Conversamos con Álvaro García Linera sobre democracia en América Latina, racismo, progresismo, fuerzas reaccionarias, integración regional, clases medias, golpe de Estado en Bolivia y muchos temas más.
1. Empecemos hablando de un elemento central de la política, la democracia. ¿Cuál crees que es su estado de salud en la actual América Latina en disputa?
América Latina es el escenario de intensa disputa por lo que va a entenderse y defenderse como democracia. Por una parte están las fuerzas conservadoras, neoliberales y neofascistas, para quienes democracia es y tiene que ser el endurecimiento de los roles, los lugares y las fronteras entre los que mandan, por sus destrezas políticas, y los que obedecen, por su hábito de sumisión; entre los que tienen méritos, conocimientos y son exitosos, y los que son ignorantes y por ello atrasados; entre los que tienen riqueza por sus elevadas competencias, y los pobres que son los fracasados. Para ellos la democracia es sólo un mecanismo de selección rutinaria de los más fuertes, competitivos y astutos para contener y disciplinar a los perdedores. Por eso no es extraño que en momentos de emergencia el discurso neoliberal transite de manera normal al discurso fascistoide, porque es sólo una exacerbación en momentos de excepción.
Frente a ellos, está una manera plebeya de entender, practicar y defender la democracia como un continuo movimiento de ampliación de derechos, comenzando por los derechos políticos a participar en la toma de decisiones de la vida en común, culminando en la ampliación del derecho a participar en el disfrute de los bienes económicos de una sociedad, de la riqueza colectiva, de los bienes colectivos y de la propiedad.
Democracia como estrategias de contención de la plebe o democracia como igualdad plebeya son las dos narrativas prácticas de lo democrático que se están disputando en el territorio latinoamericano de una manera tal que ninguna logra consolidarse de manera duradera, en medio de avances y retrocesos simultáneos. La democracia de igualdad retrocede en Brasil, pero logra triunfar México; logra una gran victoria en Argentina, pero cede frente al neofascismo en Bolivia.
A inicios del siglo XXI vino toda una década de una gran oleada de ampliación sustantiva de la democracia que llevó a que la mayor parte de los países latinoamericanos tuviera una sociedad movilizada expandiendo democracia y eligiendo gobiernos progresistas que fueron institucionalizando esos logros. Sin embargo, se trató de una oleada temporal que no logró consolidarse estructuralmente, ya sea por límites y luchas internas como por asedios externos, que dio paso a un reflujo de estas experiencias y a una contraoleada conservadora. Esta última tampoco logró ocupar todo el espacio continental ni articular un horizonte de expectativas de largo aliento, dando lugar a un escenario complejo de una simultaneidad coetánea de oleadas progresistas y restauradoras, de democratizaciones y desdemocratizaciones.
Lo paradójico de este escenario es que tanto la ampliación de derechos como la contrainsurgencia social -de hecho, procesos antagónicos- se hacen a nombre de la “democracia”; es como si la palabra desempeñara el rol de un imperativo de verdad, del que nadie puede desprenderse, pero al que todos quisieran darle su propia definición. Por ello lo que está en disputa no es tanto la “democracia” como forma de gobierno sino el significante de lo democrático: como modo de construcción ampliada de igualdades sociales sustantivas o como modo de sujeción de las desigualdades sociales. Y esa batalla por la significación de lo democrático, que tiene a su vez una función performativa de la realidad material del mundo, tiene como escenario a América Latina; una geografía social convulsa, intensa y en muchos aspectos vanguardista. De cierto modo, de lo que pase en América Latina va a depender lo que se entenderá por democracia en el mundo a futuro.
Está claro que para las clases populares la lucha por la democracia y la importancia de los actos electorales sólo cobran sentido si son el modo para lograr la igualdad, la ampliación de derechos, la satisfacción de necesidades. Por eso a medida que las distintas fracciones populares concurren en cohesión creciente, la democracia de igualdad gana terreno y legitimidad en nuestras sociedades. E inversamente, a medida que las elites adineradas y privilegiadas logran fragmentar y desmoralizar a los sectores populares, la democracia de contención adquiere preponderancia con su apego a los rituales electorales como único contenido de lo democrático. Y ambas maneras de entender la democracia hoy se disputan en cada rincón del continente, sin una clara supremacía de una sobre la otra, en un tipo de escurridizo y geográficamente cambiante “equilibrio catastrófico”.
