Los juegos políticos en época de crisis ponen en riesgo la vida de millones de personas.
Que nos vamos a contagiar, parece ser un hecho ineludible. Que
algunos vamos a morir, también. De hecho, estamos presenciando en
primera fila un suceso capaz de poner en jaque no solo nuestra capacidad
de supervivencia, sino también –y muy importante- nuestra sensibilidad
humana, nuestro sentido comunitario y nuestra forma de afrontar la
incertidumbre con respecto al futuro, algo tan ajeno a nuestras
expectativas. La pandemia que ha paralizado al mundo revela las
falencias con relación a la capacidad de la ciencia y la medicina -cuyos
avances no parecen suficientes ante el ataque de un virus desconocido-,
sino también la falta de certeza sobre los mecanismos detrás de
decisiones trascendentales de las cuales depende la vida humana.
Los sistemas que han regido nuestros países durante más de un siglo
–y sus estructuras de base con un claro carácter colonialista- se
distinguen por la concentración del poder y las restricciones de acceso a
la educación para las grandes mayorías, con el propósito de blindar ese
poder y mantener a raya cualquier intento de democratización y
participación popular en los ámbitos políticos. El neoliberalismo llevó
el sistema al extremo, consolidando sus estructuras al impedir el
desarrollo económico de las capas más necesitadas y convirtiéndolas en
un vivero de mano de obra básica sin oportunidades de progreso, pero muy
necesario para asegurarse el incremento de su riqueza.
Los gobernantes puestos en el poder por las élites, por lo tanto,
responden a consignas dictadas por los intereses corporativos y toman
decisiones consensuadas con sus patrocinadores. Este es el escenario en
plena pandemia: políticos ajenos al bien común con el poder de decidir
sobre la vida de millones de seres humanos, todo ello con base en la
preeminencia del sistema económico. Para esta cúpula, el Covid19 ha sido
la panacea. Se acallaron las protestas, se impuso el miedo y el flujo
de los recursos para atender la crisis sanitaria se modera de acuerdo
con estrategias diseñadas a puerta cerrada.
En síntesis, la vida de los pueblos del tercer mundo –y también de
los primeros, según se puede observar- se encuentra atada a decisiones
divorciadas del más básico concepto humanitario, dependiente de cuánto
se podrá evitar la reducción de los grandes capitales aun cuando para
ello deba ponerse en riesgo la vida de los trabajadores. Como música de
fondo, se utiliza el ámbito mediático y el universo virtual para
confundir conceptos, divulgar información inexacta, incitar al rechazo
de grupos vulnerables y plantear escenarios de terror cuyo impacto
provoca una conveniente parálisis social.
Las relaciones indecentes entre capital y política nunca habían sido
tan puestas en evidencia como en este paréntesis, cuyos límites y
extensión son todavía una incógnita. En esta emergencia sanitaria de
proporciones globales, la destrucción de la infraestructura estatal -con
todo lo que ello implica- programada y perpetrada a espaldas de los
pueblos, constituye la prueba palpable de que el sistema político y
económico predominante es, más que una estrategia capitalista, un
auténtico suicidio y sobre todo una amenaza a las posibilidades de
desarrollo de nuestros países.
En estos días ha quedado a la vista el esqueleto endeble de un
sistema depredador, cuyas falacias caen por su peso ante la evidencia
palpable de su incapacidad de respuesta a una crisis humanitaria. El
mundo tiene que cambiar, pero también nuestra percepción de la realidad.
Esta pandemia parece ser parte de una guerra y, nosotros, simple carne
de cañón.
El debilitamiento de los Estados ha probado ser un auténtico suicidio.
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