Moraes, del Tribunal Supremo, ordenó el arresto de
seis ultraderechistas radicales –afines a Bolsonaro– por violación de la
Ley de Seguridad Nacional al celebrar actos contra la democracia
en plena pandemia y atacar con fuegos artificiales la propia sede del
Tribunal Supremo. Los manifestantes, entre los que destacó Sara Winter
–una ultraderechista inusual por haber abrazado en el pasado el
feminismo–, líder de ‘300 de Brasil’ y también detenida, solicitaron una
intervención militar que cerrara tanto el Congreso como la Corte
Suprema. Pero no es solo que los radicales tuvieran afinidad por el
presidente, sino que a sus manifestaciones asistieron tanto el propio
Bolsonaro –a caballo– como su controvertido ministro de Educación,
Abraham Wintraub.
No obstante, el principal problema de Bolsonaro no se encuentra en enfrentar un problema, sino una confluencia de problemas. Está rodeado, que se diría:
- La dimisión de Sergio Moro, ministro de Justicia y ajusticiador de Lula, abrió una fisura judicial y política al ser acompañada por la denuncia de injerencias del presidente en el poder policial, cuestión que se encuentra bajo investigación, y la protesta por los coqueteos presidenciales con políticos corruptos.
- La crisis económica ya acechaba al país mucho antes de la llegada de la pandemia –y de Bolsonaro–, desde al menos 2014, y las perspectivas más optimistas auguran un desplome económico considerable de una ya debilitada economía.
- La crisis sanitaria causada por la covid-19 y agravada por la caótica y nefasta gestión no parece ni que haya concluido ni que esté cerca de hacerlo.
- La crisis interna provocada por el fracaso de la militarización del país como solución al aumento de seguridad.
- Y, finalmente, la crisis política cimentada, por un lado, en un proceso judicial que podría anular la victoria electoral de Bolsonaro y, por otro lado, en una minoría en el Congreso que genera un escenario de debilidad presidencial con enormes riesgos de impeachment exitoso, como los que sufrieron en su momento Dilma Rousseff o Collor de Mello.
Ha
sido esta confluencia de múltiples circunstancias la que ha provocado
la confrontación y desesperación del presidente y su reciente apoyo en
el Ejército aseverando, al respecto de su posible destitución, que los
militares no cumplirían órdenes absurdas. Unas declaraciones que sitúan a
Brasil al borde del golpe militar, máxime porque fueron realizadas en
presencia del vicepresidente de Brasil, el general retirado Hamilton
Mourao, y el ministro de Defensa, Fernando Azevedo, tras un fallo del
Tribunal Supremo que delimitó las funciones militares. No solo eso, sino
que el ministro de Educación, Abraham Wintraub, calificó a los
magistrados como vagabundos.
Ahora se especula con un posible cese lo más honroso posible de Wintraub para rebajar tensión, pero la realidad es que la situación en Brasil se encuentra al límite y no parece que un cese pueda reconducir el escenario.
Máxime si tenemos en cuenta que se avecina una terrible crisis
financiera y que, con la temeridad actual, nadie puede descartar una
nueva crisis sanitaria. Brasil se la juega a vida o Bolsonaro y no
parece que pueda ganar.
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