2. ¿Pueden convivir el racismo (más estructural) con la democracia en América Latina? ¿Hay solución frente a esa pulsión de odio hacia los sectores populares que se observa en Bolivia, pero también fuertemente en países como Brasil, Perú o Argentina?
Toda sociedad está conformada por personas que tienen más dinero que otras; que poseen propiedades inmuebles, una o varias, mientras que otras no; o familias cuyos miembros, de dos o más generaciones, han alcanzado profesionalizarse en tanto que otras familias sólo lograron terminar el bachillerato o menos. Pues bien, esas familias que poseen muchas propiedades, mucho dinero, muchos recursos, aunque no se conozcan entre sí, tienen afinidades en su preocupación por defender sus riquezas, por rodearse de personas que piensen más o menos parecido y que sus hijos se emparenten con otros jóvenes que ayuden a preservar o aumentar sus posesiones. Esta convergencia de intereses objetivos y expectativas subjetivas de conglomerados sociales es una clase social. Y lo mismo sucederá con quienes no tienen ninguna propiedad inmueble o muy bajos ingresos monetarios; o entre quienes tienen pequeñas propiedades inmuebles o empresariales. Cada una de estos conglomerados es una clase social o una fracción de clase.
Sin embargo, en sociedades poscolonizadas, las diferencias étnicas -ya sea idiomáticas, culturales o somáticas con las que inicialmente se identificaba visiblemente la ubicación de la clase colonizadora o de la clase o clases colonizadas- con el tiempo se constituyen en bienes igualmente monopolizables que demarca distinciones con efecto material en una economía de valoraciones y devaluaciones, según se exhiba alguno de los polos. Esto hace de la etnicidad un recurso, un activo, un “capital” en el caso de exhibir la etnicidad dominante; o una devaluación de su condición social, en el caso de que se exhiba la etnicidad dominada. Esto significa que en sociedades poscoloniales, la etnicidad es un componente objetivo más de la condición de clase social, y es usado para establecer estrategias de contención, devaluación o ascenso social.
Pero también en las sociedades poscolonizadoras -y en momentos de una intensificación de los flujos migratorios de países pobres a países más ricos- la etnicidad va a ser usada para regular el acceso a derechos de reconocimiento y de ciudadanía. De ahí que, en general en el mundo, la etnicidad sea una estrategia discursiva performativa de reubicación subalternizada de clase, un modo de forzar permanentemente fronteras imaginadas y visualizadas de clase con efecto de construcción material de clase social.
Por ello todo proceso de construcción de igualdad social necesariamente requiere desmontar el capital étnico, diluir las fronteras étnicas que “naturalizan” las desigualdades. Toda democracia de igualdad no sólo debe mejorar los ingresos de las clases populares sino que obligatoriamente debe suprimir las barreras discursivas e imaginadas de los “lugares” de las clases sociales. Pero, a la vez, toda democracia de contención ha de revitalizar y exacerbar esas diferencias étnicas precisamente para blindar los privilegios de los pocos ante el ascenso y el derecho de los muchos. Toda igualdad vuelve porosa, difusa y flexible los lugares de clase, los oficios de clase, las fronteras étnicas de clase. Y esto erosiona muchos privilegios de clase. Y es contra ello que las clases que se ven afectadas por sus privilegios, antiguas clases altas y medias, buscarán oponer resistencia, utilizar la fuerza y, por sobre todo, reforzar las distinciones étnicas. Se trata de una manera emocional y corporal de oponerse a la igualdad y, por ello, tanto más rencorosa y brutal. Es el momento de paroxismo político de las clases privilegiadas que las lleva a diluir sus diferencias con las formas fascistizadas del poder estatal y a revelar la impostura que se halla detrás de cualquier democracia de contención.
Todo proceso de construcción de igualdad social necesariamente requiere desmontar el capital étnico, diluir las fronteras étnicas que “naturalizan” las desigualdades.
De una u otra manera la etnicidad es, por tanto, un campo de batalla de la propia democracia a la que ningún país del mundo escapa. Las políticas de inmigración implementadas por los países del Norte son, sin lugar a dudas, políticas racistas que subalternizan y limitan derechos, planetariamente a países, o nacionalmente a las clases laboriosas migrantes.
