La
situación de crisis suscitada por el coronavirus –que al parecer
seguirá presente, aunque con menor virulencia, a lo largo de 2020 — ha
puesto en uno de los primeros lugares del debate académico el asunto de
lo virtual y presencial en la educación. Y es que la crisis aludida
forzó la entrada en vigor de estrategias formativas no presenciales, en
prácticamente todos los niveles educativos; en ellas, se recurrió –por
lo general de manera improvisada y abrupta— a los distintos recursos
ofrecidos por Internet y la telefonía celular: desde las plataformas que
permiten realizar videoconferencias grupales, pasando por el correo
electrónico y los mensajes en Messenger y WhatsApp, hasta las llamadas
telefónicas.
Salvo los
procesos educativos diseñados previamente para ser impartidos
virtualmente –y que continuaron, y aún continúan, con una lógica
previamente establecida—, las actividades docentes que habían sido
planeadas según criterios presenciales tuvieron que ser implementadas de
manera no presencial. En la práctica, esto generó distintas
complicaciones no sólo en razón de la disponibilidad de los recursos
tecnológicos (personales o institucionales), sino en razón de las
deficiencias en las habilidades técnicas por parte de docentes –no
todos, por supuesto— no preparados para atender cursos, materias,
seminarios, talleres o grupos de tesis de manera virtual. Aunado a ello,
estaban (y siguen estando presentes) dos temas nada secundarios:
primero, la pedagogía y la didáctica virtuales son distintas de las
presenciales; y segundo, los contenidos (teóricos y metodológicos)
presenciales no se trasiegan automáticamente hacia lo no presencial.
Al
calor de esas y otras dificultades –que, cabe sospechar, se han tenido
en distintos sistemas educativos alrededor del mundo— se fue generando
un interesante debate acerca de lo virtual y lo presencial en la
educación, debate en el cual se pueden identificar distintas posturas.
Una especialmente llamativa consiste en proponer que la educación
virtual ha llegado para reemplazar totalmente a la educación presencial,
a la que se le reprochan las más variadas fallas y debilidades. Quienes
abanderan esta posición, además de ver en lo virtual-tecnológico algo
extraordinario para la educación, entienden que las pruebas de ello se
encuentran en la actual experiencia en la cual lo presencial fue
suspendido drásticamente y las actividades educativas virtuales pudieron
ensayarse a plenitud. Hay quienes piensan que se trató de una novedad
absoluta, como si antes de la actual situación no se hubiesen impulsado
interesantes experiencias formativas virtuales, en las cuales si bien ya
se visualizaban sus virtudes –lo virtual tiene ciertamente virtudes—,
también se visualizaban sus limitaciones que no son únicamente técnicas o
de procedimientos, sino que muchas veces involucran aspectos
sustantivos.
En el polo
opuesto se sitúan quienes opinan que la educación presencial es
irremplazable, y que lo virtual no tiene (o no debe tener) un lugar
importante en los procesos educativos que en verdad quieran ser tales.
En favor de quienes creen esto está la ya milenaria tradición educativa
que se remonta cuando menos a Sócrates y cuyos logros culturales
(científicos, filosóficos, literarios) sólo una persona escasamente
informada puede poner en duda. Es indiscutible que un nervio de la
educación, entendida como un proceso de asimilación crítica de nuevos
conocimientos, es el diálogo, la dialéctica, el contraste de ideas y
opiniones, en lo cual intervienen la razón y la pasión.
Y
el espacio privilegiado, durante cientos de años, para ese ejercicio es
el espacio ocupado físicamente por los actores principales del proceso
educativo (maestros y alumnos): el aula o salón de clases, el auditórium o, como prefería Aristóteles, el jardín de su Liceo.
Ciertamente, la educación presencial, dialógica, tiene un largo
recorrido histórico, pero no es por eso que se la debe considerar
valiosa, pues que algo sea antiguo no lo hace bueno o positivo y,
obviamente, tampoco lo nuevo o reciente es, sólo por eso, positivo o
bueno. Son los logros los que cuentan; y la educación presencial tiene
en su haber los suficientes como para tomarse con reservas las
propuestas de su supresión total por mecanismos, estrategias y prácticas
educativas virtuales.
