Fuentes: The Baffler - Ctxt
La covid-19 ha revelado la dependencia del campo
estadounidense de jornaleros sin papeles, pero en año electoral Trump
puede sentirse tentado a aumentar las expulsiones para contentar a sus
seguidores
Los trabajadores agrícolas sin papeles de EE.UU. están actualmente en
el lugar del gato de Schrödinger. A ojos del gobierno son a la vez
ilegítimos, una amenaza indeseable que es necesario contener y extirpar,
y una fuerza laboral de vital importancia, cuyo trabajo es uno de los
pocos pilares de una sociedad inquietantemente cerca del colapso. Antes o
después, cuando haya pasado la situación de crisis del coronavirus,
tendremos que abrir la caja y ver cuál de las dos percepciones ha
ganado.
A medida que la covid-19 iba arrasando Estados Unidos, también iba
devorando muchos de los endebles mitos relacionados con la experiencia
nacional conjunta y dejando al descubierto la dura realidad que
subyace. La población negra y latina está muriendo en cantidades
desproporcionadamente más altas por motivos ligados al racismo sistémico
tanto en el sistema de salud como en la economía; la mayoría de los
trabajadores del sector servicios no puede permitirse ni la más mínima
pérdida de ingresos, y mucho menos un número indeterminado de meses de
un mercado de trabajo desintegrado; y todo el sistema de producción de
alimentos depende de unos jornaleros sin papeles que están arriesgando
su salud para seguir trabajando. No solo no se están quedando en casa,
sino que además están trabajando en unas condiciones que conducen de
forma activa al contagio, porque cosechan muy cerca unos de otros y su
acceso a los equipos de protección personal y las bajas médicas es
limitado.
Pero en uno de esos irónicos giros que da la vida, estos trabajadores
están ahora recibiendo cartas de sus empleadores donde se les informa
de que el departamento de Seguridad Nacional ha decretado que su
trabajo es “crítico”. Ese mismo departamento que engloba a la Oficina de
Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y a la Oficina
de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP, por sus siglas en inglés),
dos agencias cuya tarea es aplicar, de forma cada vez más agresiva e
indiscriminada, las leyes migratorias.
Las cartas están diseñadas para que esos trabajadores puedan
desplazarse con libertad entre sus casas y el trabajo sin quedar
atrapados por las órdenes municipales que obligan a quedarse en casa u
otras medidas de respuesta a la pandemia. No brindan, sin embargo,
ningún tipo de protección oficial frente a la oficina de Seguridad
Nacional, que ha calificado a los trabajadores de esenciales, pero que
no ofrece ningún respiro. Eso genera una difícil tensión: una mano se
extiende en señal de gratitud y la otra espera preparada para ponerles
las esposas.
La pregunta es, cuando esto termine, ¿qué hará el Estado? Ahora que
se ha demostrado que miente y que ha tenido que reconocer su absoluta
dependencia de la gente que tanta energía y tiempo ha empleado en
minimizar, cazar, encarcelar y expulsar, ¿el Estado cederá? ¿O saldrá de
nuevo a la carga con más fuerza, decidido a nunca más verse obligado a
admitirlo?
Una de los elementos característicos de la pandemia es que obliga a
que se produzca una cierta consolidación del poder estatal y de la
vigilancia. Esto es hasta cierto punto necesario al tratarse de una
amenaza que puede propagarse rápidamente a través de regiones diferentes
y que requiere una respuesta centralizada y decisiva. Se podría
defender, por ejemplo, que se permita al gobierno realizar un
seguimiento del contagio recopilando información anónima sobre la
ubicación del teléfono.
El problema es que rara vez el poder deja escapar una buena crisis y
siempre ha demostrado su escaso interés en fijar límites cuando es
necesario. En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán, un hombre muy
similar a Donald Trump en su nacionalismo antinmigrantes y su odio
hacia los medios, y que el mismo Trump denominó en una ocasión su
“gemelo”, ha avanzado en su proyecto de años para acabar con la
democracia al conseguir que el Parlamento le conceda el poder de
gobernar por decreto, limite sus propios poderes legislativos y suspenda
las próximas elecciones, bajo el pretexto de hacer frente al
coronavirus [El día 16 de junio, el parlamento húngaro votó levantar
este estado de emergencia, aunque la misma ley facilita la adopción de
medidas similares en el futuro].
Este es un ejemplo extremo, pero está claro que saldremos de esta
situación con un gobierno de vigilancia mucho más estricto, que
perdurará incluso después de que disminuya el actual peligro, y con una
población conmocionada y agotada que exigirá garantías de que esto no
vuelva a suceder o al menos de que será mejor gestionado. No olvidemos
la última vez que los estadounidenses se sintieron así de vulnerables en
su propio territorio: inmediatamente después del 11-S, cuando el
Congreso y el gobierno de Bush aprobaron por la vía rápida la Ley
Patriota, una ampliación de la vigilancia de proporciones alucinantes,
sin que se produjera casi o ningún análisis o debate público.
Para un déspota incipiente que se enfrenta a unas elecciones
inminentes y cuyo estandarte ha sido una profunda repugnancia hacia los
inmigrantes, abalanzarse sobre los sin papeles supone seguramente una
tentadora oportunidad para sacar músculo ejecutivo y, al mismo tiempo,
arrojar carne fresca a sus seguidores. No resulta difícil imaginar a la
Casa Blanca –y en concreto a Stephen Miller [asesor ultraderechista de
Trump]– defendiendo que la pandemia ha demostrado la locura que supone
que algunas de las funciones críticas [de la economía] se apoyen en
trabajadores en situación irregular y que eliminar a los “extranjeros
ilegales” de la lista de esenciales es incluso un asunto de seguridad
nacional.
