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domingo, 28 de junio de 2020

José Carlos Mariátegui: la emotividad, el arte imaginativo y el marxismo como brújula


Por Hernán Ouviña
En Nuestra América, uno de los precursores del marxismo crítico y distante de las lecturas eurocéntricas, ha sido sin duda el peruano José Carlos Mariátegui. A partir de su praxis revolucionaria, heterodoxa y descolonizadora, supo reinventar el proyecto socialista como alternativa civilizatoria, teniendo como basamento las raíces y tradiciones de su realidad nacional y de nuestro continente, aunque en diálogo constante con aquellas gestadas en otras latitudes.
Nacido el 14 de junio de 1894 en Moquegua, al sur del país, y bautizado con el nombre de José del Carmen Eliseo, siendo niño sufre a los 7 años un accidente que le lesiona la pierna izquierda y lo deja postrado durante un gran tiempo, con secuelas para el resto de su ajetreada vida. Producto de esta inmovilidad y de dificultades económicas, suspende sus estudios primarios, volcándose de lleno hacia el hábito de la lectura y la formación autodidacta, haciendo de esta inicial debilidad una virtud que, de ahí en más, lo acompañará como la sombra al cuerpo.
Credencial de Periodista
Credencial de Periodista
A los 15 años, ingresa a trabajar en La Prensa, diario donde luego de realizar diversas tareas manuales es designado como cronista y comienza a publicar artículos, bajo el seudónimo de Juan Croniqueur, por lo que sus principales maestros en su etapa juvenil fueron el periodismo y las agitadas calles de Lima, tomadas por las multitudes obreras y estudiantiles en ebullición, de las que junto con las rebeliones indígenas que irrumpen con fuerza por esos años en el resto del Perú, aprende sus primeras armas intelectuales. Todo esto sin descuidar, por supuesto, su misticismo poético-existencial plasmado en un comienzo en poesías, cuentos y obras de teatro, y que oficia cada vez más como sello indeleble de esas “Voces” fulgurantes que resuenan en sus columnas diarias, donde se entremezclan festividades religiosas, querellas parlamentarias, tauromaquia, carnavales y pasiones telúricas, frivolidades y apuestas hípicas, despliegues circenses habitados de misterio, esteticismo imbuido de bohemia, protestas desoídas y hondas meditaciones, que sacuden con ahínco a este joven inquieto, cada vez más capturado por la “ironía amarga de la vida”, la potencia de la fe, la emotividad popular y la unión de voluntades, en su búsqueda incesante de lo absoluto.
Tal como sugiere Mónica Bernabé, esta cotidiana hechura de crónicas “permitirá el diseño de un lugar alternativo para la formación de un nuevo sujeto, extraño al saber institucionalizado y transgresivo al poder hegemónico”[1]. Dedicado cada vez más a la producción periodística -incluida la elaboración de “cartas” a las y los lectores ávidos que proliferan como hongos en aquel entonces en Lima-, participa de varias iniciativas literarias, entre ellas la revista Colónida liderada por el poeta Abraham Valdelomar, de la que Mariátegui dirá años después que constituyó una “insurrección contra el academicismo y sus oligarquías”. Su precoz rebeldía lo impulsa a realizar en noviembre de 1917, junto a un grupo de jóvenes iconoclastas, una intervención artística en el cementerio de la ciudad, protagonizada por la bailarina suiza Norka Rouskaya, quien danza por la noche entre las tumbas al compás de la “marcha fúnebre” de Chopin interpretada por un violinista, evento místico que culmina en un escándalo público de grandes proporciones.
