Son
varios los expertos que vienen advirtiendo sobre un cambio cualitativo
en lo que significa Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores) como
estructura del poder político del país; una especie de impasse.
La redefinición en curso del perfil de la diplomacia brasileña tuvo un
punto de inflexión bien claro a partir de la llegada de Michel Temer a
la Presidencia (agosto 2016), al margen de que algunos indicios previos
ya llamaran la atención. Por ejemplo, a partir del 2015, en relación con
los debates parlamentarios referidos a la designación de los
diplomáticos, se evidencia un aumento del tiempo de tramitación de esas
designaciones, lo que muestra el carácter más discutido que asume la
materia en cuestión. Hoy en día, y al margen de las características de
la política exterior del Gobierno de Jair Bolsonaro que aquí será
descrita, hay datos elocuentes de este impasse.
En un
sentido más estructural, puede verse que la distribución del cuerpo
diplomático brasileño no se corresponde con la naturaleza de sus
intercambios y vínculos comerciales (lo que suele destacarse actualmente
muchas veces como criterio): Brasil tiene cuatro veces más personal
desplegado en EE. UU. que en China, siendo que China representa el 20%
del comercio exterior del país, y EE. UU. tan sólo el 12%. Esta aparente
incoherencia vale también para el caso europeo, donde la tendencia es
hacia una disminución de la presencia diplomática, justo al momento en
que se firma un acuerdo con la UE (2019). Por otro lado, y como marca de
los tiempos “bolsonaristas”, es importante advertir el despliegue de
“otras voces” sustitutas de Itamaraty, en lo que ya comienza a
prefigurar (habrá que ver qué profundidad tiene la tendencia) una
situación “postdiplomática”. Si el impasse se prolonga o si hay
una metamorfosis más abrupta se verá en los próximos tiempos; lo que sí
está claro es que en esta trayectoria en lugar de Brasil en el contexto
internacional es cada vez más reducido y menos autónomo.
La construcción de una perspectiva brasileña en política exterior
Si
bien la organización de una política exterior (y un cuerpo diplomático
respectivo) es una cuestión que comienza ya en el siglo XIX,
principalmente en relación con una redefinición del vínculo con
Portugal, una vez dimensionada su estructura económico-social durante
mediados del siglo XX se instalan dos aspectos que irán a moldear los
parámetros sobre los cuales se edifica la política exterior: de un lado,
la potencialidad nacional, la de su propio desarrollo y, del otro, su
singularidad como espacio territorial (por fronteras, biodiversidad,
etc.). Estos elementos configurarán visiones donde el reconocimiento
externo oscilaría entre: a) obtenerlo a partir de las relaciones
prioritarias con EE. UU.; y b) obtenerlo a partir de relaciones con el
“Tercer Mundo”. Si bien hubo propuestas en ambas direcciones (y hasta
podrían reconocerse períodos diplomáticos característicos) como síntesis
se fue construyendo como posibilidad de actuación el ejercer un rol
mediador entre el Norte y el Sur, en torno a la idea de una “agenda del
desarrollo”.
Dicha noción “de desarrollo” desplaza hacia otro
plano los objetivos de naturaleza política y militar, edificando una
propia visión geopolítica (brasileña) para los principios del
multilateralismo (sobre la autodeterminación, la no intervención y en
relación con el derecho internacional), convirtiéndose en una guía
político-operativa para Itamaraty y delineando una orientación proactiva
en materia de política exterior, esto es, procurando modificar los
ámbitos institucionales. Una visión diplomática de pensar el mundo
“desde adentro hacia afuera”. Esta línea recorre varias décadas de la
historia nacional, pero durante los gobiernos del PT pudo expresarse de
una forma más nítida: la conformación del G20, la participación en los
BRICS, los acuerdos sobre el cambio climático, etc.. No hay
casualidades: fue justamente durante los gobiernos de Lula cuando se
dieron los principales avances en la materia, efecto de la mayor
estabilidad en el cargo para el canciller de aquel momento (Celso
Amorim). Estos hechos no se verificarían durante los años subsiguientes,
incluso durante el Gobierno de Dilma Rousseff.
