La
proliferación de “filántropos” con enorme poder político es una de las
muchas manifestaciones del neoliberalismo terminal, del fin del proyecto
para llevar todo el poder a una diminuta élite.
Sociedades
enteras son arrojadas a la austeridad, mientras banqueros
asquerosamente ricos se frotan las manos; luego, cuando los ciudadanos y
gobiernos de esas sociedades no pueden solventar más que lo
indispensable, hace su entrada esta aberración, el beneficiario supremo
de la desigualdad, el “filántropo” capitalista, que oculta su dinero en
paraísos fiscales pero hace caridad.
De pronto, los
derechos humanos, la cultura y la investigación académica –y luego,
hasta el periodismo–, pasan a ser financiados por unos cuantos tipos del
primer mundo que hicieron muchísimo dinero mediante prácticas
monopolísticas, como Bill Gates, o especulando contra la moneda de una
nación, como George Soros durante el “Miércoles Negro” británico. Ellos,
es decir, los mencionados y el resto de su pequeño club de entrometidos
internacionales y sus cientos de fundaciones, se dedican a comprar
poder político con donaciones.
¿O deberíamos pensar que la
caridad no condiciona –y en muchos casos, hasta dirige– el trabajo del
receptor? Puede que estemos locos. Por suerte, de vez en cuando ciertas
realidades se cuelan entre la propaganda para darnos la razón. Aunque se
sabe de la desmedida influencia de la Fundación Bill & Melinda
Gates desde hace décadas, no es un tema que se ventile en la prensa
tradicional, por lo que cunde la ignorancia al respecto. Los Gates no
solo ostentan un gran poder sobre importantes organizaciones
internacionales, como la Organización Mundial de la Salud –de la cual
son sus máximos mecenas–, sino también sobre las entidades que podrían
vigilar esa influencia o, eventualmente, denunciarla.
¿Y
por qué habrían de denunciarla? Porque tal como se informó en esta
columna (El tramposo Bill Gates, 01/05/20), los conflictos de intereses
alrededor de la fundación Gates, la organización caritativa privada más
grande del mundo, son abiertos y escandalosos.
En un
artículo publicado en The Nation (17/03/20), el periodista Tim Schwab
cuenta que la idea de Gates, al poner su fundación, era “conectar la
promesa de la filantropía con el poder de la empresa privada”, una idea
sospechosa, pues sabemos que para la corporación la filantropía no es
más que relaciones públicas. La investigación que hizo Schwab halló que
casi $2 mil millones en donaciones caritativas hechas por la fundación
Bill & Melinda Gates, a lo largo de varios años, fueron a parar
directamente a corporaciones multimillonarias, como la IBM, Unilever,
GlaxoSmithKline, la NBC y Universal Media. Y esa es solo la punta del
iceberg.
La trampa está en darle la “donación” a una gran
corporación, que luego le presta un “servicio” a algún país del tercer
mundo. En el ejemplo citado en nuestra columna pasada, $19 millones
fueron “donados” por la fundación Gates a una filial de Mastercard en
Kenia, en 2014, con el fin de que –con mucha caridad– provea el
“servicio” de: “incrementar el uso de productos digitales financieros
para adultos pobres”, todo esto según The Nation. Y ahí no termina la
cosa: la fundación Gates tiene inversiones en Berkshire Hathaway (el
fondo de inversiones del multimillonario Warren Buffett), que maneja
acciones de Mastercard.
En esa línea, Schwab encontró
decenas en millones en “donaciones” a compañías en las que la misma
Fundación Gates posee acciones. Muchas de ellas son farmacéuticas –como
Merck, Novartis, Sanofi o Teva–, el tipo de compañía mejor posicionada
para ganar de su (innegable) influencia mundial en la política sanitaria
de muchos países. Pero eso es lo que informamos hace ya varios meses.
Remitiéndonos
al título de este artículo, ahora Schwab, continuando con su
indagación, ha destapado para el Columbia Journalism Review (CJR) –nada
que se pueda tachar de “fake news”– que Gates también tiene su dinero
depositado en importantes nombres de la prensa mundial. Ellos nos venden
la supuesta filantropía del multimillonario, junto con sus proyectos
farmacéutico-filantrópicos.
Este reciente destape
(21/08/20) reveló que Gates ha donado más de 250 millones de dólares a
la BBC, Al Jazeera, Pro Publica, National Journal, The Guardian,
Univisión, Medium, Financial Times, The Atlantic, Texas Tribune,
Gannett, Washington Monthly y Le Monde, entre varios otros, incluyendo a
institutos y centros para periodistas como el Pulitzer Center. Como
explica el CJR, muchos receptores de donaciones incluso reparten el
dinero entre otras organizaciones más pequeñas, “por lo que es difícil
observar el cuadro completo”.
La fundación incluso corrió
con parte del financiamiento de un reporte del Instituto Americano de
Prensa que fue utilizado para –¿está listo?– “desarrollar pautas sobre
cómo las salas de redacción pueden mantener la independencia editorial
con respecto a sus financiadores filántropos”.