Algunas de las herramientas centralizadas que han surgido para
contrarrestar al patógeno podrían perfectamente reutilizarse para lanzar
una ofensiva generalizada contra aquellos que apenas unas semanas
atrás eran empleados esenciales. El seguimiento de los teléfonos
móviles, en un país que sigue estando mayoritariamente paralizado,
conservará un registro de los trabajadores agrícolas yendo a los campos
y a las naves y luego regresando a casa. La utilización de datos
telefónicos para controlar a los inmigrantes no es ciencia ficción;
según han informado varios medios de comunicación, el ICE ya lo emplea
en sus operaciones de arresto y expulsión, y nada evita que puedan
ampliar esta práctica. La Casa Blanca ya está intentando socavar la
protección de la privacidad que afecta a la información relacionada con
la salud, y esta podría en última instancia terminar en las manos de
las agencias de seguridad. Este aumento de sus competencias podría
servirles para abordar uno de los principales obstáculos que tienen a
la hora de encontrar inmigrantes sin papeles: la ausencia generalizada
del gobierno de datos fidedignos sobre ellos.
Si en tiempos normales los trabajadores sin papeles ocupan en Estados
Unidos una subclase, será muchísimo peor cuando les golpee una
maltrecha economía que les niegue prácticamente todo acceso a la ayuda y
asistencia relacionadas con la pandemia. ¿Cuántos seguirán estando ahí,
de una lista ya muy limitada de defensores de los migrantes con poder
en el gobierno y en la sociedad, cuando unos 20 millones de
estadounidenses sin trabajo inunden de nuevo el mercado laboral al mismo
tiempo? Hay muchas posibilidades de que cuando todo pase, los
trabajadores que alimentaron al país cuando más lo necesitó queden
heridos y solos, y el gobierno se desentienda de su crucial contribución
y les persiga.
Lógicamente esto no tiene por qué ser así. Una validación poscrisis
de la contribución que han aportado los sin papeles podría allanar el
camino para conseguir un mayor reconocimiento de pertenencia, de
ciudadanía en el sentido clásico de la palabra y, quizá también, en el
sentido jurídico de la palabra.
Por ejemplo, como parte de esta “guerra” contra el virus, Portugal ha
decidido conceder plenos derechos de ciudadanía a todos aquellos cuya
solicitud migratoria estuviera pendiente, bajo la lógica de que en
última instancia era mejor para la salud pública que todos se
enfrentaran al enemigo común en pie de igualdad. Es una medida
provisional, pero reconoce el argumento fundamental de que el virus no
entiende de las distinciones que nos hemos impuesto a nosotros mismos
entre inmigrante, residente y ciudadano.
Un cierto reconocimiento del papel fundamental que desempeñan los
trabajadores del campo sin papeles en la seguridad alimentaria de
Estados Unidos ya se dio antes del coronavirus. El pasado diciembre, la
Cámara aprobó un proyecto de ley especialmente pensado para conceder un
estatus y abrir así una vía para que unos 325.000 trabajadores agrícolas
sin papeles obtuvieran la ciudadanía. Esa ley consiguió recabar el voto
positivo de 25 republicanos, lo que supone una asombrosa muestra de
apoyo en un Congreso con grandes problemas hasta para ponerse de acuerdo
en la financiación de unas simples funciones gubernamentales.
Un parte de ese apoyo bipartito proviene sin duda del cabildeo de la
agroindustria, que hace tiempo comprendió que necesita la mano de obra
inmigrante para mantener sus negocios a flote y que obtiene, de esta
forma, concesiones significativas, como por ejemplo una ampliación
preocupante de los programas de trabajadores invitados con pocas
protecciones para los jornaleros agrícolas temporales. Aun así, es
revelador que los propietarios de granjas industriales y los colectivos y
sindicatos de trabajadores agrícolas, aunque tengan intereses
sustancialmente divergentes, caminen de la mano cuando se trata de
comprender lo indispensable que es la mano de obra en gran medida
indocumentada.
La autoridad que tiene el presidente sobre la inmigración es más
directa que sobre cualquier otra esfera de la política nacional de
Estados Unidos. Décadas de legislaciones y revisiones judiciales han
conferido al gobierno federal unos poderes amplios y discrecionales que
Trump ha utilizado para dar rienda suelta a las agencias de seguridad
migratoria. Pero también posee autoridad plena para frenar la
persecución de cualquier grupo de gente que elija y conceder derechos
adicionales a un amplio abanico de personas sin papeles, como el
programa DACA hizo con los dreamers [jóvenes que llegaron irregularmente cuando eran niños y a los que la administración Obama protegió de la deportación] .
Esta crisis ha obligado al gobierno de Trump a reconocer formalmente
la existencia de un amplio y vital grupo de temporeros sin papeles. Eso
ya es innegable y esa concesión desembocará en algún tipo de respuesta.
Hay dos caminos posibles: podemos esperar que nos ayuden a salir
adelante en una de las catástrofes más graves de la historia reciente de
Estados Unidos y luego arrojarlos a los leones (esta desgracia ha
demostrado que existen instrumentos más precisos que nunca para poner en
el punto de mira a los trabajadores sin papeles, y es poco probable que
nuestros líderes se enfrenten a graves consecuencias si lo hacen), o
podemos agradecérselo y ponernos a trabajar todos juntos para
reconstruir la sociedad.
Felipe De La Hoz es un reportero de
investigación especializado en inmigración. Junto con Gaby Del Valle
dirige BORDER/LINES, un boletín semanal que analiza los rápidos cambios
en la política migratoria federal de Estados Unidos.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó originalmente en The Baffler.
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