Por Hernán Ouviña
En Nuestra América, uno de los precursores del marxismo crítico y
distante de las lecturas eurocéntricas, ha sido sin duda el peruano José
Carlos Mariátegui. A partir de su praxis revolucionaria, heterodoxa y
descolonizadora, supo reinventar el proyecto socialista como alternativa
civilizatoria, teniendo como basamento las raíces y tradiciones de su
realidad nacional y de nuestro continente, aunque en diálogo constante
con aquellas gestadas en otras latitudes.
Nacido el 14 de junio de 1894 en Moquegua, al sur del país, y
bautizado con el nombre de José del Carmen Eliseo, siendo niño sufre a
los 7 años un accidente que le lesiona la pierna izquierda y lo deja
postrado durante un gran tiempo, con secuelas para el resto de su
ajetreada vida. Producto de esta inmovilidad y de dificultades
económicas, suspende sus estudios primarios, volcándose de lleno hacia
el hábito de la lectura y la formación autodidacta, haciendo de esta
inicial debilidad una virtud que, de ahí en más, lo acompañará como la
sombra al cuerpo.
A los 15 años, ingresa a trabajar en La Prensa, diario donde
luego de realizar diversas tareas manuales es designado como cronista y
comienza a publicar artículos, bajo el seudónimo de Juan Croniqueur,
por lo que sus principales maestros en su etapa juvenil fueron el
periodismo y las agitadas calles de Lima, tomadas por las multitudes
obreras y estudiantiles en ebullición, de las que junto con las
rebeliones indígenas que irrumpen con fuerza por esos años en el resto
del Perú, aprende sus primeras armas intelectuales. Todo esto sin
descuidar, por supuesto, su misticismo poético-existencial plasmado en
un comienzo en poesías, cuentos y obras de teatro, y que oficia cada vez
más como sello indeleble de esas “Voces” fulgurantes que resuenan en
sus columnas diarias, donde se entremezclan festividades religiosas,
querellas parlamentarias, tauromaquia, carnavales y pasiones telúricas,
frivolidades y apuestas hípicas, despliegues circenses habitados de
misterio, esteticismo imbuido de bohemia, protestas desoídas y hondas
meditaciones, que sacuden con ahínco a este joven inquieto, cada vez más
capturado por la “ironía amarga de la vida”, la potencia de la fe, la
emotividad popular y la unión de voluntades, en su búsqueda incesante de
lo absoluto.
Tal como sugiere Mónica Bernabé, esta cotidiana hechura de crónicas
“permitirá el diseño de un lugar alternativo para la formación de un
nuevo sujeto, extraño al saber institucionalizado y transgresivo al
poder hegemónico”[1]. Dedicado cada
vez más a la producción periodística -incluida la elaboración de
“cartas” a las y los lectores ávidos que proliferan como hongos en aquel
entonces en Lima-, participa de varias iniciativas literarias, entre
ellas la revista Colónida liderada por el poeta Abraham Valdelomar, de la que Mariátegui dirá años después que constituyó una “insurrección contra el academicismo y sus oligarquías”.
Su precoz rebeldía lo impulsa a realizar en noviembre de 1917, junto a
un grupo de jóvenes iconoclastas, una intervención artística en el
cementerio de la ciudad, protagonizada por la bailarina suiza Norka
Rouskaya, quien danza por la noche entre las tumbas al compás de la
“marcha fúnebre” de Chopin interpretada por un violinista, evento
místico que culmina en un escándalo público de grandes proporciones.
Estos años coinciden con el inicio de la crisis de la llamada
República Aristocrática (1895-1919), período de hegemonía “civilista” y
apogeo oligárquico en el que el poder se distribuía entre unas pocas
familias y el gamonalismo (combinación de despotismo local,
baja productividad, paternalismo y servidumbre extrema) constituía el
sistema imperante en vastas regiones de los Andes. El contraste, la
simultaneidad de temporalidades y el nivel de abigarramiento entre la
Costa y la Sierra, tanto en términos étnicos como socio-económicos y
político-culturales, no puede ser mayor en ese entonces: cerca del 80%
de la población vive en ámbitos rurales, en su mayor parte es
analfabeta, más de la mitad habla solamente la lengua quechua o aymara,
menos del 4% de ella tiene derecho a ejercer el voto, el racismo
exacerbado y la semi-feudalidad reinan en las haciendas, los ayllus y
tierras comunales resisten con esmero a la usurpación latifundista y el
avasallamiento mercantil, en paralelo a un violento y acelerado proceso
de “modernización” capitalista, que sienta las bases de una
infraestructura y vías de comunicación acordes a las necesidades de las
potencias imperiales, provocando flujos migratorios y profundas
transformaciones en el país, que redundan en un creciente malestar y una
ampliación de la conciencia espacial, dando lugar a la posibilidad de
pensar al Perú como totalidad[2].
