Los escuadrones de la muerte
creados por las oligarquías en la década de 1960, claves para contener
las insurrecciones populares, tenían funciones y modos casi idénticos a
los actuales grupos paramilitares, al llamado narcotráfico y, en no
pocas ocasiones, al accionar de las fuerzas estatales de represión.
Echemos un vistazo al pasado inmediato, digamos los años 60 y 70, en
un país azotado por los escuadrones y los paramilitares, como El
Salvador, cuyo caso puede aplicarse a toda América Latina.
El primer grupo paramilitar formal se llamó Organización Democrática
Nacionalista (Orden) y fue creado por el director de la Guardia Nacional
en 1964, en completo secreto, en el contexto del Programa de Seguridad
de Estados Unidos en El Salvador, que un año antes había iniciado el
entrenamiento de integrantes del cuerpo policial.
El objetivo de Orden era el control del campesinado en las áreas
rurales, ya que en esos años la principal riqueza del país era la
producción de café, caña y algodón para la exportación. Entre sus
objetivos figuraba adoctrinar al campesino en favor de
la democracia representativa y el mundo libre, en un país gobernado por militares que habían masacrado a 30 mil trabajadores rurales e indígenas en la revuelta de 1932, en la que participó Farabundo Martí.1
Los integrantes de Orden recibían entrenamiento militar y permiso
para portar armas; a cambio debían delatar a sus vecinos en pueblos y
cantones. También se beneficiaban con recomendaciones para obtener
trabajo, servicios de salud, educación para sus hijos, diversos insumos
agrícolas y, si era necesario, la destrucción de expedientes judiciales
comprometedores.
Como la estructura económica no estaba en condiciones de proporcionar
servicios a los campesinos, que habían perdido sus tierras por el
avance de la mecanización en la agricultura de exportación, Orden suplía
ese vacío a través de la prebenda personal, que
simulaba constituir a los habitantes en ciudadanos, según la acertada frase de la investigadora Sara Gordon.
Como puede observarse, una misma organización paramilitar cumplía la
doble función de control policial y de servicio social, lo cual le
otorgaba un poder extraordinario.
Orden fue responsable, entre muchos otros y siempre en coordinación
con la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda, del asesinato del
padre Rutilio Grande, en 1977, como parte de la escalada represiva
contra la Iglesia popular y las organizaciones campesinas y
estudiantiles que desembocó, dos años más tarde, en el asesinato de
monseñor Óscar Romero (por escuadrones mejor organizados y pertrechados)
y el inicio de la guerra civil en la que murieron más de 70 mil
personas.
Un integrante de Orden expresaba de este modo las
ventajasque le daba pertenecer a la organización paramilitar:
podemos arrestar a cualquiera que queramos, cualquiera que ande por ahí metiendo ideas extrañas en la cabeza de la gente. Aquí en mi cantón, yo soy la ley.
Vale reflexionar quiénes son, hoy en nuestra realidad cotidiana, los
que tienen el poder suficiente para comportarse de ese modo. No hace
falta indagar demasiado para concluir que se trata de esa peculiar
amalgama entre aparatos represivos estatales, paramilitares y narcos. Ellos son la
ley, los que tienen vía libre para detener, violar, desaparecer, torturar y asesinar a quienes quieran. Son los herederos de los escuadrones de la muerte.
Una
modernizaciónsimilar sucede con las formas clientelares que usaron las oligarquías para extender favores a sus incondicionales, para consolidar una base social que les permitiera seguir esquilmando a los campesinos. Esos modos, como la caridad de la Iglesia, fueron sistematizados por el Pentágono como
acción cívica, aplicando en las guerras centroamericanas formas de contrainsurgencia aprendidas en Vietnam.
Modos que evolucionaron hasta lo que hoy denominamos
políticas sociales, aplicadas tanto por gobiernos progresistas como conservadores, porque han mostrado cierta utilidad para contener la protesta y, sobre todo, para abrir fronteras a la acumulación capitalista.
Es cierto que han aparecido nuevas formas de control social a caballo
de las nuevas tecnologías. Pero ellas no sustituyen el control
parapolicial y paramilitar, sino que se superponen y complementan. Para
la población que vive en la zona del no-ser, donde la vida no es
respetada y la violencia es el modo de regular las relaciones sociales,
las viejas formas de control contrainsurgente siguen vigentes.
Fernand Braudel, maestro del tiempo largo, nos enseñó a desconfiar de los cambios rápidos:
ni siquiera las revoluciones son rupturas totales. La persistencia y la duración son más potentes que
los golpes de teatro.
Por eso, no nos hagamos muchas ilusiones con los
cambiosdesde arriba: la violencia, que fue la partera del capitalismo, lo seguirá sosteniendo hasta el final, pese a los discursos que maquillan la dominación.
1 Sara Gordon, Crisis política y guerra en El Salvador , Siglo XXI, p. 142
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