Gustavo Gordillo/II
La guerra. Desde hace
100 años la pandemia llamada equivocadamente gripe española ha sido
objeto de múltiples estudios desde la ciencia, la historia y la
política. 675 mil muertes sólo en Estados Unidos, entre 50 y 100
millones en todo el mundo y una cuarta parte de los entonces 1.8
billones de habitantes contaminados; llaman poderosamente la atención.
Más aún cuando esta pandemia acontece en medio del final de la
sangrienta Primera Guerra Mundial. En sentido estricto fueron las tropas
tanto de Estados Unidos y aliados como los ejércitos alemanes y demás
contrincantes los conductos a través de los cuales se propagó la
epidemia. Así podría rebautizarse, con mayor exactitud, como la gripe de
la guerra.
La primera ola. En marzo de 1918 se habían enviado a Europa 84 mil
soldados y en abril a 118 mil. Mientras tanto, más de mil trabajadores
de la Ford en la ciudad de Detroit se habían ausentado a causa de la
influenza. La primera ola comenzó en la primavera de 1918. Un mal
diagnóstico –
es sólo otra gripe– y la ausencia de un sistema nacional de salud que ligara la ocurrencia de tanta gripe en tantos lugares hicieron que la primera ola, en medio del fervor patriótico, pasara desapercibida para el gran público. Pero no para las administraciones de las prisiones ni para las fuerzas armadas. Entre marzo y abril de 1918, en varios campos militares, se había expandido una epidemia de influenza, cuya mortalidad no era superior a la típica gripe. Pronto se extendió al ejército británico y a sus contrincantes alemanes, que la bautizaron con el viejo nombre alemán del catarro: blitzkatarrh. Lo más inquietante fue que más de la mitad de los muertos estaban entre los 25 y 45 años. No faltaron medios de comunicación estadunidenses que le echaron la culpa de la gripe a un complot alemán.
La segunda ola. En el verano de 1918 más de un millón y medio de soldados americanos fueron embarcados a Europa. Todavía en agosto el cirujano general del ejército norteamericano
anunciaba con orgullo que la tasa de mortalidad entre la población
militar en julio y agosto era casi dos tercios menor a la de la
población civil. El único nubarrón era que tanto en la admisión
hospitalaria como las muertes por cuestiones respiratorias en el
ejército en Estados Unidos y en el estacionado en Europa habían crecido
en agosto. En ese mes justamente el virus de la influenza mutó y una
epidemia de virulencia sin precedente explotó en la misma semana en tres
puertos distintos: Freetown, en Sierra Leona; Brest, en Francia, y
Boston, Massachusetts. La segunda ola empezó a finales de agosto de
1918, aunque sólo en octubre se configuró el panorama de terror que ya
estaban sufriendo semanas antes algunas ciudades, como Boston,
Filadelfia y luego San Francisco. La tercera ola se extendió en la
primavera de 1919.
Lecciones. La principal lección que se obtiene de esa pandemia es que
se necesitan tomar acciones rápida, decidida y sostenidamente. La razón
es justamente porque el virus puede regresar en olas sucesivas. Markel
(JAMA, 2007) señala que estos tres componentes requirieron
intervenciones graduadas, en etapas sucesivas, eslabonadas. Otro estudio
en 2007 (PNAS) refuerza estas ideas que están detrás del llamado
aplanamiento de la curva epidémica. La mayor parte de los estudios
comparativos entre ciudades se ha dado entre Filadelfia –lo que no hay
que hacer– y San Luis –el ejemplo de lo que debe hacerse. El principal
foco rojo producto de presiones económicas lleva a reducir antes de
tiempo las restricciones, provocando una especie de curva de dromedario,
es decir, de doble joroba.
Más lecciones. ¿Qué lecciones podemos obtener del impacto económico
de la pandemia de 1918 y de su recuperación? Analizaré un estudio
publicado recientemente (2020) por dos economistas de la Reserva Federal
de estados Unidos y un académico del MIT.
Twitter: gusto47
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