El tedio, la monotonía y supuesta placidez en la que parece estar
sumergida Lima, es sacudida por un conjunto de acontecimientos que
irrumpen de manera imprevista en la vida del joven Mariátegui. Entre
ellos, además de la gran guerra mundial, quizás uno de los que más
conmociona a José Carlos es el frustrado levamiento indígena que
encabeza el general Teodomiro Gutiérrez Cuevas, autodenominado Rumi-Maqui
(“mano de piedra” en lengua quechua), quien aspira a restaurar el
Tawantinsuyo en el altiplano. A esta sublevación le suceden otras en el
sur del país, en paralelo a la emergencia de un movimiento estudiantil
imbuido en las ideas renovadoras de la Reforma Universitaria gestada en
Córdoba, así como la incipiente ebullición y protesta de una clase
obrera que ensaya sus primeras huelgas de carácter general en Perú.
Inmerso en este particular clima de época, donde reconoce “vivir intensamente”, José Carlos decide fundar en 1918 Nuestra Época,
una revista que a pesar de su efímera duración involucra una primera
apuesta militante de carácter político-cultural -la búsqueda de “un
camino propio”, como dirá en sus páginas-, en abierta confrontación con
el denominado “diarismo” limeño (que considera al periodismo una empresa
comercial afín a los intereses de las clases dominantes).
Simbólicamente, en ellas deja de firmar sus artículos con el seudónimo
de Juan Croniqueur. Perú transita por un momento catártico del que el
joven Mariátegui se siente parte: la política deja de ser un asunto
acotado a los pasillos del parlamento o a alternancias en el sillón
presidencial, y pasa a ocupar “el primer plano de la vida”, por lo que
esta mutación lo induce a empatizar con las movilizaciones y luchas que
se suceden casi a diario. En este marco, se suma a la constitución de un
Comité de Propaganda Socialista.
Tras el cierre abrupto de esta publicación, decide viajar al valle de
Mantaro, región del interior del país ubicada en la sierra central,
donde permanece algunas semanas y toma contacto con el entorno indígena
de Huancayo. Será ésta la única vez en su vida que Mariátegui se adentre
en este tipo de territorios andinos, sobre los que años más tarde
reflexione con tanta pasión y originalidad. Ya en mayo de 1919, crea
junto con su amigo César Falcón el periódico La Razón, que
funge de caja de resonancia de las luchas obreras y del movimiento
estudiantil en Perú. Debido al creciente malestar que genera esta
publicación en el gobierno de Augusto Leguía, ambos serán enviados por
éste a Europa en octubre, en una suerte de “exilio blando”.
José Carlos vive allí de finales de 1919 a comienzos de 1923, y se
nutre intelectual y políticamente del estrecho vínculo que entabla con
las corrientes artístico-culturales, la filosofía vitalista y las
organizaciones revolucionarias que germinan a raudales, en particular en
la Italia del “bienio rojo” (donde pasa dos años y medio), verdadera
escuela a cielo abierto en la que activa por aquel entonces el joven
Antonio Gramsci. Son los tiempos en que la decadencia de
Occidente, denunciada por Spengler, se expresa como cuestionamiento
radical a la idea de “progreso” y al positivismo científico. El
surrealismo, el psicoanálisis y la teoría de la relatividad, vendrán a
asestar un duro golpe a los principales valores y preceptos de esa
Europa moderna, soberbia, racionalista y burguesa, frente a los cuales
según Mariátegui se tenía un “respeto supersticioso”.