El hecho de que el racismo nuevamente haya despertado en el mundo -y, particularmente, en algunos países del continente- es una señal de la gravedad y radicalidad que están alcanzado las luchas por la igualdad y contra la igualdad. Y, de hecho, es previsible una intensificación de las luchas por las fronteras étnicas como estrategia de defensa de privilegios de clase. En el fondo, todo racismo es un método contrainsurgente de la igualdad, es decir, de la democracia.
3. ¿Cuáles son los principales desafíos que tienen las fuerzas del espectro progresista en la región, considerando el contexto global de avance de la hegemonía neoliberal y la radicalización de las fuerzas conservadoras?
En términos generales, construir expansivamente fuerza social, fuerza política movilizada y fuerza ideológico-cultural tanto para la lucha de resistencia contra las ofensivas neoliberales como para la lucha por el poder estatal, pero también para la defensa de sus logros y su profundización.
Se dice fácil en un párrafo, pero en realidad es la acción humana más compleja y trabajosa del mundo. Las personas, los colectivos y las sociedades pueden atravesar décadas y hasta siglos en esta búsqueda de esa fuerza social y no logarlo. Pero es sólo ese horizonte lo que le da dignidad histórica a las clases plebeyas y a la historia humana; y al final, en algún lado, algún momento, todos los sufrimientos, las derrotas y los abusos soportados pueden hallar un repentino desagravio que le devuelve al pueblo la libertad de construir él mismo su destino.
De manera comprimida, fuerza social significa capacidad de unir, de articular las fracciones, los fragmentos, las divisiones y los faccionalismos internos de las clases populares. Por definición, la experiencia de la subalternidad es la experiencia de la desunión, y entonces los esfuerzos para que la gente humilde halle en sus compañeros de destino más afinidades que diferencias y busque soluciones a su problemas de manera más colectiva que individual, es la formación de un cuerpo social cada vez más extenso en el que sus integrantes amarran su devenir en el devenir de los demás.
Fuerza política es la capacidad de que esa articulación de acciones y expectativas populares asuma la voluntad de gobernar, la convicción práctica de dirigir el país como un recurso inevitable para darle validez material y legal a sus requerimientos.
Y fuerza ideológico-cultural es la capacidad de lograr el consentimiento activo de los movilizados, de los neutrales e incluso de los que observan los acontecimientos, de que lo que se propone, se hace, se dice y su búsqueda será beneficiosa para toda la sociedad, o al menos para la mayor parte de ella. Nunca hay victorias populares prácticas, ni políticas ni económicas, si previamente una parte importante de la sociedad, comenzando por el propio pueblo, no está convencida de la legitimidad de esos objetivos.
De manera más precisa y particular en el caso de los gobiernos progresistas de América Latina, hay tres tareas fundamentales para defender y profundizar lo logrado.
La primera es seguir ganando de manera multiforme y en todos los terrenos posibles las batallas de las ideas legítimas de la sociedad, el monopolio de las ideas fuerza y la dirección del sentido común predominante en torno al cual las personas organizan su vida diaria y sus expectativas de futuro inmediato. Es en la dirección de los componentes del sentido común donde al final se dirimen las lógicas factuales del poder de toda nación.
Nunca olvidar que si las tareas de los gobiernos progresistas se van cumpliendo gradualmente, las condiciones de vida de las clases laboriosas van mejorando y, al hacerlo, las expectativas sociales de los sectores populares también se van modificando; es decir, el curso del sentido común va transformándose. El espacio de expectativas de las clases populares con ingresos bajos ha de ser distinto a las expectativas emergentes de cuando tiene ingresos medios; y si los gobiernos no saben comprender esta mutación de campos de expectativa social, mantendrán un discurso y unas enunciaciones válidas para una determinada composición de lo popular, pero inorgánica y anacrónica para la nueva composición de las clases populares. Y, al final, si sólo las fuerzas conservadoras logran entender esta modificación de narrativas sociales, convertirán el logro de relativo bienestar popular en un arma confrontada con los que fueron sus impulsores, los gobiernos progresistas.
La segunda, dar muestras palpables, convincentes y duraderas de que la búsqueda de modelos económicos alternativos al neoliberalismo ayuda a reducir las desigualdades sociales y generan mayor bienestar a las clases mayoritarias que el que se tenía anteriormente. Los sacrificios que todas las luchas por la igualdad suponen no pueden ser indefinidos; la superioridad moral de los ideales tiene que venir acompañada de modos palpables de conquista de espacios de bienestar que reafirmen la convicción de que, aunque es largo el camino emprendido, es mejor que el anterior abandonado. El posneoliberalismo no puede ser sólo un discurso contestatario: tiene que ser una manera de reorganizar el uso de los bienes comunes, de producir y redistribuir la riqueza de tal manera que se vaya creando mayor igualdad y mejoras a las clases plebeyas.
