Editorial de La Jornada
El brutal asesinato de
tres mujeres y seis menores integrantes de la comunidad LeBarón –quienes
tienen doble nacionalidad: mexicana y estadunidense– en los límites de
Sonora y Chihuahua fue usado como pretexto por el presidente de Estados
Unidos, Donald Trump, para emitir, vía Twitter, un posicionamiento tan
belicista como injerencista: llamó a México a librar una guerra contra
los cárteles del narcotráfico y ofreció la ayuda de su país para
borrar de la faz de la Tierraa estas organizaciones criminales, para posteriormente emitir otras declaraciones en semejante tono.
Las
expresiones del magnate republicano constituyen una impertinencia, en
tanto nadie le pidió ayuda policiaco-militar ni se le invitó a opinar
acerca de la situación de seguridad interior de una nación distinta a la
suya. Si a ello se suma el largo historial de Estados Unidos como
potencia invasora e intervencionista (en el contexto internacional en
general, pero también contra México en particular), no queda sino
calificar sus impulsivas publicaciones como actos de un intervencionismo
indeseable, repudiable y fuera de lugar.
Con todo, debe
reconocerse que tal impertinencia se mantuvo en el tono del
ofrecimiento, sin transitar hacia las amenazas o los intentos de
imposición. En ese contexto, resulta adecuada y proporcional la
respuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien señaló que
la persecución de los grupos delictivos se llevará a cabo con
independencia y soberanía; recordó que toda cooperación bilateral en la materia habrá de producirse en el marco de la legalidad internacional vigente, rechazó la intervención de un gobierno extranjero, y reafirmó la voluntad nacional de abandonar la irracionalidad de la guerra y los afanes autoritarios.
Ha
de considerarse, por otra parte, que las desubicadas palabras del
presidente estadunidense forman parte de una retórica belicista y
agresiva natural en él, que no necesariamente va dirigida a sus
destinatarios formales –en este caso, el gobierno mexicano–, sino,
principalmente, a los segmentos guerreristas y chovinistas del
electorado de su país.
Por otra parte, resulta imposible ignorar
que el fenómeno delictivo que azota a amplias zonas del país tiene un
carácter trasnacional, con muchos de sus orígenes y catalizadores
ubicados fuera de México: es bien conocido que compartir una frontera de
más de 3 mil kilómetros con el principal consumidor de drogas y mayor
fabricante de armas del mundo tiene un efecto inevitablemente nocivo
sobre la seguridad pública y el estado de derecho.
Estas
circunstancias son parte del contexto violento que padece la región en
la que están asentadas las comunidades LeBarón –rutas de tráfico de
armas y estupefacientes–, en las cuales la seguridad pública se ha
venido degradando desde hace más de una década.
Debe recordarse,
por lo demás, que la violencia delictiva se exacerbó en el país a raíz
de una estrategia de combate a la delincuencia que indebidamente otorgó
manga ancha a instancias gubernamentales del país vecino en las tareas
de inteligencia y planificación y hasta en la toma de decisiones; y en
el contexto de la
guerra contra el narcotráficodecretada por Felipe Calderón las oficinas estadunidenses de control de armas de fuego (ATF) y de lucha contra las drogas (DEA) suministraron armas de asalto a uno de los cárteles que operan en el país y participaron en el lavado de dinero producto de sus actividades ilegales.
La
supeditación descrita tiene secuelas perdurables, una de las cuales es
el arraigo de la violencia que todos los días produce lamentables e
indignantes pérdidas humanas. El gobierno estadunidense, sin importar
quién lo presida, debe entender que México decidió dejar atrás esa
desastrosa estrategia y que es su potestad soberana tomar su propio
rumbo en ésta y otras materias.
Fuente: http://www.jornada.com.mx/2019/11/06/opinion/002a1edi#texto
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