Este distanciamiento de su tierra natal, lejos de aplacar su voluntad
transformadora, lo estimula a comprender las causas de esa verdadera crisis civilizatoria por la que transita el capitalismo en el norte global, así como a ponderar el relativismo histórico
en la lectura de los acontecimientos que sacuden al mundo, pero también
-poco a poco- a interesarse por conocer y senti-pensar en profundidad
lo específico de la realidad peruana: “por los caminos de Europa descubrí el país de América en el que había vivido casi extraño y ausente”, reconocerá más tarde en tono autocrítico.
Luego de su regreso a Perú en marzo de 1923, se suma a la experiencia
de las Universidades Populares “González Prada”, un espacio de
formación y autoeducación impulsado por el movimiento estudiantil en
Lima y Vitarte. Allí, primero asiste a una serie de clases y talleres en
carácter de “estudiante” (tal era el requisito previo para poder
participar como “educador”), y al poco tiempo dicta un conjunto de
conferencias sobre la crisis mundial, a las que el mismo Mariátegui
sugiere llamar “conversaciones”. Tras lamentarse por la carencia de
maestros “capaces de apasionarse por las ideas de renovación que
actualmente transforman el mundo y de liberarse de la influencia y de
los prejuicios de una cultura y de una educación conservadoras y
burguesas”, expresa que “la única cátedra de educación popular, con espíritu revolucionario, es esta cátedra en formación de la Universidad Popular”.
En ella, durante varios meses de 1923 y comienzos de 1924, Mariátegui
convida su original lectura de la crisis civilizatoria global, aunque
no desde una actitud distante y erudita, sino teniendo en cuenta que
aquél era “un curso popular”, por lo que se debía -según sus propias palabras- “emplear siempre un lenguaje sencillo y claro y no un lenguaje complicado y técnico”, de manera tal que cada exposición pudiese ser “accesible
no sólo a los iniciados en ciencias sociales y ciencias económicas sino
a todos los trabajadores de espíritu atento y estudioso”. Fiel a
su vocación dialógica y de reconocimiento de la importancia de que las
clases populares se (auto)formen y conozcan de manera rigurosa la
realidad que pretenden transformar, Mariátegui afirma en la inauguración
del conversatorio: “Nadie más que los grupos proletarios de
vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial. Yo no tengo la
pretensión de venir a esta tribuna libre de una universidad libre a
enseñarles la historia de esa crisis mundial, sino a estudiarla yo mismo
con ellos. Yo no os enseño, compañeros, desde esta tribuna, la historia
de la crisis mundial; yo la estudio con vosotros”.
Tras esta breve pero intensa experiencia en el seno de las Universidades Populares, a las que define como “escuelas de cultura revolucionaria” que “no viven adosadas a las academias oficiales ni alimentadas de limosnas del Estado”, sino “del calor y la savia populares”, serán
variadas y complementarias las apuestas por el estudio y la formación
política que dinamice Mariátegui, consciente de que “la burguesía es fuerte y opresora no sólo porque detenta el capital sino porque detenta la cultura”, por lo que ésta tiende a ser “el mejor gendarme del viejo régimen”.
La amputación de una de sus piernas, a finales de mayo de
1924, no le impide dar inicio y sostener, en los años sucesivos y hasta
su prematuro fallecimiento en 1930, a estas numerosas iniciativas. Desde
periódicos y revistas militantes, como Claridad (la cual
inicialmente apuntaba a un público estudiantil, pero Mariátegui durante
su breve dirección la reformula como punto de conexión y producción
conjunta entre obreros/as e intelectuales) Amauta (que iba a
llamarse en un principio “Vanguardia”, pero finalmente opta por este
nombre de gran significación indígena, ya que equivale a “maestro” o
“sabio” en lengua quechua) y Labor (que bajo el subtítulo de
“Quincenario de Información e Ideas” logra abarcar a un público más
amplio que el del activismo gremial y político), pasando por
emprendimientos como la Editorial Minerva y la Oficina de
Autoeducación Obrera en el marco de la flamante CGT peruana (de la que
redacta sus Estatutos y Reglamentos), hasta las propias “tertulias” y
reuniones culturales en su emblemática casa de la calle Washington, en
las que se congregan una infinidad de personalidades y activistas de las
más diversas tendencias (artistas, dirigentes sindicales y políticos,
feministas, líderes indígenas y estudiantiles), para compartir y
socializar sus saberes y sentires mutuos. Como reconoce el historiador
peruano Alberto Flores Galindo, en todas estas iniciativas militantes, “Mariátegui
nunca asumió la figura del intelectual que lleva la luz y la ciencia a
la clase revolucionaria; por el contrario, se trató de una relación
igualitaria, que siempre transcurrió en el mismo plano: un diálogo, un
intercambio de opiniones y de experiencias”[3].