El
conflicto de intereses llega también a los “fact checkers”
(verificadores de datos), como Politifact, también receptor de las
donaciones de la fundación de Gates. Esta y otras plataformas de
verificación suelen defender al multimillonario de “teorías de
conspiración” y “desinformación”, comenta Schwab: “como la idea de que
(su) fundación tiene inversiones en compañías desarrollando vacunas y
terapias para el Covid”.
De hecho, el mismo sitio web de
la fundación “y sus formularios de impuestos recientes”, explica el
investigador, “muestran claramente inversiones en tales compañías,
incluyendo a Gilead y a CureVac”.
Con ese poder para guiar
la narrativa con respecto a su obra “caritativa”, Gates intenta darle
forma al discurso público, dice también Schwab, sobre todo en cuanto a
“la salud global… la educación y la agricultura”. La imagen de Gates en
los medios viene “filtrada” por la perspectiva de académicos, oenegés y
think-tanks, “que él mismo financia”.
No caigamos en el juego obvio de la censura
Cuando
la prensa tradicional construye muñecos de paja –como cuando cita al
“conspiranoico” y sus creencias de que Bill Gates “quiere dominar el
mundo” o “ponerte un chip”–, lo que consigue es silenciar todo el asunto
llevándolo al extremo de lo ridículo, a la caricatura. Así, los
financiados por Gates evitan indagar en todo lo que la desmedida
influencia de su patrón –totalmente real– podría significar para el
mundo. Luego, el resto la prensa repite el consenso de esos bien
aceitados medios, de primer orden en la agenda informativa
internacional.
La otra “herramienta” de censura de
reciente fabricación es el concepto de “fake news”. Por supuesto, con
eso no queremos decir que no haya propaganda –que es mucho más que
“noticias falsas”–, o que no sea importante denunciarla. Es justamente
lo que hacemos. El espurio término “fake news” es una reducción inútil
de la práctica propagandística y, como tal, confunde más de lo que
aclara.
Como hemos señalado con anterioridad, la
información importa para el propagandista en función del efecto que
puede lograr con ella, no en función de su veracidad o falsedad. La
mejor propaganda no es la que se inventa realidades o sucesos, sino la
que logra interpretarlos convenientemente para un determinado público.
Desde
fines de 2016, la justificación de las “fake news” se usa para
desmonetizar y censurar páginas web por docenas y hasta cientos. Entre
los censurados y degradados (por las redes sociales y buscadores como
Google, respectivamente), suelen caer sitios que efectivamente difunden
bulos –la mayoría leídos por fanáticos políticos que desean esa
propaganda–, pero también muchas páginas que denuncian el imperialismo
occidental, sus múltiples y sangrientas agresiones bélicas, los extensos
crímenes de la banca y las corporaciones, su captura del poder político
y, en suma, todo lo que podría caracterizarse como “antiestablishment”.
Así
lo vienen denunciando no solo los afectados –como el World Socialist
Web Site, que vio su audiencia seria e injustamente reducida gracias a
medidas implementadas a raíz de las “fake news”– sino también el grueso
del periodismo alternativo en inglés y muchos otros periodistas de
medios más cercanos al “mainstream”.
En el sector
académico, por su parte, los investigadores Emil Marmol y Lee Mager, de
la Universidad de Toronto y el London School of Economics,
respectivamente, publicaron recientemente el ensayo: “‘Noticias falsas’:
el caballo de Troya para silenciar las noticias alternativas y
restablecer el dominio de las noticias corporativas” (Project Censored,
2020. Una versión en castellano se encuentra en: wsws.org).
En
el artículo, estos autores desmienten “Russiagate”, la teoría de
conspiración (ampliamente creída) que dice que Vladimir Putin habría
puesto a Donald Trump en la Casa Blanca, y explican su uso como
justificación para la censura. La farsa no fue más que otra operación de
propaganda de la inteligencia norteamericana, que partió del “Steele
Dossier”, un compendio de rumores redactado por un exespía británico.
La
censura se practica a través de listas negras redactadas por
instituciones como el Poynter Institute for Journalism, financiado por
los filántropos mencionados más arriba y por el gobierno de Estados
Unidos a través de la National Endowment for Democracy. Poynter redactó
una lista negra de sitios web “poco confiables”, con la intención de
indicarle a los anunciantes qué medios digitales no debían financiar con
su publicidad.
La listita no duró ni una semana, pues
tuvo que ser vergonzosamente retractada. Las críticas sobre su pobre
metodología y las quejas sustentadas de varios afectados llevaron a la
organización a disculparse por la patinada. “Qué desagradable ejercicio
de mala fe… de una organización que, se supone, debería mejorar y
promover el periodismo”, comentó el editor de un medio conservador
listado.
-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 11 de septiembre de 2020
https://www.alainet.org/es/articulo/208880
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