Gustavo Gordillo
Escribí un artículo a
principios de 2011 (19-02) sobre las primeras movilizaciones en Túnez y
Egipto, en el cual describía el contexto que hacía posible una
proliferación de movilizaciones en el mundo, a la manera como la ola de
rebeldía juvenil se expandió hace 51 años en 1968, desde la Polonia
comunista, la Francia republicana y el México autoritario.
Señalaba cuatro factores claves en esta expansión de los indignados.
El desempleo juvenil. La insultante desigualdad entre un puñado de muy
ricos y amplias masas en condiciones graves de pobreza. La revolución de
las telecomunicaciones. La mediocridad y la corrupción de las clases
políticas.
Los regímenes políticos eran muy distintos entre las dictaduras
árabes y las democracias europeas, o entre los acampados de Wall Street,
los brasileños que luchaban contra la corrupción o los estudiantes
chilenos, en la movilización de los llamados pingüinos. Pero los rasgos
señalados hacían previsible que, por contagio, creciera como marea la
protesta popular.
Lo mismo se puede decir de las movilizaciones en regímenes tan
diferentes como Hong Kong, Líbano, Irak, Rusia, India, Reino Unido,
Francia, y luego la ola latinoamericana en Haití, Ecuador, Bolivia,
Argentina y Chile.
Regis Debray, en el Nouvel Observateur, resumió los rasgos
de las movilizaciones de 2011 (24/02-3/3/2011): fervor poético,
intransigencia moral y moderación política: bella ecuación que impacta y
detona.
Ante las movilizaciones populares el poder del Estado responde de manera similar. Primero viene la fase de
negación total. Se trata de pequeñas algaradas. Luego, las ridículas acusaciones de que quienes protestan son
usados y manipulados por quienes odian a nuestro país. En tercer lugar, el
nuevo juegode hacer algo para mantenerse en el poder. Los mismos que han violado cuanta ley existe argumentan aspectos legales para hacer más difíciles y complicadas las transformaciones que se derivan de la movilización. Después vienen los actos de magia: asumir retóricamente las demandas que ayer se oponían. Para ejemplificar lo anterior, la derecha chilena: para el presidente Piñera es una guerra contra un enemigo poderoso, para su esposa, quizás más realista, se trata de
alienígenos; el ministro de Hacienda recomienda a los manifestantes
románticosque compren flores. Y el ministro de Economía les recomienda que se levanten antes de las 7 am para que paguen menos en el Metro.
El gran dilema de toda movilización está entre mantener la tensión
creativa y solidaria de los movilizados y la construcción, mediante la
deliberación con los poderes, de arreglos institucionales que rompan las
injustas inercias. ¿Cómo construir desde las movilizaciones las
instituciones, es decir, las reglas del juego que garanticen el tránsito
o el fortalecimiento democrático?
En este punto no puede olvidarse el dramático final del ciclo de
movilizaciones egipcias. Deponen al dictador, cambia la constitución,
impulsan elecciones democráticas y… ahí se paralizan los activistas. No
dan el paso para constituir un partido o una coalición electoral, y
entonces, en las elecciones, sólo queda la opción de apoyar a los
militares del antiguo régimen o al representante del fundamentalismo
islámico. Éste gana e intenta imponer las severas normas
antidemocráticas de esa variante religiosa, y muchos de los antiguos
militantes apoyan el golpe militar del ejército del antiguo régimen que
continúa gobernando. Esta es la lección que los movimientos
contemporáneos no deben olvidar.
Por otra parte, también en América Latina hay elecciones en las que
ganan coaliciones progresistas, como en Argentina o en Bolivia, en
elecciones locales en varias ciudades importantes en Colombia. Ahí
también hay dilemas: cómo evitar que las movilizaciones que acompañan el
éxito electoral no se disuelvan en el clientelismo o en partidos
paraestatales.
Twitter: gusto47
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