Rolando Cordera Campos
Comentando algunas afirmaciones
del presidente López Obrador sobre su programa económico, en el sentido
de que respondían a un modelo distinto del neoliberal, externé mi
desconcierto porque la propuesta presidencial es contraccionista y
recuerda más que a Roosevelt, a H. Hoover. Ante esto, un querido colega
reviró sarcásticamente:
a lo mejor el Presidente piensa en un desarrollo sin crecimiento. No es la primera vez que escucho tal hipótesis, pero ésta me pareció contundente, independientemente de que choque con la evidencia económica; incluso, me atrevo a decir que es contraria a todo sentido común que pueda basarse en la experiencia histórica, universal y nacional.
De cualquier forma, de ser ésta la convicción del Presidente, hay que
confesar que estamos en problemas. Es decir, que hemos encallado en un
arrecife rocoso y alejado de cualquier playón de auxilio. Los más
avezados navegantes que nos quedan lo saben bien. Solos, aunque en la
misma barca.
En Estados Unidos, escriben Angus Deaton y Anne Case ( Deaths of Despair and the Future of Capitalism,
Princeton University Press, 2020), la esperanza de vida se reduce en
los americanos blancos y sin estudios de bachillerato, víctimas de la
desesperanza, al tiempo que su ira los lleva a elegir presidente al peor
de los prospectos y más acérrimo enemigo de una economía política
renovada, como la postuló y edificó Roosevelt y Obama la buscó. El
trabajo del premio Nobel de Economía y su coautora, nos reseña el New York Review of Books de marzo (pp. 28 y ss.), advierte de una enfermedad que podría ser más letal que la del Covid-19.
Observadas en sus posibles evoluciones, ambas configuran un camino
duro y sinuoso para lo que, de serlo, bien podría ser denominada la
Segunda Gran Recuperación de América, que podría llevarnos a los
mexicanos y al esquivo conjunto mesoamericano a otras plataformas de
producción y comercio propicias para un desarrollo robusto y creíble por
sus potencialidades redistributivas. Por lo pronto, en no pocos se
impone la desesperanza, aquí y no sólo arriba. No por el fin del
sueño americano, al que todo trabajador estadunidense creía tener derecho, sino por la obsolescencia precoz de un proyecto justiciero que a sí mismo se presenta como de
transformación.
Una de las vertientes de este desencanto se resume en el vocablo
desarrollo, que el Presidente quiere transformar y, en un descuido,
trastocar. Sin duda, el desarrollo reclama claridad de propósitos,
decisión y valentía. Casi siempre ha implicado ir contracorriente, sin
aceptar los temores reaccionarios de que todo cambio resulta ser, a la
postre, fútil cuando no contraproducente. Así lo estudió el sabio
Hirschman y así parece empeñada en mostrarlo, irónicamente, la historia
de los cambios
revolucionariosemprendidos por la señora Thatcher y el presidente Reagan y luego aclimatados por enjundiosas élites que veían en la globalización de mercado el camino más rápido a la democracia, la competencia y la eficiencia económica… Hasta la justicia social, como rezaba el verbo del presidente Salinas y su programa de Solidaridad.
Todo ha quedado arrasado por la decadencia de una híper globalización que del
fin de la historianos regresó a una necia constatación: ni el desarrollo es fruto de la fortuna, ni la democracia es fácil; como tampoco es lineal la historia.
Ha llegado el momento de reflexionar, propone Sergio García Ramírez ( El Universal, 23/4/20). Empecemos pues: no hay camino escrito, pero aquello de hacer camino al andar se muestra insuficiente, dada la complejidad imperante y la magnitud de esfuerzos y recursos necesarios para sobrevivir. Luego emprender una rejega recuperación y conservar lo que hemos hecho y vale la pena. No es esta historia para hombres solos, sino para voluntades unidas a partir del respeto del código democrático.
Sin negar el peligro y la angustia de esta hora, es vital e
indispensable meditar sobre lo andado y hecho y lo mucho errado. Como
quería Samuel Beckett, arriesgarse a actuar, sabiendo que fallaremos,
pero que lo que importa es volver a hacerlo para tratar de fallar mejor.
En ésas estamos.
Para alejar la desesperanza no hay mejor tónico que el diálogo:
admitir que los otros pueden tener algo de razón para la causa propia.
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