La tercera, mantener modos de movilización social capaces de defender los logros, los derechos ampliados que conllevan los procesos progresistas. Todo proceso progresista en favor de la igualdad que triunfa políticamente supone distintas maneras de movilización social, de autoorganización pública de las clases plebeyas. Su transformación en poder de Estado no debe significar la disolución, ni la burocratización ni el debilitamiento de las formas de organización social sino una transformación, adecuada a las nuevas circunstancias, para ser poder social y a la vez poder estatal. Es en esta dualidad, que a la vez es una tensión política, donde radica la clave de la defensa y la expansión de las experiencias progresistas.
Estar en el Estado y estar simultáneamente fuera del Estado es una contradicción. Pero en el cabalgar esta contradicción radica la clave de la continuidad y defensa de la experiencia progresista de la democracia como construcción de igualdad.
Sólo poder social sin poder estatal deja en manos de las clases adineradas el monopolio y los recursos estatales que serán utilizados para desmontar, más pronto que tarde, el poder social logrado por las clases populares. Pero, a la vez, sólo poder estatal sin poder social que lo acompañe siempre convierte la fuerza y la lucha social en un meros engranajes administrativos del Estado, Y sus intenciones y decisiones, por muy favorables que sean en favor del pueblo, no sólo serán decisiones tomadas por los que monopolizan el poder del Estado, sino que la defensa o el fin de esas medidas recaerá en las propias estructuras coercitivas del Estado y ya no en la propia sociedad. Y al final, en este caso la duración del progresismo dependerá del humor de las fuerzas coercitivas del Estado, siempre susceptibles al soborno de los poderes fácticos internos y externos, y al encuadramiento con las emisiones discursivas de las clases altas enemistadas con la igualdad. Quien, al final, defenderá sus logros ante las múltiples amenazas necesariamente tiene que ser la propia sociedad organizada, las distintas maneras orgánicas que las propias clases populares, por territorio, oficio o afinidad, han creado a lo largo de las luchas contra el neoliberalismo.
La fuerza social que triunfa y sostiene las experiencias progresistas no puede ser solamente administradora del Estado. Es un hecho de igualdad que los sectores plebeyos puedan ocupar la gestión estatal, pero a la vez es una necesidad imprescindible del propio triunfo popular mantener la vitalidad de la fuerza social por fuera del Estado. Estar en el Estado y estar simultáneamente fuera del Estado es una contradicción. Pero en el cabalgar esta contradicción radica la clave de la continuidad y defensa de la experiencia progresista de la democracia como construcción de igualdad.
4. Tomando la experiencia de la primera década del siglo XXI, ¿qué mecanismos de integración regional sería necesario reactivar o fortalecer prioritariamente en el contexto actual y qué rol podrían asumir los gobiernos de México y Argentina en este proceso?
UNASUR y CELAC son dos organismos continentales que emergieron en el momento de mayor autodeterminación continental en toda su historia, desde las guerras de independencia del siglo XIX.
Este acto de autodignificación continental que rompía el oprobioso vasallaje de gobiernos al dinero y los mandatos de Estados Unidos no requirió unanimidad de creencias políticas de los gobiernos latinoamericanos. Si bien ambas organizaciones nacieron en momentos de una mayoría de gobiernos progresistas en el continente, esto no suponía ninguna homogeneidad ideológica ni mucho menos. Los gobiernos progresistas tenían posturas ideológicas bastantes diversas e incluso varios países importantes, como Colombia o México, estaban gobernados por presidentes claramente conservadores. Sin embargo, más allá de esta pluralidad ideológica, primó en todos ellos una fuerza moral de que los latinoamericanos podemos debatir y definir nuestros asuntos de interés sin tutelajes ni padrinazgos.