Estos años coinciden con el inicio de la crisis de la llamada República Aristocrática (1895-1919), período de hegemonía “civilista” y apogeo oligárquico en el que el poder se distribuía entre unas pocas familias y el gamonalismo (combinación de despotismo local, baja productividad, paternalismo y servidumbre extrema) constituía el sistema imperante en vastas regiones de los Andes. El contraste, la simultaneidad de temporalidades y el nivel de abigarramiento entre la Costa y la Sierra, tanto en términos étnicos como socio-económicos y político-culturales, no puede ser mayor en ese entonces: cerca del 80% de la población vive en ámbitos rurales, en su mayor parte es analfabeta, más de la mitad habla solamente la lengua quechua o aymara, menos del 4% de ella tiene derecho a ejercer el voto, el racismo exacerbado y la semi-feudalidad reinan en las haciendas, los ayllus y tierras comunales resisten con esmero a la usurpación latifundista y el avasallamiento mercantil, en paralelo a un violento y acelerado proceso de “modernización” capitalista, que sienta las bases de una infraestructura y vías de comunicación acordes a las necesidades de las potencias imperiales, provocando flujos migratorios y profundas transformaciones en el país, que redundan en un creciente malestar y una ampliación de la conciencia espacial, dando lugar a la posibilidad de pensar al Perú como totalidad[2].
El tedio, la monotonía y supuesta placidez en la que parece estar sumergida Lima, es sacudida por un conjunto de acontecimientos que irrumpen de manera imprevista en la vida del joven Mariátegui. Entre ellos, además de la gran guerra mundial, quizás uno de los que más conmociona a José Carlos es el frustrado levamiento indígena que encabeza el general Teodomiro Gutiérrez Cuevas, autodenominado Rumi-Maqui (“mano de piedra” en lengua quechua), quien aspira a restaurar el Tawantinsuyo en el altiplano. A esta sublevación le suceden otras en el sur del país, en paralelo a la emergencia de un movimiento estudiantil imbuido en las ideas renovadoras de la Reforma Universitaria gestada en Córdoba, así como la incipiente ebullición y protesta de una clase obrera que ensaya sus primeras huelgas de carácter general en Perú.
Inmerso en este particular clima de época, donde reconoce “vivir intensamente”, José Carlos decide fundar en 1918 Nuestra Época, una revista que a pesar de su efímera duración involucra una primera apuesta militante de carácter político-cultural -la búsqueda de “un camino propio”, como dirá en sus páginas-, en abierta confrontación con el denominado “diarismo” limeño (que considera al periodismo una empresa comercial afín a los intereses de las clases dominantes). Simbólicamente, en ellas deja de firmar sus artículos con el seudónimo de Juan Croniqueur. Perú transita por un momento catártico del que el joven Mariátegui se siente parte: la política deja de ser un asunto acotado a los pasillos del parlamento o a alternancias en el sillón presidencial, y pasa a ocupar “el primer plano de la vida”, por lo que esta mutación lo induce a empatizar con las movilizaciones y luchas que se suceden casi a diario. En este marco, se suma a la constitución de un Comité de Propaganda Socialista.
Tras el cierre abrupto de esta publicación, decide viajar al valle de Mantaro, región del interior del país ubicada en la sierra central, donde permanece algunas semanas y toma contacto con el entorno indígena de Huancayo. Será ésta la única vez en su vida que Mariátegui se adentre en este tipo de territorios andinos, sobre los que años más tarde reflexione con tanta pasión y originalidad. Ya en mayo de 1919, crea junto con su amigo César Falcón el periódico La Razón, que funge de caja de resonancia de las luchas obreras y del movimiento estudiantil en Perú. Debido al creciente malestar que genera esta publicación en el gobierno de Augusto Leguía, ambos serán enviados por éste a Europa en octubre, en una suerte de “exilio blando”.
José Carlos vive allí de finales de 1919 a comienzos de 1923, y se nutre intelectual y políticamente del estrecho vínculo que entabla con las corrientes artístico-culturales, la filosofía vitalista y las organizaciones revolucionarias que germinan a raudales, en particular en la Italia del “bienio rojo” (donde pasa dos años y medio), verdadera escuela a cielo abierto en la que activa por aquel entonces el joven Antonio Gramsci. Son los tiempos en que la decadencia de Occidente, denunciada por Spengler, se expresa como cuestionamiento radical a la idea de “progreso” y al positivismo científico. El surrealismo, el psicoanálisis y la teoría de la relatividad, vendrán a asestar un duro golpe a los principales valores y preceptos de esa Europa moderna, soberbia, racionalista y burguesa, frente a los cuales según Mariátegui se tenía un “respeto supersticioso”.
