En un discurso en el National Archives Museum, el presidente Donald Trump propuso la creación de la Comisión 1776 para crear un programa de educación más “pro-estadounidense” al tiempo que advertía de “un movimiento radical” que ha surgido de “décadas de indoctrinación izquierdista en las escuelas y en las universidades” que hace que los estudiantes “sientan vergüenza por su propia historia”.
Algo así como que un presidente ruso o un canciller alemán reclame que los jóvenes de su país no se avergüencen de los crímenes de su historia. Claro que aquí hay otra trampa lingüística que decide el marco del debate. No son “los crímenes de su propia historia” sino “los crímenes de la historia de su país”. De hecho, no somos responsables por las matanzas de indios, de negros, de mexicanos y de los habitantes de todos aquellos países tropicales donde la “raza superior” (sic) desembarcó con sus marines para imponer sangrientas dictaduras en nombre de la libertad. La estrategia lingüística y simbólica de quienes se creen dueños de los países consiste en identificar sus ideas con toda una nación. Una parte de esta estratégica confusión radica en incluir a los ciudadanos de hoy en ese “we” (nosotros) cuando se habla de una intervención que ocurrió hace cien años en Filipinas o unos años atrás en Afganistán sin siquiera haber participado en la decisión de las ejecuciones y los bombardeos. No somos responsables de algo que nunca aprobamos; somos responsables de nuestra respuesta ante las peores verdades del pasado y del presente. Pero esa es la trampa: si los ciudadanos se sienten responsables de algo que no cometieron, la mayoría lo defenderá a muerte y la historia se repetirá. No por casualidad, el ardiente debate en Estados Unidos continúa estancado en la Guerra Civil de 1861.
Los llamados a controlar la libertad académica son viejos. Una década atrás, los senadores conservadores de los estados del sur, partidarios de la Teoría de la Creación en siete días, como forma de “balancear” el creciente dominio de la Teoría de la Evolución quisieron obligar a las universidades a enseñar “hechos, no teorías”. En sólo tres palabras demostraron el grado de brutalidad intelectual al que suelen llegar los hombres en el poder. Luego hubo otras propuestas para “balancear” la cantidad de profesores liberales (de izquierda) con los profesores conservadores (de derecha).
Naturalmente, este es un lugar común de aquellos que se llenan la boca con la democracia y la libertad, pero odian la democracia y la libertad cuando son reclamadas por otros. El modelo del presidente Trump es el presidente Andrew Jackson (“el hombre menos preparado que he conocido en mi vida, sin ningún respeto por alguna ley o por la constitución”, según Thomas Jefferson). Jackson, conocido como Mata Indios, fue célebre por robarle los territorios a las naciones indígenas para expandir la esclavitud hacia el oeste y entregarle las nuevas tierras a sus granjeros blancos, que eran, según él, “los verdaderos amigos de la libertad”.
Por las mismas razones y por la misma cultura, quienes ahora se quejan de la “indoctrinación de la izquierda” en las escuelas y las universidades nunca vieron nada de malo en la indoctrinación sistemática de la derecha que logró imponer falsedades y mitos históricos, como el Destino manifiesto, que persisten luego de años, décadas y siglos.
En algo tienen razón. El número de profesores progresistas en las universidades, en casi todo el mundo, es claramente superior al de profesores conservadores. Pero lo mismo ocurre en el ámbito cultural fuera de las universidades. Esto no es difícil de explicar. Desde el Renacimiento, los intelectuales comenzaron a oponerse y a criticar al poder. Cuando veas a la gente de la cultura de un lado del espectro ideológico o político, mira hacia el otro para saber dónde está el poder social, aquellos que manejan los capitales, los grandes medios y los ejércitos; aquellos que tienen el poder de contratar y despedir a miles de trabajadores a su antojo.
Aparte, hay otras razones más obvias. Quienes aman el dinero no tienen a pobres fracasados como Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Charles Bukowski como modelos. Los genios no son influencers en un mundo de valores impuestos por la ideología del capital y de la cantidad de cualquier cosa (subscribers, Lamborghinis). Si alguien ama el lujo y le gusta presumir de su bonitas tetas en una playa de Miami o desde su lujoso apartamento de Punta del Este, seguramente no se dedicará diez horas al día a estudiar la Teoría estadística. Si alguien sueña con los autos caros o con el poder que emana de una espaciosa oficina ejecutiva, seguramente no se dedicará a la docencia. Si alguien ama el dinero, el prestigio político y social que emana de él y la sonrisa de jovencitas que buscan trabajo para sobrevivir, difícilmente se dedicará a escribir una novela, una investigación sobre la historia de Guatemala o un artículo sobre la dinámica de los fluidos.
Luego, a la modesta búsqueda de las verdades inconvenientes llaman “propaganda de la izquierda” o “indoctrinación marxista”. La propaganda de la derecha es tan abrumadora que no se ve, como no se ve el aire. Nada o poco se dice de las multimillonarias inversiones en publicidad y en noticias falsas que los lobbies y las compañías invierten, por ejemplo, para propagar teorías y rumores sin base científica, para negar el cambio climático o para destrozar programas de salud públicos.
La demonización de los críticos es parte de la estrategia propagandística de los dueños del poder y del dinero, algo que quedó demostrado muchas veces, por ejemplo, por la Comisión Church del Senado de Estados Unidos en los años 70: la CIA invirtió cifras millonarias en organizar “protestas populares” y en plantar artículos en los diarios de Estados Unidos y de América Latina para influir en las opinión pública. Gracias a esta ingeniería, millones de personas libres continúan repitiendo, con fanatismo, ideas diseñadas por la Agencia décadas atrás. Esta multimillonaria inversión en los medios y en la cultura con propósitos políticos e ideológicos continua, aunque generando menos documentos secretos y con mucho más millones de dólares que antes.
Hace pocos días, estudiando la Guerra hispano-estadounidense, comencé por preguntarle a mis estudiantes qué sabían de esta guerra y (asumo total honestidad de su parte) me respondieron, como única respuesta, que todo había comenzado con el hundimiento del USS Maine en La Habana en 1898 por parte de los españoles. Este mito (en flagrante contradicción con los reportes de los mismos sobrevivientes, descartado por diferentes investigaciones y pese al reconocimiento de que todo fue una fabricación del New York Journal y del New York Post para vender más diarios) continúa vivo. El mito patriótico es más real que la realidad y la verdad es antipatriótica.
Esos mismos señores y señoras, que aman tanto el poder y el dinero y suelen estar en contra de la intervención del gobierno (del Estado) en la vida pública, son los primeros en meter al gobierno para regular todas aquellas verdades que no les conviene, interviniendo en la educación y en cualquier investigación libre e independiente. A esta independencia, el presidente llamó “abuso infantil”. En las universidades trabajamos con jóvenes adultos y a eso le llaman indoctrinación. En las sectas y en las iglesias de todo tipo trabajan con niños inocentes y a nadie se les ocurre intervenir ante ese tipo de indoctrinación y menos llamarlo “abuso infantil”.
La sola idea de que un presidente se crea con la potestad de establecer qué deben enseñar las escuelas y qué deben investigar los profesores en las universidades es primitiva y fascista. ¿Es la mentira o son las verdades controladas más patrióticas que la verdad cruda? ¿No será que hay algo de libertad en la verdad, por horrible que sea, y es esto lo que tanto preocupa al poder?
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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