Y con sólo esa postura se comenzó a escribir una historia continental de nuevo tipo al margen de controles coloniales y sumisiones voluntarias. Fue una década de oro de la dignidad latinoamericana. Ello no significa que hayamos logrado la unidad continental económica. Ese es un largo camino marcado por infinidad de dificultades y retos que apenas se comenzaron a vislumbrar. Pero lo invalorable de las experiencias de UNASUR Y CELAC es que los objetivos a buscar como pueblos latinoamericanos, los diseños a construir para la unidad, las dificultades a superar, los comenzamos a debatir entre latinoamericanos. Por primera vez en 100 años no había ningún norteamericano simulando hablar castellano queriendo enseñarnos lo que deberíamos hacer. Y es que, en definitiva, somos otro continente, desplegamos otras culturas, tenemos otras necesidades radicalmente distintas a la norteamericana. Y si bien en algún momento hay que pensar en una unidad de todas las américas, para que esa unidad no sea un nuevo vasallaje se requiere previamente un largo camino de unidad económica, política y cultural de los latinoamericanos.
Hoy CELAC y UNASUR están congelados. De hecho, esos organismos son vistos como una ofensa a Estados Unidos, cuando en realidad lo único que se hizo es tener el derecho a hablar sólo entre latinoamericanos. Su revitalización es una obligación de dignidad y de necesidad material continental, porque necesitamos un espacio común para buscar entre latinoamericanos las maneras de colaborarnos para hacer frente al caos económico planetario que amenaza con arrasar las condiciones de vida de nuestros pueblos. Solos, cada país por su cuenta, somos irrelevantes para el mundo. Juntos, somos una potencia a ser tomada en cuenta.
Pero ello va a requerir no sólo un mayor número de países con gobiernos progresistas sino, además, que Brasil, la mayor economía continental, cambie de rumbo político. Su densidad territorial, geográfica y demográfica curva el espacio-tiempo continental y mundial, y su presencia activa es decisiva. En tanto, hay que desplegar articulaciones geográficamente discontinuas para avanzar en acuerdos comerciales y productivos frente a la recesión económica mundial, para elaborar agendas temáticas comunes, etc. Pero lo que no necesita otra correlación de fuerzas estatal es la articulación continental territorialmente continua de los pueblos, de las organizaciones populares que luchan por una patria digna y por la igualdad. Es el escenario de la sociedad civil en lucha el lugar donde hay que desarrollar mayores esfuerzos para ir construyendo una plataforma de debates y acción colectiva en defensa de los derechos de los pueblos.
5. ¿Por qué tuvo éxito este último intento de golpe de Estado en Bolivia? ¿Qué circunstancias y actores cree que lo posibilitaron y que no estuvieron presentes cuando lo intentaron en 2008?
Tanto el golpe de estado del 2008 como el del 2019 tuvieron como base social movilizada a la clase media tradicional; en el primer caso, reacia a los procesos de igualdad y participación social anunciados, y en el segundo caso en rechazo a los procesos de igualdad y participación social ya alcanzados. Con una diferencia: en el 2019 la rebelión de las clases medias tradicionales tuvo una presencia territorial extendida a todas las principales ciudades de Bolivia; ya no era una movilización regional circunscrita a las regiones del Oriente, como el 2008; esta vez ocupó las principales ciudades de los 9 departamentos. Pese a ello, las organizaciones sociales populares también lograron movilizar sectores campesinos, obreros y vecinales a nivel nacional, conteniendo y gradualmente debilitando a las fuerzas reaccionarias.
Pero la diferencia decisiva que modificó drásticamente la correlación de fuerzas fue la inclinación de la Policía y luego las Fuerzas Armadas hacia el golpe de Estado. Al final esto fue lo que definió la victoria de los restauradores.
El 2008, tanto la Policía como las Fuerzas Armadas al igual que ahora mostraron una sospechosa inoperatividad para defender las instituciones estatales. Pero entonces al menos se mantuvieron “neutrales” en esta disputa social y sólo salieron cuando la victoria popular ya estaba alcanzada.
El 2019, en cambio, en momentos en que la capacidad de movilización de las fuerzas conservadoras declinaba y no lograban victimizarse pese a reiteradas provocaciones para ser reprimidos, los pronunciamientos de la Policía y luego de las Fuerzas Armadas, desconociendo el orden constitucional y colocando las armas del lado de los golpistas, definió el escenario a su favor. Desde ese momento la posibilidad de aplacar el golpe de Estado pasaba por que las fuerzas obreras, campesinas y populares se enfrenten a las instituciones armadas con la inminencia de cientos de muertes en los sectores populares. Y esa fue la decisión que no tomamos ni hubiéramos tomado en ninguna circunstancia.