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Hoy,
la política exterior brasileña se ha alejado enormemente de lo que supo
construir en el pasado, tanto como perspectiva normativa y aporte
(geopolítico) para los posicionamientos en materia de relaciones
internacionales de los países periféricos, como desde el punto de vista
de los recursos burocráticos que hoy estructuran Itamaraty. En la
gestión del actual canciller, Ernesto Araujo –un funcionario de carrera
que saltó a la fama a partir de un escrito interno sobre lo que él mismo
(siguiendo a Trump) llama “globalismo”-, se han emprendido una serie de
notables retrocesos, entre ellos, cambios curriculares regresivos en el
propio Instituto Rio Branco, la escuela de formación del cuerpo
diplomático. Por eso es que el 8 de mayo de este año, los anteriores
cancilleres (Fernando Henrique Cardoso, Aloysio Nunes Ferreira, Celso
Amorim, Celso Lafer, Francisco Rezek, José Serra, Rubens Ricupero y
Hussein Kalout) publicaron en varios medios al mismo tiempo una serie de
consideraciones alertando sobre estos rumbos para la política exterior
del país, contrarios a “los principios rectores de las relaciones
internacionales del Brasil, definidos en el artículo 4 de la
Constitución de 1988”. En los dos años de mandato de Bolsonaro se han
incumplido varios de estos principios, además de la vocación (también
constitucional) de “establecer una comunidad latinoamericana de
naciones”. Todo aquél legado multilateral, aquella impronta y mecánica
negociadora para el orden global o regional, esa proposición activa por
intervenir “desde el Sur” en el complejo mapa de los equilibrios
internacionales (lo que en algún momento motivó también la
caracterización del “subimperialismo brasileño”) se redefine hoy en día
como un retroceso. Como emblema de la regresión: la despreocupada
garantía que sea hace sobre el Amazonia.
Las nuevas dimensiones de la política exterior brasileña
La
política exterior y las posiciones de Brasil en el mundo se modificaron
fuertemente a partir del golpe parlamentario a Dilma Rousseff. Con
Temer se inicia otro período cualitativamente diferente en la dirección
de lo que algunos analistas denominan “post-diplomacia”. Está claro que
estamos ante un nuevo tiempo político, donde lo “externo” se convierte
en “interno”, esto es, las características de la política exterior pasan
ahora a estar a disposición del lenguaje circulante para su debate
mediático-social.
Allí estará Bolsonaro, entre otros, criticando
la “ideología” de la política exterior de los gobiernos del Partido dos
Trabalhadores con relación a Venezuela, a la participación del Banco de
los BRICS, el Programa de fortalecimiento de las industrias de Defensa, o
bien el Programa Médicos sin Fronteras. Cualquier iniciativa “externa”
es tildada de “ideológica” y se convierte en objeto de impugnación, aún
cuando vaya en contra de los propios intereses nacionales –como el caso
del intercambio comercial con Venezuela, que para Brasil significaba un
superávit de más de 5000 millones de dólares, y así y todo era
discursivamente presentado como una concesión al “chavismo”-. La
política externa “petista” pasó a ser mediáticamente banalizada para
emprender, con José Serra y Aloysio. Nunes (los cancilleres de Temer,
provenientes ambos del PSDB) un giro inaudito en la materia.
Con
Temer, Brasil se unió a la Alianza del Pacífico y al Grupo de Lima
contra Venezuela; decidió retirarse de UNASUR (cuya creación promovió,
sobre todo el Consejo de Defensa, foro exclusivamente sudamericano
pensado para la resolución de divergencias entre los estados y para la
cooperación en la materia, como el proyecto del avión de transporte KC
390), privilegiando a la OEA. Promovió la venta de Embraer a Boeing, el
fin del monopolio de Petrobras en los campos de Pre-Sal, y se redujeron
los recursos para programas estratégicos militares (cibernética,
espacial y nuclear). Respecto del Mercosur desestimó la importancia que
con Lula se le había dado al Fondo de Convergencia Estructural del
Mercosur (FOCEM), impulsando la salida de Venezuela. En el período, se
estrechan las relaciones con EE. UU.; tal como lo han evidenciado varios
documentos y análisis específicos, sea por la vía de la colaboración
explícita, la presión judicial internacional o la interferencia (legal e
ilegal) en asuntos internos del país, lo cierto es que EE. UU. asume
una presencia que pocas veces había logrado (tan sólo comparable con el
período preparatorio y postgolpe militar de abril de 1964, y ciertos
momentos de los gobiernos de Fernando Collor de Mello y Cardoso). En
este período del Gobierno de M. Temer, el paso siguiente a la
estigmatización y crítica de la política exterior “lulista” fue la
anulación de cualquier orientación “autonómica” para los asuntos
externos, quedando a merced de la promoción de los intereses
estadounidenses. En este contexto, la misma polarización de la campaña
presidencial del 2018 tendrá a uno de los candidatos, Bolsonaro,
reafirmando este carácter “pro-EE. UU.” de los nuevos tiempos.
