Esta sensación de agotamiento, frustración y pena nos marcará durante largo tiempo.
El día que mi hermana me comunicó que su esposo, mi cuñado, había
contraído el virus, pude darme cuenta de cómo la noticia de una víctima
tan cercana puede alterar la percepción de lo que nos rodea. Sobre todo,
si esa persona está dentro de nuestros círculos concéntricos, esos que
giran en el entorno más íntimo hasta tocarnos; esas personas que amamos
porque forman parte de toda una vida de experiencias compartidas y a las
que creemos –y deseamos- inmunes a las desgracias. De pronto, se rompe
la burbuja y nos encontramos cara a cara con una realidad que nos
equipara con la masa anónima, distinta y lejana.
Hoy me cuesta escribir, porque en una progresión paulatina y casi
inadvertida por su efecto engañoso, he perdido no solo la noción del
tiempo, sino también de la libertad. Esta pandemia, cuyo origen se
oculta entre especulaciones cada vez más oscuras, ha puesto en evidencia
cuán frágiles son nuestras defensas biológicas y sociales, cuánto
dependemos de los otros, sobre todo de quienes solemos clasificar por
estatus, origen o formas de pensamiento y que supuestamente nos son
ajenos. Por vez primera, quizá, reconocemos a nuestros vecinos y a esos
seres que nos resuelven aspectos tan importantes y variados como la
alimentación, la salud, los servicios esenciales y hasta el retiro de la
basura. Y pensamos en ellos como héroes.
Unas pocas semanas de confinamiento nos han puesto frente a un espejo
en donde se reflejan con total nitidez las carencias afectivas, vacíos
emocionales, fortalezas y debilidades. Entonces, a partir de esa noción
de realidad intentamos sobrellevar el día a día. Quienes hemos vivido
estados de sitio y la represión que eso implica, conocemos y recordamos
con nitidez la sensación de impotencia por la pérdida de la libertad y
de los derechos esenciales en una sociedad democrática. Por lo tanto,
con el peso de esas experiencias indeseables observamos hoy con
desconfianza el proceder de las autoridades quienes, como en un sistema
de vasos comunicantes, ganan poder mientras la sociedad los pierde. En
circunstancias tan complejas como las actuales, es cuando aparecen todos
los fantasmas con los cuales hemos convivido, entre ellos la inmensa
preponderancia de los intereses económicos y el atroz abandono de
quienes producen la riqueza y están a la cola de las prioridades.
Del mismo modo, surgen desde lo más íntimo de los hogares las
evidencias que confirman, una vez más, la vulnerabilidad de niñas, niños
y mujeres en un régimen de violencia, abuso sexual, psicológico y en
toda clase de agresiones propias del sistema patriarcal, históricamente
dominante, en donde debería imperar el amor y el respeto. El incremento
pavoroso de las denuncias de violencia doméstica durante estas semanas
de confinamiento abren el arcón de los horrores en el peor de los
momentos, cuando toda la atención está enfocada en las cifras de la
pandemia, en las noticias internacionales y, sobre todo, cuando las
instancias destinadas a proteger a las víctimas, también acusan el
impacto de las restricciones.
Quienes podemos expresarnos a través de los medios de comunicación
experimentamos, igual que todos, una sensación de impotencia y vacío por
la enorme dimensión de la crisis sanitaria que golpea al mundo. Vemos
con desolación cómo aquello tantas veces denunciado: la corrupción y la
indolencia de los cuadros políticos, la voracidad de los círculos de
poder económico y su connivencia con la potencia del sistema neoliberal
que debilita y despoja de recursos a los Estados, ha creado al monstruo
que hoy nos deja a merced del caos.
El mundo y sus habitantes, en medio de una crisis imposible de dimensionar.
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