Este distanciamiento de su tierra natal, lejos de aplacar su voluntad transformadora, lo estimula a comprender las causas de esa verdadera crisis civilizatoria por la que transita el capitalismo en el norte global, así como a ponderar el relativismo histórico en la lectura de los acontecimientos que sacuden al mundo, pero también -poco a poco- a interesarse por conocer y senti-pensar en profundidad lo específico de la realidad peruana: “por los caminos de Europa descubrí el país de América en el que había vivido casi extraño y ausente”, reconocerá más tarde en tono autocrítico.
Luego de su regreso a Perú en marzo de 1923, se suma a la experiencia de las Universidades Populares “González Prada”, un espacio de formación y autoeducación impulsado por el movimiento estudiantil en Lima y Vitarte. Allí, primero asiste a una serie de clases y talleres en carácter de “estudiante” (tal era el requisito previo para poder participar como “educador”), y al poco tiempo dicta un conjunto de conferencias sobre la crisis mundial, a las que el mismo Mariátegui sugiere llamar “conversaciones”. Tras lamentarse por la carencia de maestros “capaces de apasionarse por las ideas de renovación que actualmente transforman el mundo y de liberarse de la influencia y de los prejuicios de una cultura y de una educación conservadoras y burguesas”, expresa que “la única cátedra de educación popular, con espíritu revolucionario, es esta cátedra en formación de la Universidad Popular”.
Universidades Populares
En ella, durante varios meses de 1923 y comienzos de 1924, Mariátegui convida su original lectura de la crisis civilizatoria global, aunque no desde una actitud distante y erudita, sino teniendo en cuenta que aquél era “un curso popular”, por lo que se debía -según sus propias palabras- “emplear siempre un lenguaje sencillo y claro y no un lenguaje complicado y técnico”, de manera tal que cada exposición pudiese ser “accesible no sólo a los iniciados en ciencias sociales y ciencias económicas sino a todos los trabajadores de espíritu atento y estudioso”. Fiel a su vocación dialógica y de reconocimiento de la importancia de que las clases populares se (auto)formen y conozcan de manera rigurosa la realidad que pretenden transformar, Mariátegui afirma en la inauguración del conversatorio: “Nadie más que los grupos proletarios de vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial. Yo no tengo la pretensión de venir a esta tribuna libre de una universidad libre a enseñarles la historia de esa crisis mundial, sino a estudiarla yo mismo con ellos. Yo no os enseño, compañeros, desde esta tribuna, la historia de la crisis mundial; yo la estudio con vosotros”.
Tras esta breve pero intensa experiencia en el seno de las Universidades Populares, a las que define como “escuelas de cultura revolucionaria” que “no viven adosadas a las academias oficiales ni alimentadas de limosnas del Estado”, sino “del calor y la savia populares”, serán variadas y complementarias las apuestas por el estudio y la formación política que dinamice Mariátegui, consciente de que “la burguesía es fuerte y opresora no sólo porque detenta el capital sino porque detenta la cultura”, por lo que ésta tiende a ser “el mejor gendarme del viejo régimen”. 
TapaA La amputación de una de sus piernas, a finales de mayo de 1924, no le impide dar inicio y sostener, en los años sucesivos y hasta su prematuro fallecimiento en 1930, a estas numerosas iniciativas. Desde periódicos y revistas militantes, como Claridad (la cual inicialmente apuntaba a un público estudiantil, pero Mariátegui durante su breve dirección la reformula como punto de conexión y producción conjunta entre obreros/as e intelectuales) Amauta (que iba a llamarse en un principio “Vanguardia”, pero finalmente opta por este nombre de gran significación indígena, ya que equivale a “maestro” o “sabio” en lengua quechua) y Labor (que bajo el subtítulo de “Quincenario de Información e Ideas” logra abarcar a un público más amplio que el del activismo gremial y político), pasando por emprendimientos como la Editorial Minerva y la Oficina de Autoeducación Obrera en el marco de la flamante CGT peruana (de la que redacta sus Estatutos y Reglamentos), hasta las propias “tertulias” y reuniones culturales en su emblemática casa de la calle Washington, en las que se congregan una infinidad de personalidades y activistas de las más diversas tendencias (artistas, dirigentes sindicales y políticos, feministas, líderes indígenas y estudiantiles), para compartir y socializar sus saberes y sentires mutuos. Como reconoce el historiador peruano Alberto Flores Galindo, en todas estas iniciativas militantes, “Mariátegui nunca asumió la figura del intelectual que lleva la luz y la ciencia a la clase revolucionaria; por el contrario, se trató de una relación igualitaria, que siempre transcurrió en el mismo plano: un diálogo, un intercambio de opiniones y de experiencias”[3].
