Por
Fuentes: Rebelión
Quería que su obra fuese alimento de los pueblos y un
estímulo para movilizarse y luchar y no un material bibliográfico para
cursos de posgrado de historia latinoamericana. Intrigado, más de una
vez le pregunté como hacía para escribir cosas tan bellas, profundas y
sencillas. Su respuesta me asombró: “a veces me paso una noche en vela
buscando una palabra, la palabra precisa”.
Recuerdo como si fuera hoy aquel fatídico 13 de Abril del 2015,
cuando me llegó la noticia del deceso de Eduardo Galeano. Lo único que
atiné hacer fue buscar sus libros en mi biblioteca y sentirme una vez
más en su compañía y deleitándome con su lectura. Eduardo fue no sólo un
crítico incisivo y mordaz del capitalismo y un hombre comprometido con
la revolución latinoamericana sino también un pensador a la vez original
y profundo, combinación bastante inusual. La tragedia de algunos
intelectuales que se jactan de su originalidad –materia inevitablemente
polémica porque, como dijo Alfred North
Whitehead, “toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de
página de la filosofía de Platón”- es que rara vez su pensamiento
trasciende el espectral mundo de las apariencias. Son originales pero en
la producción de trivialidades, consumados maestros en el arte de la
prestidigitación de la palabra. Toda generalización es injusta pero
tengo para mí la convicción de que gran parte del llamado “pensamiento
posmoderno” (si es que tal cosa no fuese un oxímoron) encaja en esta
descripción. Con la exuberancia de sus malabarismos verbales los
posmodernos cumplen -creo que en muchos casos sin saberlo- una
importante función conservadora al estimular y justificar el
eclecticismo, la resignación política y el conformismo. Otros son
profundos, pero no originales. Sus ideas medulares abrevan en algunas de
las más grandes cabezas de la historia de las ideas políticas y
sociales. El precio de esa profundidad tomada de prestado -y sin que
siempre se reconozca la deuda con el verdadero creador- es lo que
Gramsci llamaba «el doctrinarismo pedante»: el reemplazo del análisis
concreto de la realidad concreta por audaces plumazos de venerable
prosapia pero que nada explican y que mucho menos sirven para cambiar el
mundo. La profundidad de la obra interpretativa de Galeano tenía sus
raíces en la tradición marxista, pero enriquecida con su notable
erudición histórica y su excepcional conocimiento de primera mano de las
realidades de su tiempo.
Galeano, como todo grande de verdad,
era una persona humilde, sencilla, generosa. Dueño de un refinado
sentido del humor, signo inconfundible de la inteligencia. Todo
encuentro con él era un diálogo, jamás un monólogo, y sin lugar para la
tan común tendencia de algunos intelectuales a convertir a la historia
contemporánea en una simple anécdota emanada de sus dichos o escritos.
Pocas veces le escuché decir “yo”, siempre hablaba de los pueblos, los
pobres, los negros, las mujeres, los jóvenes, las comunidades
originarias de Nuestra América; en fin, de los oprimidos y explotados en
todas sus variantes. A estas virtudes, que lo convertían en un amigo
entrañable y un formidable interlocutor intelectual, se le agregaba su
capacidad para retratar los episodios más complicados de nuestra
historia con un lenguaje llano, terso, sin rebusques culteranos. Quería
que su obra fuese alimento de los pueblos y un estímulo para movilizarse
y luchar y no un material bibliográfico para cursos de posgrado de
historia latinoamericana. Intrigado, más de una vez le pregunté como
hacía para escribir cosas tan bellas, profundas y sencillas. Su
respuesta me asombró: “a veces me paso una noche en vela buscando una
palabra, la palabra precisa” (allí se me cruzó como un relámpago la
imagen de Silvio cantando Ojalá ) “que cierre con elegancia y
contundencia un argumento.” Lo miré sorprendido y agregó: “Además”, me
dijo mientras me apretaba con fuerza el antebrazo apoyado en la mesa del
Café Brasileiro, allá en la Ciudad Vieja de Montevideo, “la frase tiene
que sonar bien, tiene que tener una agradable musicalidad”. ¡Claro como
el agua! Escribir bien obliga a tener un cierto oído musical, para que
la palabra leída suene como una agradable melodía. ¡Chapeau Eduardo!
¡Qué lección! Te fuiste pero, como los grandes, seguís siendo
inagotable fuente de inspiración para los que aún estamos en este mundo
del capitalismo pandémico cuyos horrores y aberraciones sólo vos podrías
describir con la debida elocuencia. Como hiciste en Las Venas Abiertas de América Latina.
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