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Con
Bolsonaro en el Gobierno, Brasil se ha convertido en un aliado
extra-OTAN, miembro de la OCDE y sus militares se han integrado –entrega
formal de actuación sobre la base de Alcántara mediante- al Comando
Sur. Más allá de haber instigado un choque con Venezuela, reconociendo a
Juan Guaidó y contribuyendo a la desestabilización interna del país
vecino, Bolsonaro ha generado varias situaciones tensas con algunos
países en particular: con China, en varias ocasiones –antes y durante la
pandemia-, con Francia por los incendios de la Amazonia, con Alemania,
con varios países de Medio Oriente (especialmente Egipto) a propósito de
la idea de trasladar la sede diplomática brasileña a Jerusalén (para
congraciarse con Trump), con Argentina -por sus dichos sobre el
presidente Alberto Fernández-, entre otras rispideces o frases
inoportunas. En casi todos los casos, fue la consecuencia de un
alineamiento estricto a las posiciones internacionales de EE. UU.,
utilizando (el canciller Araujo o el propio Bolsonaro) los mismos
argumentos de Trump de “climatismo”, “globalismo” o “marxismo cultural”,
etc. para justificar sus posturas. Como circunstancia que excede a su
gestión, en junio del 2019 se terminó un acuerdo con la UE: reducción de
tarifas de importación de autos y autopiezas, ropas, textiles, bebidas y
chocolates, y una cláusula con referencia a la preservación de la
Amazonia en relación con el “Acuerdo de Paris”, y algunos detalles para
el Mercosur. Sin embargo, más allá de las posiciones y los acuerdos
firmados durante el 2019 y durante la pandemia, lo que hay que tener en
cuenta es la dinámica postdiplomática que intenta imponer el
Gobierno actual: con nuevos actores, no siempre autorizados para la
tarea, se ha fragmentado y dispersado el manejo diplomático de las
cuestiones externas, licuando la consistencia de un proyecto “de adentro
hacia afuera”.
La política exterior y la geopolítica latinoamericana
La imagen internacional de Brasil está en uno de sus peores momentos, inducida en cierta medida por esa coordinación postdiplomática
de los asuntos externos: Amazonia, pandemia o derechos humanos y
civiles. Es sólo enfocar sobre los personajes que están a cargo que la
imagen se oscurece aún más: como la confesión (pública) del ministro de
Medio Ambiente, Ricardo Salles, que insinuó lo beneficioso que resulta
la pandemia para poder (“aprovechando la distracción mediática”)
desregular ambientalmente la Amazonia. Más allá de que el presupuesto de
Itamaraty continua en el mismo nivel que en el segundo Gobierno de Lula
(el momento más intenso de esa tradición diplomática brasileña
referida), el protagonismo de la Institución se ha reducido
notablemente. Ya no comporta la misma función mediadora entre Estado,
elites y proyectos políticos.
Ahora hay una multiplicación de
voces y actuaciones que se hacen cargo de la política exterior y que
asumen su participación como central para una protagonismo en la
materia: i) un primer grupo, más “ideológico” -y fuertemente pro EE.
UU.-, compuesto por el presidente, el canciller, el presidente de la
Comisión de Relaciones Exteriores de Diputados (Eduardo Bolsonaro), el
exministro de Educación (Abraham Weintraub), el asesor Olavo de Carvalho
y otros mediadores socioculturales (redes sociales y otros dispositivos
comunicacionales); ii) un segundo grupo, más “institucionalista”, que
aglutinaría a algunos miembros de la Corte Suprema como Gilmar Mendes o
Luis Barroso (muy activos a propósito de la situación respecto de
Venezuela), el presidente de la Cámara de Diputados (Rodrigo Maia) y el
propio vicepresidente Hamilton Mourao, según el tema en cuestión; iii)
un tercer grupo – a su vez dividido en subgrupos, según las regiones-
conformado en la actual pandemia, el de los gobernadores, que han dado
sus puntos de vista respecto de líneas sanitarias a seguir, las alianzas
internacionales a emprender, y han establecido contactos con otros
países, por fuera de la indicación federal; por ejemplo, para la compra y
provisión de insumos sanitarios; iv) los militares “generales”, que no
siempre encuentran la misma posición que Bolsonaro sobre los temas de
injerencia y/o cooperación internacional; v) finalmente, la posición
menos geopolíticamente tensa con China y más “comercial” de la ministra
de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento (Teresa Cristina),
representante de los intereses del agronegocio encargados de cerrar la
balanza comercial del país y actor económico de relevancia; junto con
otros sectores económicos, como los bancos, tratan de imponer cierto
“pragmatismo” a las definiciones en materia de política exterior,
sumando a veces a los grupos b) y d) para su causa.
Así, sobre
todo entre “ideológicos” y “pragmáticos” es que discurre la regresión en
curso en política exterior. Más allá de si Brasil prohibirá o no a
Huawei y el 5G en el país, si consolidará el mercado cárnico musulmán de
Medio Oriente o si se aproximará a sus vecinos del Cono Sur, este “coro
de voces” o dinámica postdiplomática está conciliando de un
modo muy defectuoso el pretendido alineamiento geopolítico unilateral
con EE. UU. (quizás también como efecto que desde 2009 China es el
principal socio comercial brasileño, con saldo positivo para el país).
El dilema externo manifiesta el interno: es la ausencia de un proyecto
de adentro lo que se proyecta hacia afuera.
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