Pensar con cabeza propia y de forma descolonizada, con la perspectiva de intervenir creativamente en la realidad, de manera tal que se pueda hacer del lema “Ni calco ni copia” un principio epistemológico y militante, tal fue el horizonte de estos proyectos político-culturales impulsados por él (una verdadera red de creación y promoción de las diferentes y complementarios saberes, sentires y haceres emancipatorios, que Fernanda Beigel caracterizó como editorialismo programático[4]), por lo que la formación, el estudio riguroso y la actualización del marxismo no consistía en aprender un itinerario prefabricado en otras latitudes y tiempos históricos, sino en adquirir y poner en práctica una brújula para orientar la lectura y transformación radical de una realidad siempre refractaria a las recetas y esquemas de pizarrón. De ahí su lamento ante una producción intelectual en nuestro continente que “carece de rasgos propios” y de “contornos originales”, más propensa a ser “una rapsodia compuesta por motivos y elementos del pensamiento europeo”.
Recurrir a la imaginación es una constante mariateguista que oficia siempre de certero antídoto contra todo conservadurismo. Por ello no es ocioso recordar que una parte importante de su producción escrita (alrededor del 40%) refiere al arte y la cultura. Reseñas literarias, críticas teatrales y de cine, semblanzas de pintores, bailarinas, poetas y ensayistas, organización de tertulias, análisis, recepción y difusión de vanguardias estéticas, se entrelazan en su obra para componer un delicado prisma que hace de la creatividad el centro de gravitación de sus reflexiones, proyectos e inquietudes. Pero esta insistente apelación a la fantasía como motor vital, no equivale a burdo escapismo de las profundidades de la realidad, ni a desvinculación del devenir histórico. “La ficción -aclara el Amauta- más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco”.
Pettoruti pinta a MariateguiJosé Carlos desdeña tanto la subordinación del arte a los lineamientos y directrices de tal o cual dogma político, como la pura especulación artística que hace del esteticismo un fin en sí mismo. Ni realismo socialista ni torre de marfil, podría ser su consigna. De ahí su enorme admiración por el surrealismo (“suprarrealistas” según el lenguaje de la época), para quien el vínculo entre arte y política debía ser de unidad en la diferencia, vale decir, de especificidad de campos y esferas que se articulan en favor de un radical reencantamiento del mundo, aunque desde la “autonomía relativa”, la tensión-complementariedad y el magnetismo, sin disociación absoluta ni desencuentro pleno entre ellos. Tal como Mariátegui reconoce en uno de los tantos artículos en los que reivindica a esta corriente vanguardista: “Autonomía del arte sí, pero no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte”.
Retrato inconcluso: Pettoruti pinta a Mariategui
En efecto, si bien las y los artistas jamás pueden sustraerse a la gravitación política -ya que, de acuerdo a Mariátegui, ningún gran artista es “apolítico” ni extraño a las emociones de su época, salvo que ostente una “sensibilidad mediocre”- ello no implica hacer del arte un mero reflejo de la realidad, pura descripción pasiva o supeditación a lo que nos sugiere e impone como estrecho campo de lo posible. Se trata, ante todo, de ser rabiosamente imaginativos sin dejar de tener los pies en la tierra, de asumir como combustibles vitales al sueño, la fantasía, la sensibilidad extrema y el deseo más inverosímil, para recrear y revolucionar de raíz la propia realidad que habitamos y ansiamos transformar. En suma: de ser realistas y exigir lo imposible.