Pensar con cabeza propia y de forma descolonizada, con la
perspectiva de intervenir creativamente en la realidad, de manera tal
que se pueda hacer del lema “Ni calco ni copia” un principio
epistemológico y militante, tal fue el horizonte de estos proyectos
político-culturales impulsados por él (una verdadera red de creación y
promoción de las diferentes y complementarios saberes, sentires y
haceres emancipatorios, que Fernanda Beigel caracterizó como editorialismo programático[4]), por lo que la formación, el estudio riguroso y la actualización del marxismo no consistía en aprender un itinerario prefabricado en otras latitudes y tiempos históricos, sino en adquirir y poner en práctica una brújula para orientar la
lectura y transformación radical de una realidad siempre refractaria a
las recetas y esquemas de pizarrón. De ahí su lamento ante una
producción intelectual en nuestro continente que “carece de rasgos propios” y de “contornos originales”, más propensa a ser “una rapsodia compuesta por motivos y elementos del pensamiento europeo”.
Recurrir a la imaginación es una constante mariateguista que
oficia siempre de certero antídoto contra todo conservadurismo. Por
ello no es ocioso recordar que una parte importante de su producción
escrita (alrededor del 40%) refiere al arte y la cultura. Reseñas
literarias, críticas teatrales y de cine, semblanzas de pintores,
bailarinas, poetas y ensayistas, organización de tertulias, análisis,
recepción y difusión de vanguardias estéticas, se entrelazan en su obra
para componer un delicado prisma que hace de la creatividad el
centro de gravitación de sus reflexiones, proyectos e inquietudes. Pero
esta insistente apelación a la fantasía como motor vital, no equivale a
burdo escapismo de las profundidades de la realidad, ni a desvinculación
del devenir histórico. “La ficción -aclara el Amauta- más
que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real.
La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco”.
José Carlos desdeña tanto la subordinación del arte a los
lineamientos y directrices de tal o cual dogma político, como la pura
especulación artística que hace del esteticismo un fin en sí mismo. Ni realismo socialista ni torre de marfil,
podría ser su consigna. De ahí su enorme admiración por el surrealismo
(“suprarrealistas” según el lenguaje de la época), para quien el vínculo
entre arte y política debía ser de unidad en la diferencia, vale decir,
de especificidad de campos y esferas que se articulan en favor de un
radical reencantamiento del mundo, aunque desde la “autonomía
relativa”, la tensión-complementariedad y el magnetismo, sin disociación
absoluta ni desencuentro pleno entre ellos. Tal como Mariátegui
reconoce en uno de los tantos artículos en los que reivindica a esta
corriente vanguardista: “Autonomía del arte sí, pero no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte”.
En efecto, si bien las y los artistas jamás pueden sustraerse a la
gravitación política -ya que, de acuerdo a Mariátegui, ningún gran
artista es “apolítico” ni extraño a las emociones de su época, salvo que
ostente una “sensibilidad mediocre”- ello no implica hacer del arte un
mero reflejo de la realidad, pura descripción pasiva o supeditación a lo
que nos sugiere e impone como estrecho campo de lo posible. Se trata,
ante todo, de ser rabiosamente imaginativos sin dejar de tener los pies
en la tierra, de asumir como combustibles vitales al sueño, la fantasía,
la sensibilidad extrema y el deseo más inverosímil, para recrear y
revolucionar de raíz la propia realidad que habitamos y ansiamos
transformar. En suma: de ser realistas y exigir lo imposible.
Mariátegui supo tomar distancia de los dos flagelos -o tendencias
opuestas, pero paradójicamente coincidentes- que al decir de Michael
Löwy desde un comienzo signaron el derrotero del pensamiento político y
filosófico en nuestro continente, en particular del marxismo: por un
lado, el exotismo, que absolutizaba la especificidad de América
Latina (su cultura, su historia, su estructura social, etc.) acabando
por enjuiciar al propio marxismo como doctrina exclusivamente europea.