6. Llevas mucho tiempo conceptualizando y analizando a las “clases medias de origen popular”, una clase social surgida a la luz de las políticas sociales y económicas de corte progresista en Bolivia. ¿Cómo analiza su comportamiento político, en el sentido amplio de la palabra, y particularmente frente al golpe de Estado? Y ¿qué acciones debería tomar un Gobierno progresista para atraer hacia sí a este sector?
Si un Gobierno progresista va cumpliendo sus metas ha de mejorar las condiciones de vida de los sectores más humildes y pobres de la sociedad. Este es como un termómetro del cumplimiento de la regla de la democracia de igualdad. Mayor participación social en las decisiones estatales, distribución de la riqueza, reducción de las desigualdades, satisfacción de necesidades humanas y ampliación de derechos son los parámetros desde donde se evalúan las acciones de los gobiernos progresistas.
En Bolivia, para sólo fijarnos en términos de capacidad adquisitiva, en 13 años de Gobierno progresista, un 30% de la población pobre y extremadamente pobre logró pasar a ser una población de ingresos medios. La mayor parte sigue siendo obrera, campesina, asalariada, pero con derechos ampliados e ingresos notablemente aumentados (entre un 300 a un 500%). De ellos, una parte importante, además de mejorar su ingreso, ha logrado su ascenso social calificando o modificando su oficio: de obrero a obrero calificado; de campesino a transportista o pequeño productor urbano; de vendedor a profesional o propietario de una casa rentada o negocio, etc. Es decir, han modificado su condición de clase pasando a ser nueva clase media de origen popular e indígena.
Se trata de una clase media que no reniega de su identidad indígena porque es ella, y fue la lucha por su reivindicación social la que le ha llevado a ese raudo ascenso social; pero además porque son las redes sociales étnicas, los vínculos de paisanaje, el apellido del ayllu, las capilaridades del parentesco las que objetivamente le brindan el espacio social del éxito de su oficio, la continuidad de sus ingresos, la ampliación y modernización de sus negocios. De hecho, su vínculo con el Estado, que controla el 38% del PIB y es el mayor contratador de obras y oficios, lo logra gatillando la cohesión e identidad colectiva sindical e indígena, por lo que la preservación de su identidad es también un activo de sus emprendimientos económicos.
Pero a la vez se trata también de una clase social nueva, es decir, que aún no ha sedimentado una cultura propia sólida resultante de su nueva condición social. No ha producido todavía sus propios prestigios en torno a los cuales las competencias interclasistas se reconocen, ni ha forjado sus propios especialistas de formación de opinión pública. Por ello, a pesar de ser tan numerosa como la clase media tradicional surgida de la revolución de 1952, con sus apellidos notables y profesionalización de segunda generación, la nueva clase media también está expuesta a los procesos de clasificación, distinción y formación de opinión irradiados por la clase media tradicional.
Y entonces su misma cualidad social está en transición. Muchas veces intenta imitar las poses, las actitudes y los prejuicios de las clases medias tradicionales. Pero se trata de prejuicios coloniales esgrimidos precisamente para impedir que gente como ellos, provenientes del mundo popular indígena, entre o sea aceptada por integrantes plenos de la clase media. Pero la opción de renegar de su propio origen para arañar un blanquemiento social tampoco es una apuesta rentable, porque la eficacia de sus actividades laborales y la mejora de sus ingresos económicos se deben, precisamente, a la vigencia de redes étnicas y a la afirmación de su identidad colectiva en su relacionamiento laboral con el Estado.
Esta ambivalencia del ser social de la nueva clase media de origen popular se ha reflejado nítidamente en su comportamiento electoral y ante el golpe de Estado. Una parte notable ha seguido votando por Evo, lo que le ha permitido una importante votación en las ciudades, y no ha salido a las movilizaciones convocadas por las fuerzas reaccionarias. Los protagonistas de las marchas y bloqueos urbanos han sido fundamentalmente estudiantes de las universidades privadas y profesores universitarios de las públicas, en tanto que los estudiantes de las universidades públicas, con excepción de Sucre y Potosí -donde prevaleció el tema regional más que el de clase-, tuvieron una diminuta participación.
Una parte de la nueva clase media seguramente ha votado a candidatos opositores (bajamos del 61% al 47,5% de preferencia electoral), pero es probable que una parte de esos 14 puntos perdidos se deba a que nuestra propuesta discursiva, elaborada fundamentalmente para interpelar a los sectores populares bajos, no le haya significado una respuesta ni una identificación emotiva a las expectativas de la nueva clase media.