Mariátegui supo tomar distancia de los dos flagelos -o tendencias opuestas, pero paradójicamente coincidentes- que al decir de Michael Löwy desde un comienzo signaron el derrotero del pensamiento político y filosófico en nuestro continente, en particular del marxismo: por un lado, el exotismo, que absolutizaba la especificidad de América Latina (su cultura, su historia, su estructura social, etc.) acabando por enjuiciar al propio marxismo como doctrina exclusivamente europea. Por el otro, el europeísmo, que tendía a trasladar mecánicamente -y sobre la base de una concepción unilineal de la historia- a esta realidad las categorías y modelos de desarrollo económico y social occidentales en su “evolución” histórica, intentando encontrar de cada aspecto de la realidad europea su equivalente en Latinoamérica[5].
Con un obsesivo afán por escamotear estas lógicas, quizás la mayor obra en este sentido haya sido Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, publicada a fines de 1928 y considerado uno de los textos pioneros en la construcción de un marxismo enraizado y creativo en Nuestra América. En sus páginas iniciales aclara que “ninguno de estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”. Este carácter provisional e inconcluso del marxismo, donde pensamiento y vida según él “constituyen una sola cosa, un único proceso”, permite entender porque su abultada producción, compuesta por una infinidad de artículos, notas, epístolas, reseñas y borradores de lo más variados, nunca llegó a traducirse en libros “orgánicos”. El suyo es ante todo un pensamiento fragmentario, y más que con algo consumado, nos encontramos frente a hipótesis momentáneas, variados senderos, imágenes fulgurantes, reflexiones relampagueantes, balbuceos a tientas, caminos posibles, huellas dispersas en el barro de la historia, hierbas aplastadas o tallos quebrados que -al igual que en el caso de los cazadores del paleolítico, para usar un feliz paralelismo de Carlo Ginzburg- nos brindan luminosas pistas e inusitados indicios[6].
Octavio Paz solía decir que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos: “las grandes obras de nuestro tiempo -afirma- no son bloques compactos sino totalidades de fragmentos, construcciones siempre en movimiento por la misma ley de oposición complementaria que rige a las partículas en la física y en la lingüística”[7]. Por eso el punto de partida para leer a Mariátegui reside en asumir el carácter inconcluso no solamente de su “obra”, sino sobre todo de su propia escritura. El Amauta siempre se negó a concebir sus textos como clausuras. Más bien los pensó como intervenciones abiertas e inacabadas. Esta ausencia de un corpus estructurado y plenamente coherente sabotea la tentación constante de pretender conformar un sistema de pensamiento cerrado y definitivo.
Tapa 7 ensayos
Los Siete ensayos resultan así una fructífera relectura y original apropiación tanto de los planteamientos de Marx (y sus más heréticos intérpretes), como una detallada historización y sutil genealogía de la realidad peruana que pretendía interpretar y -sobre todo- revolucionar, que combina ese interés denodado por aquellos detalles, pliegues y dimensiones de la sociedad que a los ojos de la ortodoxia resultaban insignificantes, sin perder jamás esa aspiración por identificar sus nexos articulatorios, de manera tal de tornarlos inteligibles desde una perspectiva dialéctica, como partes integrantes de una totalidad concreta. No es ocioso recordar que sus Siete ensayos recuperan, actualizan y entrelazan muchos de sus artículos periodísticos e investigaciones precedentes, para dar cuenta de problemáticas en apariencia disímiles, que van de lo educativo a lo religioso, pasando por el dilema indígena, lo literario y la fractura geo-política de su país natal, sin descuidar sus bases económicas y sus más hondas raíces históricas. Mariátegui insiste, pues, en la necesidad de entender y analizar a las sociedades a partir del principio epistemológico de la totalidad, que implica concebir al capitalismo como un sistema, evitando disociar, salvo en términos estrictamente analíticos, esas diferentes y complementarias dimensiones o aristas que lo constituyen como tal, y contemplando de manera imbricada las relaciones de explotación, dominio y resistencia que lo dotan de sentido.
