La Tizza
Es
más que evidente el alineamiento del actual gobierno salvadoreño,
presidido por Nayib Bukele desde el pasado 1º de junio, con los
intereses geoestratégicos de Estados Unidos en la región
centroamericana.
Este alineamiento se muestra, entre otros, en los siguientes aspectos: uno, la política hacia los migrantes del gobierno de Donald Trump; dos, el reforzamiento de la ofensiva diplomática contra Venezuela y, en menor escala, Nicaragua y; tres, en el terreno interno, la profundización de políticas económicas neoliberales.
Para
el anecdotario, quizás podría resultar importante los gestos públicos
del mandatario salvadoreño, en el sentido de promoverse a sí mismo como
muy cercano al presidente Trump — «He is very nice and cool»,
declaró en una rueda de prensa — , o de sobresalir en términos
mediáticos como un político que desdeña al sistema tradicional — el
gesto de detener su alocución en la Asamblea General de Naciones Unidas
para tomarse una selfie y luego dictaminar la
obsolescencia de la ONU… ¡por no hacer uso de las tecnologías de la
comunicación y de las redes sociales en vez de convocar a una asamblea
general presencial! — .
Más allá de ello, y del estilo trumpiano de gobernar por tuits, sí hay, en efecto, un acercamiento muy estrecho con los intereses estadounidenses en Centroamérica y en la región latinoamericana en general.
Estos
intereses tienen objetivos bien definidos. En el reparto global de
tareas, a gobiernos como el del país centroamericano les toca contribuir
a reforzar el cierre de fronteras para las personas que intentan
emigrar a Estados Unidos. México, Guatemala y Honduras aceptaron
convertirse en «tercer país seguro» para alojar a solicitantes de asilo
en suelo estadounidense. Con ello, Estados Unidos se libera de la
presión migratoria y se la traslada a sus aliados. El gobierno
salvadoreño se ha ofrecido como voluntario para cargar con esta presión
demográfica, incluso cuando es un país que, de modo histórico, expulsa a
su población y la obliga a emigrar al Norte.
Esta
es una tarea propia de la política de «seguridad nacional» de Estados
Unidos. Como parte de ello, también está el hecho de que el gobierno
salvadoreño busca reforzar los intentos de aislar desde la diplomacia a
Venezuela. Aún no se han roto relaciones con la República Bolivariana de
Venezuela ni se ha desconocido a su legación; pero hay declaraciones
muy explícitas que apuntan a un reconocimiento de los «autoproclamados».
Lo
anterior se complementa con las políticas internas salvadoreñas. En
términos laborales, se han profundizado políticas neoliberales, cuyos
propósitos son: «achicar el tamaño del Estado» y presionar a la
oposición política de izquierda. Esto se ha producido a través del
cierre de secretarías e instituciones encargadas de políticas sociales,
creadas por los gobiernos anteriores del FMLN. Con ello, se han
suscitado despidos arbitrarios, ordenados «vía tuit»
en muchos casos, bajo el argumento de que los trabajadores despedidos
son afines al partido de izquierda, o que son parientes de políticos de
dicho partido, como el caso de un trabajador cuya única falta es la de
tener de apellido Peña, el mismo de la dirigente del FMLN, Lorena Peña;
aunque sin ningún parentesco entre ambos.
Los
trabajadores afectados intentan en la actualidad dirigirse a las
instancias jurídicas para ser resarcidos. Hay también otros trabajadores
que se han visto cesados de forma sumaria. Ello crea una atmósfera de
inestabilidad laboral y de malestar psicológico para quienes todavía
tienen un empleo en el Estado. Se explota el estereotipo de que el
empleado público es haragán y que hoy se ha venido a hacerlos «trabajar
de verdad», haciéndolos que estén disponibles — según la jerga actual —
«veinticuatro-siete», es decir, veinticuatro horas al día y siete días
de la semana, sin reparar en que hay derechos humanos y laborales de por
medio; con ello se transita hacia una precarización de las condiciones
laborales en un ámbito como el del Estado.
La
encrucijada de la cual no ha salido la izquierda salvadoreña tras su
derrota electoral a manos del actual mandatario, le impide salir de las
arenas movedizas en las que se encuentra. Todavía no logra rearticularse
el movimiento social, pese a que hay demandas muy fuertes que pueden
aglutinar a varios sectores: la lucha contra la privatización del agua —
peligro que se hace más ostensible, con políticas públicas permisivas
para los intereses privados — , la lucha contra la precarización del
trabajo y contra los despidos arbitrarios, son ejemplos.
Pesa
mucho el debilitamiento del instrumento partidario, por factores
externos e internos que todavía no parecen superarse. Es probable que,
al igual que en otros momentos históricos en los que las fuerzas
democráticas y progresistas se han visto derrotadas, debamos prepararnos
para un prolongado período de crisis antes de que surjan alternativas
de izquierda viables en el horizonte de posibilidades del país
centroamericano. Todo ello, partiendo de que es importante la
acumulación histórica de luchas, aciertos y desaciertos.
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