Por el otro, el europeísmo, que tendía a trasladar
mecánicamente -y sobre la base de una concepción unilineal de la
historia- a esta realidad las categorías y modelos de desarrollo
económico y social occidentales en su “evolución” histórica, intentando
encontrar de cada aspecto de la realidad europea su equivalente en
Latinoamérica[5].
Con un obsesivo afán por escamotear estas lógicas, quizás la mayor obra en este sentido haya sido Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana,
publicada a fines de 1928 y considerado uno de los textos pioneros en
la construcción de un marxismo enraizado y creativo en Nuestra
América. En sus páginas iniciales aclara que “ninguno de estos
ensayos está acabado: no lo estarán mientras yo viva y piense y tenga
algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”. Este carácter provisional e inconcluso del marxismo, donde pensamiento y vida según él “constituyen una sola cosa, un único proceso”,
permite entender porque su abultada producción, compuesta por una
infinidad de artículos, notas, epístolas, reseñas y borradores de lo más
variados, nunca llegó a traducirse en libros “orgánicos”. El
suyo es ante todo un pensamiento fragmentario, y más que con algo
consumado, nos encontramos frente a hipótesis momentáneas, variados
senderos, imágenes fulgurantes, reflexiones relampagueantes, balbuceos a
tientas, caminos posibles, huellas dispersas en el barro de la
historia, hierbas aplastadas o tallos quebrados que -al igual que en el
caso de los cazadores del paleolítico, para usar un feliz paralelismo de
Carlo Ginzburg- nos brindan luminosas pistas e inusitados indicios[6].
Octavio Paz solía decir que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos: “las grandes obras de nuestro tiempo -afirma-
no son bloques compactos sino totalidades de fragmentos, construcciones
siempre en movimiento por la misma ley de oposición complementaria que
rige a las partículas en la física y en la lingüística”[7].
Por eso el punto de partida para leer a Mariátegui reside en asumir el
carácter inconcluso no solamente de su “obra”, sino sobre todo de su
propia escritura. El Amauta siempre se negó a concebir sus textos como
clausuras. Más bien los pensó como intervenciones abiertas e inacabadas.
Esta ausencia de un corpus estructurado y plenamente coherente sabotea
la tentación constante de pretender conformar un sistema de pensamiento
cerrado y definitivo.
Los Siete ensayos resultan así una fructífera relectura y
original apropiación tanto de los planteamientos de Marx (y sus más
heréticos intérpretes), como una detallada historización y sutil
genealogía de la realidad peruana que pretendía interpretar y -sobre
todo- revolucionar, que combina ese interés denodado por aquellos
detalles, pliegues y dimensiones de la sociedad que a los ojos de la
ortodoxia resultaban insignificantes, sin perder jamás esa aspiración
por identificar sus nexos articulatorios, de manera tal de tornarlos
inteligibles desde una perspectiva dialéctica, como partes integrantes de una totalidad concreta. No es ocioso recordar que sus Siete ensayos
recuperan, actualizan y entrelazan muchos de sus artículos
periodísticos e investigaciones precedentes, para dar cuenta de
problemáticas en apariencia disímiles, que van de lo educativo a lo
religioso, pasando por el dilema indígena, lo literario y la fractura
geo-política de su país natal, sin descuidar sus bases económicas y sus
más hondas raíces históricas. Mariátegui insiste, pues, en la necesidad
de entender y analizar a las sociedades a partir del principio
epistemológico de la totalidad, que implica concebir al capitalismo como un sistema,
evitando disociar, salvo en términos estrictamente analíticos, esas
diferentes y complementarias dimensiones o aristas que lo constituyen
como tal, y contemplando de manera imbricada las relaciones de
explotación, dominio y resistencia que lo dotan de sentido.
En sintonía con estos planteos, el Amauta también sugiere que es preciso corregir al filósofo René Descartes y pasar del “pienso, luego existo” al “combato, luego existo”,
en la medida en que la conflictividad y la lucha constituyen un punto
de partida clave para el conocimiento de nuestras sociedades, que
permite a la vez hacer visibles a sujetos y movimientos que -por lo
general- son “producidos como no existentes” por la ciencia colonial y
las clases dominantes, debido a su carácter subversivo y anti-sistémico.