En sintonía con estos planteos, el Amauta también sugiere que es preciso corregir al filósofo René Descartes y pasar del “pienso, luego existo” al “combato, luego existo”, en la medida en que la conflictividad y la lucha constituyen un punto de partida clave para el conocimiento de nuestras sociedades, que permite a la vez hacer visibles a sujetos y movimientos que -por lo general- son “producidos como no existentes” por la ciencia colonial y las clases dominantes, debido a su carácter subversivo y anti-sistémico. Y de manera análoga a Gramsci, en su propuesta revolucionaria lo central no era definir al socialismo en función exclusivamente de su rigurosidad científica, sus coherencias lógicas y sus supuestas “leyes”, sino a partir sobre todo de su alma agónica, es decir, su capacidad movilizadora y su estímulo para la intervención activa en la realidad.
Confiado en que “las imágenes engendran conceptos, lo mismo que los conceptos inspiran imágenes”, José Carlos supo referirse al mito no en los términos de una “mentira” o ficción imposible de concretar, sino en la clave de un conjunto de imágenes-fuerza que, arraigadas en las condiciones de vida concretas de los sectores populares y en su memoria colectiva, evocan sentimientos y alegorías, cohesionan a las masas y las dotan de una subjetividad irreverente que empalma con los ideales y esperanzas de las luchas emancipatorias, reforzando su voluntad transformadora. “La inteligencia burguesa -ironiza el Amauta- se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios: ¡qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad”.
He aquí, según Mariátegui, otro elemento a destacar en toda apuesta formativa y de constitución de las y los sujetos políticos, que remite a los factores espirituales, la imaginación creativa, la sensibilidad y la mística como fantasías concretas y verdaderos catalizadores de la concientización e identidad colectiva de los pueblos y las clases subalternas en su camino de autoliberación, ya que según él la revolución “será para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu”. En el caso específico del Perú (pero también en otras latitudes de Nuestra América), ese mito capaz de dinamizar la reconstrucción de la nación -más que un dato empírico, un “concepto por crear” al decir del Amauta- debía tener como punto de partida la defensa y vitalidad de los pueblos indígenas sojuzgados por siglos de racismo, explotación y despojo. Sin embargo, “no es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista”. De ahí que concluya proclamando que “nuestro socialismo no sería peruano, ni sería siquiera socialismo, si no se solidarizase primeramente con las reivindicaciones indígenas”.
No hay en el Amauta espíritu alguno de dicotomizar la realidad y la matriz de análisis desde la cual poder comprenderla. Su apuesta es por desmontar supuestas incompatibilidades, desactivar falsos opuestos, amalgamar y hacer confluir los conceptos y mundos de vida que cierto marxismo esquemático -pero también, de manera simétrica, algunas corrientes políticas autóctonas- enemistan y conciben como imposibles de combinar. Mariátegui dista de sustituir la razón por el mito; más bien los mixtura y hermana. Lo mismo podríamos afirmar con respecto a otros pares articulables: Oriente y Occidente, internacionalismo y cuestión nacional, anacronismo y modernidad, sensibilidad y pensamiento crítico, ciencia y ensayo, política e imaginación, regularidad y anomalía, fragmento y totalidad, mito e inteligencia, socialismo e indigenismo, realismo y utopía, reforma y revolución, teoría e historia, lo universal y lo particular.
Donde tanto la ortodoxia como el sectarismo ponderan una o a modo de muralla infranqueable o férrea línea de demarcación, él prefiere tender puentes y vasos comunicantes desde infinitas y, que amalgaman heterodoxia con tradición: Marx y Tupac Amaru, Lenin y Sorel, Rumi Maqui y Rosa Luxemburgo, Lunacharski y Vasconcelos, el Tawantinsuyo y la Comuna de París, la revolución mexicana y la rusa, André Bretón y Waldo Frank, Diego Rivera y Maiakovsky, Clorinda Matho y Chaplin, José Sabogal y Pablo Picasso, las Universidades Populares y el Proletkult, el ayllu y el sindicato, Indoamérica y Europa, César Vallejo y Máximo Gorki, Sandino y Trotsky, Valcárcel y Barbusse, Cuzco y Turín, Flora Tristán y Alexandra Kollontai, Claridad y Clarté, la Costa y la Sierra, González Prada y Freud, Dora Mayer y Nietzsche, Xavier Abril y Albert Einstein, Ezequiel Urviola y Antonio Gramsci, María Wiesse y Clara Zetkin, Pettoruti y Grosz, el Inkario y Don Quijote. No existe, sin embargo, eclecticismo alguno en este delicado ejercicio de conjunción.  Quizás las mejores metáforas sean la del montaje cinematográfico (por cierto, en plena sintonía con su enorme afición ante este novedoso arte en su época) y la del collage, plagado de imágenes, temporalidades, conceptos, sentires y saberes de lo más diversos. O mejor aún: la de una variopinta wiphala, para apelar a un símbolo acorde a esa invariante y multicolor utopía andina que tanto obsesionó a Mariátegui.