Las tareas que se desprenden de todo ello son varias:
La primera, los proyectos progresistas tienen que tener la capacidad de ampliar y modificar sus construcciones discursivas de tal manera que sobre la base irrenunciable de la convocatoria al núcleo duro popular, humilde y pobre, también deben tomar en cuenta las nuevas expectativas y disponibilidades de los sectores medios de origen indígena-popular emergentes de las propias transformaciones igualitarias impulsadas por los gobiernos progresistas. No puede darse la paradoja de que las nuevas clases medias resultantes de las políticas implementadas por los gobiernos progresistas sean las que luego se coloquen al frente para oponérseles. No es cierto que hay una “enajenación” que hace que las nuevas clases medias se vuelvan contra los proyectos populares. Lo más probable es que los proyectos populares no comprendan las características de las transformaciones sociales que ellos mismos han creado y tiendan a mantener el discurso anquilosado en una realidad social inicial de la que partieron, pero que ahora está modificada precisamente por el éxito de las políticas sociales implementadas.
La democracia de igualdad, si es un proceso duradero, ha de promover una transformación de movilidad y ascenso social de las clases sociales plebeyas del país; entonces, el bloque de poder inicial que dio lugar al proceso progresista o revolucionario con el tiempo debe transformarse en otro bloque de poder, ampliando discursos y propuestas en correspondencia a los desplazamientos estructurales de las clases sociales del país.
En segundo lugar, los gobiernos progresistas deben extremar esfuerzos para impedir el encostramiento clasista o repliegue sobre sí de las viejas clases medias tradicionales frente al ascenso de nuevas clases medias. El encuevamiento resentido de las clases medias siempre ha sido el mejor caldo de cultivo de las salidas fascistoides que le prodigan argumentos morales y racistas al pánico que viven ante el declive de sus privilegios de pequeña clase media.
Sin negociar un sólo milímetro los procesos de igualación social, de mejoras del bienestar popular y de la ampliación de las clases medias, los gobiernos progresistas deben crear vasos comunicantes con esos sectores para facilitarles reconocimientos y mecanismos flexibles de ligera movilidad social ascendente. Se debe comprender que las sociedades tienen una dualidad en sus formas de reconocimiento y representación: son a la vez colectivas, sindicales, corporativas, como también individuadas. Y ambas deben tener modos eficientes de ser convocadas por el Estado.
En tercer lugar, una amplia política educativa y persuasiva en todos los terrenos de la vida diaria de desracializacion de las relaciones sociales.
Todo proceso de igualdad social tiene un costo inevitable: la devaluación de los privilegios de las clases tradicionales. No hay otro camino posible de implementar una democracia de igualdad en favor de las clases laboriosas. Pero lo que sí se puede hacer es atemperar y fragmentar las resistencias a estos momentos de justicia histórica.
7. ¿Cuáles serían los principales retrocesos que sufriría Bolivia bajo un Gobierno electo conservador? ¿Cómo es la Bolivia que pretenden construir las propuestas de derecha (tanto las más radicales como aquellas que se autoproclaman “moderadas”?
Las fuerzas conservadoras tienen un objetivo que las justifica y las impulsa moralmente: detener la igualdad, contener a las clases plebeyas vistas como “salvajes”, “criminales” o “marcianas”. El triunfo de la restauración será el triunfo de la desigualdad y la injusticia histórica convertida en Estado y narrativa oficial.
Y ello pasará inevitablemente, como ya sucedió antes, por una nueva concentración de la riqueza social mediante la privatización de los recursos y empresas estatales; un achicamiento de las políticas redistributivas que beneficiaban a los más pobres y una parálisis a los procesos de movilidad social ascendente, comenzando por impedir a los sectores populares el acceso a contrataciones estatales, anular el derecho de los sindicatos y organizaciones sociales a decidir gubernamentalmente sobre los asuntos nacionales, terminando en un acelerado deterioro del acceso a una salud, educación y trabajo dignos por parte de las clases populares.
