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domingo, 19 de abril de 2020

Pensar Nuestros miedos



En 1998, Norbert Lechner publicó un artículo (Nuestros miedos, Perfiles Latinoamericanos, diciembre 1998) para expresar su asombro frente a las estadísticas confeccionadas el año previo por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Durante la década de los 90, así fuera en la superficie, en Chile parecía que todo iba en marcha: aunque a pasos difíciles, la democracia se estaba reconstruyendo; la economía (al menos en las cifras macro) florecía; había empleo y cierta distribución del ingreso. Se empezaba a hablar del milagro chileno y franjas enteras de su sociedad política rebozaban de optimismo. Y, sin embargo, las encuestas personales realizadas casa por casa en los más disímbolos ámbitos sociales arrojaban un panorama distin-tinto. El resultado era, en cierta manera, el opuesto: en su vida cotidiana, la ma-yor parte de la gente padecía ciertos miedos. Miedo a perder el trabajo, mie-do a la exclusión, a no ingresar a la es-cuela deseada, miedo al otro (el vecino, el colega, el profesor, el jefe…), a la carencia de expectativas, al crimen organizado, a ver los hijos arrastrados por las drogas y un extraño miedo al sinsentido. De esa amplísima recaudación de impresiones personales, Lechner, siempre muy cauteloso, extrajo dos conclusiones: o bien la sociedad de mercado engendraba miedos colaterales o, lo más probable, su funcionamiento mismo se basaba en la producción subjetiva de miedo. Vivir bajo las condiciones de su lógica significaba arrastrar inevitablemente un miedo severo en las espaldas. Y al final se preguntaba de manera profética: ¿qué pasará cuando la gente se rebele contra sus miedos?
La reflexión de Lechner coincidía con otras lecturas de la época en general (Paul Virilio, Zygmunt Bauman, Francois Hartog, Ulrich Beck, Hartmut Rosa y tantos otros) que habían percibido una asombrosa inflexión en el horizonte de expectativas de las sociedades occidentales. Mientras que durante dos siglos la lógica de las sociedades modernas se había concebido instalada en los grandes relatos utópicos (tecnológicos, políticos y sociales), a partir de década de los 80 ese horizonte había sido desplazado por otro radicalmente distópico. Ya no gobernaría la esperanza de que un mundo mejor era posible, sino la convicción de que lo peor sólo estaba por venir. Holly-wood multiplicó los escenarios de la dis-topía: la catástrofe ecológica, los hackerso el desplome de la conectividad, el terrorismo, la invasión de clones y, por supuesto, el pánico a las pandemias y los ataques de los infectados, entre muchos otros. Visiones que contenían la idea de un futuro que debía admitir que el presente era el menor de los males.
Beck llegó a definir a esta nueva forma de subjetividad social como sociedades de riesgo, donde la vida transcurría ya no bajo los anhelos del cambio, sino en un simple sobrevivir frente a las amenazas de salir lastimado o siempre mal parado. Hartog confeccionó el concepto de presentismo para describir esa suerte de colapso del futuro e intrusión del pasado de tal manera que la vida transcurría navegando en un presente cada vez más elongado sin orientación precisa. Y, si embargo, todas estas visiones mantenían su lejana cercanía en la medida que no afectaban directamente las vicisitudes de las élites gobernantes.
Hasta que llegó el coronavirus. Un virus con una extraña particularidad: su contagio puede acontecer sin síntoma alguno. En principio, toda la población puede ser sospechosa de ser un portador que disemina el contagio en escala cada vez mayor. Una criatura invisible y mortal. Frente al pánico, los epidemiólogos oficiales recetaron el autoconfinamiento. Evitar, cuando no prohibir, los contactos entre las personas.
Los estados nacionales hicieron suya esta tarea de una manera muy particular. Finalmente se les presentaba la oportunidad de un dispositivo de control casi perfecto: el miedo de todos a encontrar la muerte a la vuelta de la esquina. Un tipo de miedo sin precedente alguno, salvo en la novela de Stephan King Apocalipsis.
Durante semanas, el sistema salud/enfermedad/contagio se ha apoderado de toda la subjetividad global, haciendo a un lado todos los misteriosos mecanismos en que ha dado paso a la generación de una nueva forma de vida: aquella que convierte al otro en una inevitable amenaza, en una sospecha sin reposo. Incluso a los médicos, enfermeras y camilleros, los héroes de este colapso, a los que en España y en Italia se les denosta como cerdos contagiadores.
¿Pero son ellos los únicos héroes? La electricidad sigue fluyendo a las casas; alguien la produce. Internet está en su hora pico, alimentado por cientos de miles de empleados de sus compañías. Alguien barre las calles, el oficio acaso más peligroso del momento. Las gasolineras surten combustible. ¿O no? Una parte sustancial de la sociedad continúa trabajando, en contacto permanente. Y no porque sean héroes, sino por la desesperación de no perder el empleo. La esfera del trabajo ha sido una vez más borrada del mapa. De ella no sabemos absolutamente nada. Y no sabemos nada, porque la solución oficial a este dilema no parece ser otra más que mantener los dispositivos de la distancia social en vilo. Al parecer vamos a pasar de la distancia social a la condición ser distante, en términos ontológicos.
Hoy se habla de reabrir la economía sobre todo en Estados Unidos. Lo hacen los mismos epidemiólogos oficiales que hace cuatro semanas hicieron cundir el pánico. Pero la situación es la misma que antes: no hay antídoto ni pruebas rápidas. O el efecto del virus es mucho menos amenazante del que se ha propalado o la lógica de los estados nacionales capitalizó la situación para hacer ingresar a la sociedad en recesión. Una recesión no sólo de la economía sino de la condición de la vida social misma. Un nuevo Leviathan en ciernes.

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