Y de manera análoga a Gramsci, en su propuesta revolucionaria lo
central no era definir al socialismo en función exclusivamente de su
rigurosidad científica, sus coherencias lógicas y sus supuestas “leyes”,
sino a partir sobre todo de su alma agónica, es decir, su capacidad movilizadora y su estímulo para la intervención activa en la realidad.
Confiado en que “las imágenes engendran conceptos, lo mismo que los conceptos inspiran imágenes”, José Carlos supo referirse al mito no
en los términos de una “mentira” o ficción imposible de concretar, sino
en la clave de un conjunto de imágenes-fuerza que, arraigadas en las
condiciones de vida concretas de los sectores populares y en su memoria
colectiva, evocan sentimientos y alegorías, cohesionan a las masas y las
dotan de una subjetividad irreverente que empalma con los ideales y
esperanzas de las luchas emancipatorias, reforzando su voluntad
transformadora. “La inteligencia burguesa -ironiza el Amauta-
se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de
la técnica de los revolucionarios: ¡qué incomprensión! La fuerza de los
revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en
su voluntad”.
He aquí, según Mariátegui, otro elemento a destacar en toda apuesta
formativa y de constitución de las y los sujetos políticos, que remite a
los factores espirituales, la imaginación creativa, la sensibilidad y
la mística como fantasías concretas y verdaderos catalizadores de la
concientización e identidad colectiva de los pueblos y las clases
subalternas en su camino de autoliberación, ya que según él la
revolución “será para los pobres no sólo la conquista del pan, sino
también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas
las complacencias del espíritu”. En el caso específico del Perú
(pero también en otras latitudes de Nuestra América), ese mito capaz de
dinamizar la reconstrucción de la nación -más que un dato
empírico, un “concepto por crear” al decir del Amauta- debía tener como
punto de partida la defensa y vitalidad de los pueblos indígenas
sojuzgados por siglos de racismo, explotación y despojo. Sin embargo, “no
es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el
alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista”. De ahí que concluya proclamando que “nuestro
socialismo no sería peruano, ni sería siquiera socialismo, si no se
solidarizase primeramente con las reivindicaciones indígenas”.
No hay en el Amauta espíritu alguno de dicotomizar la realidad y la
matriz de análisis desde la cual poder comprenderla. Su apuesta es por
desmontar supuestas incompatibilidades, desactivar falsos opuestos,
amalgamar y hacer confluir los conceptos y mundos de vida que cierto
marxismo esquemático -pero también, de manera simétrica, algunas
corrientes políticas autóctonas- enemistan y conciben como imposibles de
combinar. Mariátegui dista de sustituir la razón por el mito; más bien
los mixtura y hermana. Lo mismo podríamos afirmar con respecto a otros
pares articulables: Oriente y Occidente, internacionalismo y cuestión
nacional, anacronismo y modernidad, sensibilidad y pensamiento crítico,
ciencia y ensayo, política e imaginación, regularidad y anomalía,
fragmento y totalidad, mito e inteligencia, socialismo e indigenismo,
realismo y utopía, reforma y revolución, teoría e historia, lo universal
y lo particular.
Donde tanto la ortodoxia como el sectarismo ponderan una o a modo de muralla infranqueable o férrea línea de demarcación, él prefiere tender puentes y vasos comunicantes desde infinitas y,
que amalgaman heterodoxia con tradición: Marx y Tupac Amaru, Lenin y
Sorel, Rumi Maqui y Rosa Luxemburgo, Lunacharski y Vasconcelos, el
Tawantinsuyo y la Comuna de París, la revolución mexicana y la rusa,
André Bretón y Waldo Frank, Diego Rivera y Maiakovsky, Clorinda Matho y
Chaplin, José Sabogal y Pablo Picasso, las Universidades Populares y el
Proletkult, el ayllu y el sindicato, Indoamérica y Europa, César Vallejo
y Máximo Gorki, Sandino y Trotsky, Valcárcel y Barbusse, Cuzco y Turín,
Flora Tristán y Alexandra Kollontai, Claridad y Clarté, la Costa y la
Sierra, González Prada y Freud, Dora Mayer y Nietzsche, Xavier Abril y
Albert Einstein, Ezequiel Urviola y Antonio Gramsci, María Wiesse y
Clara Zetkin, Pettoruti y Grosz, el Inkario y Don Quijote. No existe,
sin embargo, eclecticismo alguno en este delicado ejercicio de
conjunción. Quizás las mejores metáforas sean la del montaje cinematográfico (por cierto, en plena sintonía con su enorme afición ante este novedoso arte en su época) y la del collage, plagado de imágenes, temporalidades, conceptos, sentires y saberes de lo más diversos. O mejor aún: la de una variopinta wiphala, para apelar a un símbolo acorde a esa invariante y multicolor utopía andina que tanto obsesionó a Mariátegui.