Sin descuidar esta perspectiva caleidoscópica, sus últimos años de vida los dedica a fomentar procesos organizativos de base, entre los que se destacan la creación del Partido Socialista Peruano y de la Confederación General de Trabajadores (concebidas ambas como verdaderas escuelas de formación en la construcción y ejercicio de un poder alternativo al del Estado y las clases dominantes), aunque sin desatender la batalla de ideas en contra de aquellas lecturas dogmáticas que hacían del marxismo un conjunto de verdades irrefutables, o bien frente a quienes pretendían arrojarlo al basurero de la historia por considerarlo ajeno a las corrientes y movimientos de lucha gestados por fuera del campo de la izquierda tradicional.
Podría decirse que la suya fue una lucha tenaz y quijotezca contra dos iglesias. Por un lado, aquella encabezada por Víctor Raúl Haya de la Torre, caudillo y gran propagandista de ideas revolucionarias, que desde su exilio en México decide convertir en 1928 al APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, hasta ese entonces, una plataforma coincidente con las tesis del frente único, en la que el propio Amauta colabora) en el Partido Nacionalista Peruano, organización policlasista en cuyo programa, al decir de Mariátegui, “no hay una sola vez la palabra socialismo”, y que aspira a articular a nivel continental un proyecto exclusivamente anti-imperialista, donde el Estado y la pequeña burguesía resultan ser los principales protagonistas del cambio (acotado a un desarrollado endógeno del capitalismo, y subordinándose en el Perú a los tiempos y lógicas de la disputa electoral). Por el otro, la encarnada por la Internacional Comunista, en su fase de plena stalinización, que concibe a América Latina como una región homogénea y “semicolonial”, obligada a transitar ineludiblemente por un período de revolución democrático-burguesa, antes de aspirar a la construcción del socialismo como horizonte emancipatorio (tesis defendidas por Victorio Codovilla en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, llevada a cabo en junio de 1929 en Buenos Aires, y a la que José Carlos envía dos documentos pioneros: “Punto de vista anti-imperialista” y “El problema de las razas en América Latina”)
Más allá de su aparente contraposición, ambas corrientes -el aprismo y el comunismo stalinista- coincidían en un punto clave: la inviabilidad de la revolución socialista en nuestro continente. A contramano, para Mariátegui ésta era una tarea apremiante y a la hora del día, lo que no equivalía a desmerecer las particularidades de la región -e incluso de cada realidad nacional. Su praxis se orienta, según la sugerente relectura que de su obra formula Miguel Mazzeo, “decididamente a una articulación entre la aproximación analítica y la voluntad revolucionaria”[8], siendo la política la actividad creadora por excelencia. Desde esta tesitura, el marxismo no debía pensarse como un sistema cerrado y escolástico a “aplicar”, y menos aún desechado por exótico e impertinente para estas latitudes del sur global, sino que requería ser traducido y defendido como una teoría subversiva “activa y viviente”, en constante enriquecimiento y complejización, basada en una dialéctica del cambio y en una producción original y siempre situada, ya que “no es, como algunos erróneamente suponen, un cuerpo de principios de consecuencias rígidas, iguales para todos los climas históricos y todas las latitudes sociales”.
Podríamos aventurar que para él la relevancia del marxismo como filosofía de la praxis no implica plena autosuficiencia ni endogamia, debido a que “no es posible aprehender en una teoría el entero panorama del mundo contemporáneo y no es posible, sobre todo, fijar en una teoría su movimiento. Tenemos que explorarlo y conocerlo, episodio por episodio, faceta por faceta. Nuestro juicio y nuestra imaginación se sentirán siempre en retardo respecto de la totalidad del fenómeno”. Acaso por ello mismo haya dicho provocativamente que el mejor método para auscultar la realidad debía ser “un poco periodístico y otro poco cinematográfico”.