Los
logros de la educación presencial no deben ocultar sus limitaciones o
sus posibilidades de mejora; no deben impedir determinar qué áreas de
ella pueden ser asumidas y tratadas de una mejor manera por mecanismos y
estrategias virtuales. No es cierto que no se tengan pistas sobre esto
último: tanto las experiencias previas a la crisis sanitaria como las
experiencias suscitadas durante la crisis ofrecen información relevante
sobre áreas o ámbitos educativos en los cuales lo virtual puede
convertirse en un soporte de primera importancia para lo presencial. Y
por supuesto que también las experiencias apuntadas revelan lo que no se
puede pedir o esperar de lo virtual en materia educativa. Ni se tiene
que ser extremadamente fantasioso con las posibilidades de lo virtual ni
excesivamente pesimista o escéptico sobre sus potencialidades. Lo
prudente es sopesar, con honestidad y realistamente, los pros y contras.
Por
lo apuntado hasta ahora, es claro que la visión antitética de lo
virtual y lo presencial en educación nos enfrenta a un falso dilema. No
se trata de elegir entre lo uno y lo otro –de abolir la educación
presencial y poner en su lugar una educación virtual; o de cerrar las
puertas a lo llegada de modalidades o prácticas virtuales en la
educación—, sino de situarse en una postura intermedia, viendo a lo
virtual como un buen complemento de unos procesos educativos que no
deben renunciar a uno de sus nervios fundamentales: la dialéctica, el
diálogo, el contraste y lucha de ideas entre interlocutores que
interaccionan físicamente; el tensionamiento racional y pasional que
permite la muerte de ideas inservibles y el surgimiento de ideas
mejores, y que hasta ahora, después de 2,500 años, no encontrado mejor
espacio para su desarrollo que ese espacio en el cual maestro y alumnos
se las ven cara a cara. Y es partir de estas dinámicas que se han
fraguado y se fraguan habilidades y capacidades investigativas que,
tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales, permiten
explorar el mundo natural y social –es decir, plantearse problemas e
indagar sobre los mecanismos que los explican— de modo fáctico, no
virtual. Esas capacidades y habilidades, asimismo, requieren en gran
medida, aunque no en exclusiva, actividades prácticas en el aula y fuera
de la misma –por ejemplo, en comunidades, museos, archivos, empresas,
mercados, hospitales o laboratorios— que son vitales para la formación
de los estudiantes y para el cultivo de un saber que se problematiza
sobre la realidad, y no sólo sobre abstracciones mentales matemática o
conceptuales.
Esa
vitalidad en el conocimiento debe ser –y tiene que ser—potenciada por
cualquier recurso, estrategia o práctica, que esté disponible o que sea
accesible a los sistemas educativos, en sus distintos niveles. Aunque no
sus capacidades más óptimas, la tecnología que permite acceder a
recursos educativos virtuales ha llegado a un país como el nuestro. Hay
instituciones que están utilizando esos recursos para el desarrollo
incluso de cerreras completas al nivel de maestría. Algunas lo han hecho
de manera meditada, ponderando bien los objetivos formativos que se
persiguen y planeando con suficiente tiempo y meticulosidad los
contenidos y las metodologías de enseñanza adecuadas para procesos
educativos virtuales. Otras quizás no tanto, aunque esto debería ser
objeto de un estudio detallado y profundo.
Lo
que aquí se quiere destacar es que, en El Salvador, se tiene (o se va
consiguiendo) una buena experiencia en estrategias educativas de
carácter virtual que deberían ser tomadas en cuenta, en sus virtudes y
en sus limitaciones, a la hora de realizar los ensambles entre los
virtual y lo presencial, sin perder de vista que uno de los propósitos
irrenunciables de la educación en todos sus niveles, pero especialmente a
nivel superior, es formar personas con una concepción bien fundamentada
–desde criterios científicos— de la realidad social y natural, lo mismo
que con las capacidades y habilidades para explorar-investigar las
dinámicas que hacen que las cosas naturales y sociales se comporten de
la forma en que lo hacen.