Sin descuidar esta perspectiva caleidoscópica, sus últimos años de
vida los dedica a fomentar procesos organizativos de base, entre los que
se destacan la creación del Partido Socialista Peruano y de la
Confederación General de Trabajadores (concebidas ambas como verdaderas
escuelas de formación en la construcción y ejercicio de un poder
alternativo al del Estado y las clases dominantes), aunque sin
desatender la batalla de ideas en contra de aquellas lecturas dogmáticas
que hacían del marxismo un conjunto de verdades irrefutables, o bien
frente a quienes pretendían arrojarlo al basurero de la historia por
considerarlo ajeno a las corrientes y movimientos de lucha gestados por
fuera del campo de la izquierda tradicional.
Podría decirse que la suya fue una lucha tenaz y quijotezca contra
dos iglesias. Por un lado, aquella encabezada por Víctor Raúl Haya de la
Torre, caudillo y gran propagandista de ideas revolucionarias, que
desde su exilio en México decide convertir en 1928 al APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana,
hasta ese entonces, una plataforma coincidente con las tesis del frente
único, en la que el propio Amauta colabora) en el Partido Nacionalista
Peruano, organización policlasista en cuyo programa, al decir de
Mariátegui, “no hay una sola vez la palabra socialismo”, y que aspira a
articular a nivel continental un proyecto exclusivamente
anti-imperialista, donde el Estado y la pequeña burguesía resultan ser
los principales protagonistas del cambio (acotado a un desarrollado
endógeno del capitalismo, y subordinándose en el Perú a los tiempos y
lógicas de la disputa electoral). Por el otro, la encarnada por la
Internacional Comunista, en su fase de plena stalinización, que concibe a
América Latina como una región homogénea y “semicolonial”, obligada a
transitar ineludiblemente por un período de revolución
democrático-burguesa, antes de aspirar a la construcción del socialismo
como horizonte emancipatorio (tesis defendidas por Victorio Codovilla en
la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, llevada a cabo en
junio de 1929 en Buenos Aires, y a la que José Carlos envía dos
documentos pioneros: “Punto de vista anti-imperialista” y “El problema
de las razas en América Latina”)
Más allá de su aparente contraposición, ambas corrientes -el aprismo y
el comunismo stalinista- coincidían en un punto clave: la inviabilidad
de la revolución socialista en nuestro continente. A contramano, para
Mariátegui ésta era una tarea apremiante y a la hora del día, lo que no
equivalía a desmerecer las particularidades de la región -e incluso de
cada realidad nacional. Su praxis se orienta, según la sugerente
relectura que de su obra formula Miguel Mazzeo, “decididamente a una articulación entre la aproximación analítica y la voluntad revolucionaria”[8],
siendo la política la actividad creadora por excelencia. Desde esta
tesitura, el marxismo no debía pensarse como un sistema cerrado y
escolástico a “aplicar”, y menos aún desechado por exótico e
impertinente para estas latitudes del sur global, sino que requería ser traducido y defendido como una teoría subversiva “activa y viviente”, en constante enriquecimiento y complejización, basada en una dialéctica del cambio y en una producción original y siempre situada, ya que “no
es, como algunos erróneamente suponen, un cuerpo de principios de
consecuencias rígidas, iguales para todos los climas históricos y todas
las latitudes sociales”.
Podríamos aventurar que para él la relevancia del marxismo como
filosofía de la praxis no implica plena autosuficiencia ni endogamia,
debido a que “no es posible aprehender en una teoría el entero
panorama del mundo contemporáneo y no es posible, sobre todo, fijar en
una teoría su movimiento. Tenemos que explorarlo y conocerlo, episodio
por episodio, faceta por faceta. Nuestro juicio y nuestra imaginación se
sentirán siempre en retardo respecto de la totalidad del fenómeno”. Acaso por ello mismo haya dicho provocativamente que el mejor método para auscultar la realidad debía ser “un poco periodístico y otro poco cinematográfico”.
