Por
Fuentes: Rebelión
El otro día, uno de tantos que se amontonan en este encierro que
llaman cuarentena, mi madre me dijo, con un tono melancólico: «Siento
que habrá un antes y un después del coronavirus, siento que ya nada va a
ser igual». Como ella, sé que muchos padecen el encierro del «quédate
en casa»; sin embargo, hay razón en sus palabras, porque en efecto,
parece que este es el parte aguas para acostumbrarnos a la nueva forma
vivir en un futuro próximo.
En este distanciamiento social forzado, repleto de miedo e
incertidumbre, resaltan dinámicas que poco a poco se iban adueñado de
nuestro entrono, pero no queríamos prestar mucha atención. Un día llegó
el coronavirus y de pronto ya todos estábamos haciendo
videoconferencias en línea, dando o tomando clases por Internet,
jugando videojuegos contra alguien que no conocemos, trabajando desde
casa, pidiendo comida a través de aplicaciones, mostrándole al mundo
nuestra personalidad a través de videos y fotografías.
Y claro, es algo que ya sucedía desde el surgimiento de las redes
sociales, pero resulta intrigante, si a caso preocupante, que ante una
pandemia como la que estamos enfrentando, ciertos poderes, ya sean
empresariales o gubernamentales, tengan certeza de lo sencillo que es
frenar el mundo, segregarnos, atomizarnos, hacer que sólo nos
comuniquemos por las pantallas.
Es imposible no pensar en uno de los escritores más prolijos y
visionarios del Siglo XX: Isaac Asimov, cuyas novelas nos muestran casi
que el futuro al que nos dirigimos pero que nadie quiere aceptar.
Mundos de comida sintética, máquinas por encima de los seres humanos,
dispersión social voluntaria, agorafobia y miedo a la intemperie.
En su novela «Bóvedas de acero», que transcurre en el futuro Siglo
XLVII (47), Asimov cuenta cómo las sociedades viven en ciudades techadas
por completo, con transportes mecanizados y lejos de los peligros que
puede significar la naturaleza… un virus, por ejemplo. Es hermoso cómo
el autor llama «medievalistas» a quienes en esa distopía se atreven a
usar anteojos o tienen alguna ventana que da al exterior. Precisamente,
pese a ser una historia policíaca, el argumento presenta la lucha del
humano contra la máquina y los avances tecnológicos.
Al ver nuestra realidad ante el coronavirus, es inevitable pensar en
«El sol desnudo», continuación de «Bóvedas de acero», secuela donde el
personaje principal, Elijah Baley, viaja al planeta Solaria para
investigar el asesinato de Rikaine Delmarre. En dicho planeta, de
apenas 20 mil habitantes, todos viven a kilómetros de distancia entre
sí: no se tocan, no se sienten, no se miran más que a través de
hologramas… Algo así como las videoconferencias que hacemos ahora que
estamos encerrados.
La segregación es tan grande en Solaria, que los humanos que ahí
habitan sienten cierta repulsión por el contacto con otra persona, lo
que provoca en la trama que la protagonista femenina, Gladia, se enamore
de un robot. Como Elijah Baley viaja a dicho planeta desde la Tierra,
a los habitantes incluso les inquieta la posibilidad de que, junto a
él, viaje alguna enfermedad extraña que pueda contaminar su entorno.
Asimismo, en Solaria se mantiene el equilibrio numérico de la
población al generar a los seres humanos en granjas, donde los fetólogos
procuran su desarrollo. Es decir, es un planeta donde todo se tiene
controlado.
Y claro, para quienes no gustan de la ciencia ficción,
estos postulados suenan desquiciados, pero un día llegó una pandemia al
mundo y puso de cabeza nuestra cotidianidad, al grado que de pronto
no se mira muy lejano el vivir en una de las fantasías que se le
ocurrieron a Isaac Asimov.
Pensemos ahora en las implicaciones. En 2019, Ecuador, Chile,
Bolivia, Colombia, fueron escenarios de múltiples manifestaciones contra
lo que llamamos neoliberalismo; es decir, la gente, que por millones
salió a las calles, mostró su hartazgo ante la clase política
tecnócrata, las grandes corporaciones, la destrucción del mundo, el
medio ambiente y la violación a los derechos laborales, sociales y
humanos. En México, también fuertes fueron los reclamos de mujeres en
las calles, cansadas de los feminicidios, los abusos y la desigualdad
en el país.
Y en contraste a ese año tan álgido, hoy, las grandes plazas del
mundo se encuentran desiertas. Ante la emergencia sanitaria por el
Covid-19, todos nos metimos a nuestras casas, a las bóvedas de acero,
sin poner mucha resistencia, porque el enemigo no es un policía al que
podamos enfrentar a muerte defendiendo nuestros ideales, sino que se
trata de un ente microscópico que atisba los miedos más grandes del ser
humano: batallar contra lo que no puede ver.
Por eso, sentado en la cocina, viendo el rostro melancólico de mi
madre, se sienten unos como piquetes en el pecho, porque en efecto,
quizás nos tocó vivir la transición a un mundo de segregación social y
comunicación preponderante por medios digitales. Lo decía bien el
sociólogo canadiense Marshall McLuhan, por ahí de los años sesentas el
Siglo pasado: un día viviremos en una aldea global, donde todos
llegaremos a conocernos, y en efecto esas son hoy las redes sociales
del Internet.
Sin embargo, no sobrevaloremos esta nueva etapa de la interacción
humana, porque, diría el sociólogo polaco Zygmunt Bauman: nuestras
relaciones se hacen cada vez más líquidas, es decir, si no nos tocamos,
si no nos vemos, si no nos sentimos, cada día nos importaremos menos,
incluso podríamos experimentar repulsión al tener contacto con otra
persona, como en Solaria.
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