En efecto, aun cuando asume al marxismo como una potente brújula, una vital imprudencia que reivindica a capa y espada contra quienes -como Henry De Man- pregonan su caducidad, convencido de que “la bancarrota del positivismo y del cientificismo no compromete absolutamente la posición del marxismo”, hasta el final de sus días Mariátegui supo tender puentes y aprender a dialogar con un crisol de tradiciones políticas, procesos de lucha, vanguardias culturales, escuelas artísticas y corrientes de pensamiento no emparentadas en sentido estricto con él, de manera tal de actualizar las armas de la crítica para tornar más inteligible, y combatir con más fuerza aún, al capitalismo como sistema de dominación múltiple.
Entre ellas, además del surrealismo, la literatura indigenista y el psicoanálisis, vale la pena destacar al feminismo, al que José Carlos considera “esencialmente revolucionario” debido a que, lejos de ser una “cuestión exótica” que “se injerta en la mentalidad peruana”, constituye una idea y una práctica humana “que encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias y en los sindicatos obreros”. Por lo tanto, no se trata solamente de indigenizar al marxismo (tal como propone en sus Siete ensayos y en numerosos artículos periodísticos, en particular aquellos volcados en las columnas de Peruanicemos al Perú), sino también de despatriarcalizarlo. “Los que impugnan el feminismo y sus progresos -denuncia sin medias tintas- pretenden que la mujer debe ser educada sólo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada sólo para las funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja”. 
 En este punto, Mariátegui entiende que es el macho-varón quien debe ser educado” y (trans)formado por esta causa de relevancia universal, que tiene en las páginas de la revista Amauta un lugar destacado, no sólo como temática recurrente, sino por ser numerosas las mujeres que -en palabras de Sara Beatriz Guardia- allí “hablaron de sí mismas transgrediendo el monólogo masculino”[9]. Por ello Mariátegui concluye afirmando que “a este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana”.
El 16 de abril de 1930, con tan sólo 35 años, José Carlos fallece tempranamente en Lima, viéndose frustrado su proyecto de trasladarse a la Argentina con el objetivo de radicarse en Buenos Aires. Varias propuestas intelectuales y políticas quedarán truncas tras su partida. Entre ellas, la publicación de una revista de carácter regional y cuyo sugerente título iba a ser Nuestra América. Revitalizar el proyecto mariateguista de un socialismo no eurocéntrico ni burocratizado, imaginativo y rabiosamente sensible a toda injusticia, anti-imperialista, anti-colonial, despatriarcalizado e insumiso, y que pueda forjarse a partir de las diversas tradiciones emancipatorias gestadas a lo largo y ancho del continente, resulta hoy un desafío urgente para quienes seguimos apostando, sin prisa pero sin pausa, a la creación heroica de los pueblos.
***
Hernán Ouviña: Politólogo, doctor en ciencias sociales y educador popular. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales e investigador del IEALC (Universidad de Buenos Aires). Autor y editor de diversos libros, entre ellos Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Coordina talleres de formación política junto a organizaciones y movimientos sociales.
[1] Juan Croniqueur, el otro de José Carlos Mariátegui, La Plaza Editores, Lima, 2017.
[2] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo: Apogeo y crisis de la República Aristocrática, Editorial Rikchay, Lima, 1984.
[3] La agonía de Mariátegui, DESCO, Lima, 1982.
[4] La epopeya de una generación y una revista. Las redes editoriales de José Carlos Mariátegui en América Latina, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2006.
[5] El marxismo en América Latina, LOM, Santiago de Chile, 2007.
[6] Tentativas, Ediciones Prohistoria, Rosario, 2004.
[7] Corriente Alterna, Editorial Siglo XXI, México, 1967.
[8] El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de “socialismo práctico”, Fondo de Cultura Económica, Lima, 2013.
[9] Mujeres de Amauta, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2014.

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