Arundhati Roy
¿Quién puede hoy usar el término
hacerse viralsin estremecerse un poco? ¿Quién puede ver cualquier cosa –la manija de una puerta, un recipiente de cartón, una bolsa de verduras– sin imaginarlo repleto de esas partículas que no pueden verse, que no están muertas, que no están vivas, salpicadas de ventosas en espera de adherirse a nuestro pulmones?
¿Quién puede pensar en besar a un desconocido, en subirse a un camión
o en enviar a su hijo a la escuela sin sentir un miedo real? ¿Quién
puede pensar en el placer común y corriente y no evaluar su riesgo?
¿Quién de nosotros no es un falso epidemiólogo, virólogo, estadista y
profeta? ¿Qué científico o doctor no está secretamente esperando un
milagro? ¿Qué sacerdote no está –al menos en secreto– sometiéndose a la
ciencia?
E incluso mientras el virus prolifera, ¿quién no podría estar
emocionado con el aumento del canto de pájaros en las ciudades, los
pavos reales en los cruces peatonales y el silencio en los cielos?
Esta semana [N de la T: La autora escribió el texto el 2 de abril],
el número de casos ya rebasó el millón. Más de 50 mil personas han
fallecido. Las proyecciones sugieren que ese número podría incrementarse
a cientos de miles, o quizá más. El virus se ha movido libremente por
los caminos del comercio y el capital internacional, y la terrible
enfermedad que ha traído consigo ha encerrado a los humanos en sus
países, sus ciudades y sus hogares.
Pero, a diferencia del flujo de capital, este virus busca la
proliferación, no las ganancias, y por ende, sin proponérselo, hasta
cierto punto, ha invertido el flujo. Se ha burlado de los controles
migratorios, la biometría, la vigilancia digital y todo tipo de análisis
de datos, y le ha pegado más duro –hasta ahora– a las naciones más
ricas y poderosas del mundo, frenando el motor del capitalismo.
Temporalmente, quizá, pero el tiempo suficiente como para que podamos
examinar sus partes, hacer una evaluación y decidir si queremos ayudar a
repararlo o buscar un mejor motor.
A los mandarines que manejan esta pandemia les gusta hablar de
guerra. Ni siquiera usan la guerra como una metáfora, la usan
literalmente. Pero, si fuera una guerra, ¿quién estaría mejor preparado
que Estados Unidos? Si no fueran mascarillas y guantes lo que sus
soldados en la primera línea de batalla necesitan, sino armas, bombas
inteligentes, destructores de búnkers, submarinos, aviones de combate y
bombas nucleares, ¿habría escasez?
Noche tras noche, desde el otro lado del mundo, algunos de nosotros
miramos las conferencias de prensa del gobernador de Nueva York con una
fascinación difícil de explicar. Seguimos las estadísticas, y escuchamos
las historias de los hospitales saturados en Estados Unidos, de las
enfermeras mal pagadas, con una carga excesiva de trabajo, teniendo que
hacer mascarillas con bolsas de basura y viejos impermeables,
arriesgando todo para ayudar a los enfermos. Escuchamos acerca de cómo
los estados se ven forzados a competir uno contra otro para conseguir
ventiladores, acerca de los dilemas de los doctores de a cuál paciente
darle uno y a cuál dejar morir. Y pensamos,
¡Dios mío! ¡Eso es Estados Unidos!
La tragedia es inmediata, real, épica, y se desenvuelve ante nuestros
ojos. Pero no es nuevo. Son los restos de un tren que iba
descontrolado, bamboleándose de un lado a otro sobre sus rieles, durante
años. ¿Quién no recuerda los videos de
pacientes que botaban, enfermos, aún en sus batas de hospital, con las nalgas al descubierto, subrepticiamente botados en las esquinas de las calles? Demasiadas veces les cerraron las puertas de los hospitales a los menos afortunados ciudadanos de Estados Unidos. Sin importar qué tan enfermos estaban o cuánto habían sufrido.
Al menos no importaba hasta ahora –porque hoy, en la era del virus,
la enfermedad de una persona pobre puede afectar la salud de una
sociedad próspera. Y, sin embargo, aún ahora, Bernie Sanders, el senador
que incansablemente ha hecho campaña por un sistema de salud para
todos, es considerado atípico hasta por su propio partido, en su carrera
por la Casa Blanca. [N de la T: Sanders abandonó su campaña el 8 de
abril.]
¿Qué es esto que nos ha pasado? Es un virus, sí. En sí mismo no tiene
una declaración moral. Pero definitivamente es más que un virus.
Algunos creen que es la manera en que Dios nos hace entrar en razón.
Otros, que es una conspiración china para dominar el mundo.
Lo que sea que es, el coronavirus ha puesto a los poderosos de
rodillas y ha fre-nado al mundo como nada más podría. Nuestras mentes
aún están dando vueltas sin parar, y anhelan el regreso a la
normalidad, intentan unir nuestro futuro con nuestro pasado y se rehúsan a reconocer la ruptura. Pero la ruptura existe. Y en medio de esta terrible desesperanza, se nos ofrece una oportunidad de repensar la máquina del fin del mundo que construimos para nosotros mismos. Nada podría ser peor que un regreso a la normalidad.
Históricamente, las pandemias han obligado a los seres humanos a
romper con el pasado e imaginar su mundo de nuevo. Esta no es diferente.
Es un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente.
Podemos optar por cruzarlo arrastrando tras nosotros las carcasas de
nuestro prejuicio y odio, nuestra avaricia, nues-tros bancos de datos e
ideas muertas, nuestros ríos muertos y cielos llenos de humo. O podemos
atravesarlo caminan-do ligeros, con escaso equipaje, listos para
imaginar otro mundo. Y listos para luchar por él.
Copyright Arundhati Roy 2020. Se reproduce con autorización de la
escritora. Esta es una versión corta del artículo, el cual se publica
completo en el portal digital de La Jornada.
La más reciente novela de la autora es The ministry of utmost happiness.
Traducción: Tania Molina Ramírez
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