La
pregunta es cómo (de qué manera) determinadas estrategias formativas
virtuales pueden contribuir a una educación integral y de calidad. Y,
complementado con ello, la otra pregunta es cómo lo virtual puede ayudar
a corregir, mejorar o potenciar lo que se hace en las estrategias
educativas presenciales. De alguna manera, fue la pregunta que se
hicieron los investigadores del CERN, a cuya cabeza estaba el físico Tim
Berners-Lee, cuando decidieron crear la WEB: se trataba facilitar,
entre los físicos, el intercambio de ideas, artículos, documentos,
resultados de experimentos mediante una red ágil de comunicación e
intercambio de información. A estas alturas, las potencialidades y
eficacias de la WEB para distintas actividades educativas y de
investigación son indiscutibles. El reto es hacer, en cada país y
sistema educativo particulares, el mejor ensamble entre los recursos
virtuales disponibles (o que se puedan diseñar) en Internet (que es algo
más amplio que la WEB) y las estrategias educativas presenciales de
forma tal que, en lugar de la anulación o exclusión de uno de las dos
instancias, se logre una integración provechosa entre ambas.
Como
en el presente, y visto desde El Salvador, es lo presencial lo
predominante, lo virtual debería irse definiendo, e implementando, a
partir de aquello que requiera mejora, o incluso supresión, en ese
ámbito. Pero no a tientas ni a ciegas, o usando criterios de
rentabilidad o de ahorro, sino teniendo en mente el objetivo de lograr
una educación integral, en lo científico, lo técnico y lo humano. Si
sucediera lo contrario, es decir, si fuera lo virtual lo predominante en
educación, lo recomendable sería buscar en lo presencial recursos de
apoyo, corrección o mejora. Pero no es el caso. Así que es lo virtual lo
que debe contribuir a mejorar la educación presencial. En cada nivel
educativo deben hacerse los análisis y estudios que indiquen los modos
en los que se apoyo puede ser más eficaz y oportuno; y es que lo que
puede ser potable y viable en educación superior (en algunas carreras,
materias, seminarios, trabajos de investigación o debates teóricos o
metodológicos) puede ser inviable o ineficaz, por ejemplo, en educación
básica. Lo contrario también es cierto: lo viable y potable en educación
básica (o en bachillerato) puede no serlo en educación superior.
En
fin, lo que debería promoverse, en educación, es una articulación
potenciadora de lo virtual en lo presencial, y no un reemplazo total de
lo presencial por lo virtual o un blindaje de lo presencial ante lo
virtual. Hay quienes están trabajando, con seriedad y profesionalismo,
en lograr esa articulación potenciadora. Hacen gala de sentido común,
criterio racional y equilibrio en el juicio. Los hay también quienes
están atrapados en las garras de la desmesura en su apreciación de lo
virtual, y que están dispuestos a hacer todo lo que esté a su alcance
por hacer que la educación presencial deje de existir. Si llegaran a
salirse con la suya –nunca se sabe— lo más probable es que la formación
integral de las personas (una formación de naturaleza crítica,
reflexiva, fundamentada científicamente, investigativa, racional y
pasional) se resentiría tremendamente. Y es que, en definitiva, lo
virtual, por definición, no puede dar a las personas las vivencias, las
experiencias, los tensionamientos y los desafíos que ofrecen las
interacciones sociales efectivas, dentro y fuera del aula, y los
problemas reales naturales y sociales. Sin esas vivencias, experiencias,
tensionamientos y desafíos (no virtuales, sino reales porque tienen su
raíz en las interacciones que las personas tienen con la realidad
natural y social) no hay educación propiamente dicha, sino un remedo
“virtual” de la misma.
San Salvador, 6 de septiembre de 2020
https://www.alainet.org/es/articulo/208809
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