En efecto, aun cuando asume al marxismo como una potente brújula, una vital imprudencia que reivindica a capa y espada contra quienes -como Henry De Man- pregonan su caducidad, convencido de que “la bancarrota del positivismo y del cientificismo no compromete absolutamente la posición del marxismo”,
hasta el final de sus días Mariátegui supo tender puentes y aprender a
dialogar con un crisol de tradiciones políticas, procesos de lucha,
vanguardias culturales, escuelas artísticas y corrientes de pensamiento
no emparentadas en sentido estricto con él, de manera tal de actualizar
las armas de la crítica para tornar más inteligible, y combatir con más
fuerza aún, al capitalismo como sistema de dominación múltiple.
Entre ellas, además del surrealismo, la literatura indigenista y el
psicoanálisis, vale la pena destacar al feminismo, al que José Carlos
considera “esencialmente revolucionario” debido a que, lejos de ser una “cuestión exótica” que “se injerta en la mentalidad peruana”, constituye una idea y una práctica humana “que encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias y en los sindicatos obreros”. Por lo tanto, no se trata solamente de indigenizar al marxismo (tal como propone en sus Siete ensayos y en numerosos artículos periodísticos, en particular aquellos volcados en las columnas de Peruanicemos al Perú), sino también de despatriarcalizarlo. “Los que impugnan el feminismo y sus progresos -denuncia sin medias tintas- pretenden
que la mujer debe ser educada sólo para el hogar. Pero, prácticamente,
esto quiere decir que la mujer debe ser educada sólo para las funciones
de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad,
una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y
dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja”.
En este punto, Mariátegui entiende que es el macho-varón quien debe ser “educado” y (trans)formado por esta causa de relevancia universal, que tiene en las páginas de la revista Amauta un
lugar destacado, no sólo como temática recurrente, sino por ser
numerosas las mujeres que -en palabras de Sara Beatriz Guardia- allí “hablaron de sí mismas transgrediendo el monólogo masculino”[9]. Por ello Mariátegui concluye afirmando que “a
este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes
los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión
femenina es una parte de la cuestión humana”.
El 16 de abril de 1930, con tan sólo 35 años, José Carlos fallece
tempranamente en Lima, viéndose frustrado su proyecto de trasladarse a
la Argentina con el objetivo de radicarse en Buenos Aires. Varias
propuestas intelectuales y políticas quedarán truncas tras su partida.
Entre ellas, la publicación de una revista de carácter regional y cuyo
sugerente título iba a ser Nuestra América. Revitalizar el
proyecto mariateguista de un socialismo no eurocéntrico ni
burocratizado, imaginativo y rabiosamente sensible a toda injusticia,
anti-imperialista, anti-colonial, despatriarcalizado e insumiso, y que
pueda forjarse a partir de las diversas tradiciones emancipatorias
gestadas a lo largo y ancho del continente, resulta hoy un desafío
urgente para quienes seguimos apostando, sin prisa pero sin pausa, a la
creación heroica de los pueblos.
***
Hernán Ouviña: Politólogo, doctor en ciencias sociales y educador
popular. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales e investigador del
IEALC (Universidad de Buenos Aires). Autor y editor de diversos libros,
entre ellos Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Coordina
talleres de formación política junto a organizaciones y movimientos
sociales.
[1] Juan Croniqueur, el otro de José Carlos Mariátegui, La Plaza Editores, Lima, 2017.
[2] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo: Apogeo y crisis de la República Aristocrática, Editorial Rikchay, Lima, 1984.
[3] La agonía de Mariátegui, DESCO, Lima, 1982.
[4] La epopeya de una generación y una revista. Las redes editoriales de José Carlos Mariátegui en América Latina, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2006.
[5] El marxismo en América Latina, LOM, Santiago de Chile, 2007.
[6] Tentativas, Ediciones Prohistoria, Rosario, 2004.
[7] Corriente Alterna, Editorial Siglo XXI, México, 1967.
[8] El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de “socialismo práctico”, Fondo de Cultura Económica, Lima, 2013.
[9] Mujeres de Amauta, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2014.
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