Es la receta neoliberal conocida en el mundo entero y que en Bolivia ya fracasó y volverá a fracasar en corto tiempo. Y es que los restauradores no son portadores de un nuevo proyecto de economía Estado y social capaz de provocar esperanzas irradiantes y adhesiones esperanzadoras. Su proyecto es un recalentado del viejo neoliberalismo, azuzado por el revanchismo y el odio de clase. Eso mueve pasiones temporalmente, no construye sociedades de manera duradera
8. El lawfare (judicialización de la política) es un fenómeno creciente en el mundo, y particularmente en la región latinoamericana. En el caso de Bolivia, ha aparecido con alta intensidad en estas semanas tras el golpe. ¿Cómo incidirá esta situación en los próximos comicios y de cara a la institucionalidad democrática en los próximos años en Bolivia?
Desde el golpe de Estado en Bolivia se detiene al abogado que defiende a un inculpado. Se encarcela a los familiares que buscan ropa del hijo o del hermano enjuiciado. Se asesina a bala a humildes pobladores y los responsables tienen inmunidad institucional. Hoy, a dos meses de los más de 29 asesinatos a bala y 400 heridos, no existe ni una sola causa de investigación abierta. Pero para las secretarias y familiares de exministros hay decenas de fiscales abriéndoles causas penales. La justicia ha devenido una oficina operativa del Ministerio de Gobierno que distribuye acusaciones según la ideología que profesan las personas.
Nuevamente ser socialista, comunista o indianista es un delito fragrante que amerita un linchamiento mediático y una detención preventiva. El lenguaje de la venganza se ha apoderado del Estado. Si informas objetivamente eres ya un sospechoso de sedición por estar “abusando” de la libertad de información. Si fuiste miembro del anterior Gobierno, el Gobierno golpista ha garantizado “cazarte” y ganas no le faltan de pedirte que andes con tu “testamento bajo el brazo”, como solían hacer sus amigos militares en tiempos de la dictadura.
El Derecho ya es sólo la furia vengativa de los golpistas. No les importa ni siquiera similar equilibrio, pues las armas y las tanquetas están prestas a silenciar en cualquier momento a los inquietos y descontentos.
Si han estado dispuestos a asesinar impunemente, no tienen ningún reparo moral en encarcelar ilegalmente. Por ello, el utilizar la “justicia” como arma electoral para chantajear a la sociedad, coaccionar a candidatos y atemorizar a electores va a ser una rutina en las siguientes semanas. La maquinaria de un fraude electoral en favor de las fuerzas políticas de la derecha restauradora está en marcha.
Por ahora no hay ninguna garantía de elecciones libres y transparentes. De ahí la importancia de una movilización internacional de carácter institucional e inmediata para exigir un proceso electoral limpio en el que ningún elector se sienta intimidado al momento de opinar y a emitir su voto. Cuantas más instituciones de carácter institucional vigilen todos los pasos y mecanismos del proceso electoral mejor para acercarnos a unas elecciones libres.
9. Tras el quiebre de la institucionalidad en Bolivia, ¿cuáles cree que son los principales desafíos para el progresismo en general y para el MAS en particular, tanto en lo político como en lo electoral?
Comprender que toda trasformación en favor de la igualad social inevitablemente afectará a un segmento de la sociedad que impulsará un contraproceso social en favor de la desigualdad.
Comprender que toda victoria política es, en primer y en último lugar, una victoria ideológico-cultural. Cualquier descuido en ello abrirá fisuras peligrosas en la legitimidad gubernamental. El poder es un convencimiento tácito entre los que tienen el poder, pero también con los que no lo tienen.
Comprender que el poder estatal es una sustancia social que atraviesa a todas las personas y es constantemente monopolizada en instituciones. Si unos no lo tienen, este no se disuelve ni desaparece; se reconcentra en la decisión y acción de otras personas a través de las mismas u otras instituciones.
Comprender que las victorias progresistas siempre se han debido a una combinación de luchas sociales por fuera del Estado y luchas sociales dentro de las instituciones del Estado. La defensa de los logros democráticos de igualdad también ha de defenderse sólo con fuerza social institucional desde el Estado y con fuerza de movilización social por fuera del Estado.
Comprender que sólo una permanente y fluida retroalimentación deliberativa entre dirigentes de organizaciones sociales y los asociados de base garantiza una sana inclusión del pueblo en la administración del Estado, pero también una fuerte capacidad de movilización por fuera del Estado.
Comprender que las derrotas tienen que convertirse en el laboratorio de las futuras victorias.
22 de enero de 2020
Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG)
@CELAGeopolitica
https://www.alainet.org/es/articulo/204362
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