 
Foto: explorapanamaviejo.blogspot.com
Un mérito de los años 70 fue que no pocos clichés 
con que creíamos entender al mundo y a nuestros países pasaron a 
cuestionarse. Tras la revolución político‑cultural que en 1968 
estremeció a Europa y algunos países americanos, varios pilares 
ideológicos que oficiaban como lugares comunes quedaron en entredicho. 
Entre ello el liberalismo, la democracia oligárquica, las disyuntivas 
entre reforma o revolución social y los modelos establecidos de 
socialismo, arrollados por la emersión de unas criaturas políticas y 
conceptuales tan vigorosas como los movimientos afroasiáticos y 
latinoamericanos de liberación nacional, la guerra de Argelia, la 
revolución cubana, la lucha del pueblo estadunidense por los derechos 
civiles y contra la guerra en Vietnam, entre otros.
 Eso incluyó revisar nociones que parecían simples pero eran base de 
decisiones trascendentes. Por ejemplo, en Panamá –país que padeció tanta
 demora y volteretas para darse una identidad y buscarle opciones–, 
cosas tan elementales como comprender su ubicación en el planeta y sus 
consecuencias. Recuerdo cuando a mediados de los 70 interrumpí una sabia
 charla de Raúl Leis para señalar que es un erróneo cliché repetir que 
Suramérica está al Sur del país y Centroamérica al Norte. Suramérica 
está al Oeste –incluso parte de Colombia y gran parte de Venezuela 
ocupan latitudes que están más al Norte que la de Panamá–. Y que Vasco 
Núñez de Balboa no cometió una bobería al nombrar Mar del Sur al océano 
que encontró al cruzar el Istmo, pues brújula en mano sabía que en esa 
dirección había caminado desde el Caribe, situado al Norte. Solo después
 los peninsulares “descubrirían” que el Pacífico está al Oeste de las 
Américas, aunque en el Istmo que las conecta esto no era evidente.
Con
 tales boberías hay que ser riguroso, porque precisarlo cuestiona otros 
dos lugares comunes que entonces se daba por establecidos: uno, que es 
falso que un istmo conecte dos océanos pues, al contrario, los separa. 
Lo que conecta mares son los canales, ya sean naturales o artificiales. 
Por eso quien controla un canal domina el paso entre dos mares. En 
consecuencia, aquí para controlar ese paso a los gringos les bastaba 
dominar la franja de tránsito, y les era indiferente que el resto del 
país siguiera en la miseria, con tal de que no molestase su poder sobre 
esa área.
La otra muletilla que esta simple observación cuestiona 
es una que aún revolotea por ahí. La de si Panamá es un país 
centroamericano. Desde luego, la geografía del Istmo por su extremo 
Oeste empalma con Centroamérica, aunque la mayor parte de la historia 
colonial y colombiana del territorio lo asoció a Suramérica, y las 
odiseas del tránsito peruano, del ferrocarril y del canal le agregaron 
vinculaciones con el Caribe. Pero, en lo personal, yo nací en Puerto 
Armuelles, junto a la frontera con Costa Rica, país hacia donde no 
existía carretera. En los años 30 lo único que nos relacionaba con 
Centroamérica es que aquí y acullá dominaba la United Fruit Company –la Compañía– y que de aquel lado venían peones para tumbar bosque y cargar banano. Es decir:
 la comunicación e intercambio con el resto de Panamá era mala, con 
Centroamérica era nula, pero con los grandes puertos de ambas costas de 
Estados Unidos era copiosa y casi diaria. Y en la población local eran 
más numerosos los trabajadores venidos del Caribe y los descendientes de
 gnöbes –ya expulsados de sus fértiles tierras originarias–, pero eran 
pocos los técnicos centroamericanos, traídos por la compañía. Y reinaba 
una tosca y rubia élite norteamericana.
Así que hallar la ubicación y pertenencia de tu país en el mundo es cosa importante, hasta para la salud mental de cada quien.
 Corrían los años de la Segunda Guerra Mundial y la obsesión de los 
gringos era la ofensiva japonesa. En el barrio alto del pueblo –“la 
Zona”– hasta practicábamos black outs y nos enseñaban cómo sobrevivir a los bombarderos nipones. En la escuela las teachers
 eran gringas y la mayoría de los chicos también. En los recreos se 
jugaba a la guerra aérea, rugíamos como aviones y nos ametrallábamos, 
pero a los pocos panameños nos tocaba ser los japoneses y rodar abatidos
 por el suelo (así aprendimos a situarnos del lado opuesto al de las mises, los compañeritos gringos y de sus mamases y papases).
 Según en qué parte del mundo aprendas a ubicarte, y con qué parte del 
globo los demás han aprendido a situarte, irás construyendo –aunque no 
lo sepas– tu propia identidad. Asumir la panameña no era fácil, pues 
según te clasifican te ves. Por circunstancias que no vienen al caso, de
 pronto mis padres se mudaron a Brasil, cosa que en tiempos de la Guerra
 no era rápida: estuve unas semanas en la ciudad de Panamá, por San 
Francisco de la Caleta. Recuerdo que al otro lado de la calle se 
extendía la base militar de Punta Paitilla, desde la Caleta (donde hoy 
está Atlapa) hasta la desembocadura del río Matasnillo. Día y noche 
traqueteaban las prácticas antiaéreas y el vuelo rasante de los aviones.
 Hasta el perico de la casa hacía como ametralladora, el único lenguaje 
humano que pudo aprender. Y sobre el mar, al horizonte lo dibujaba la 
fila de buques cargados de jovencitos gringos y puertorriqueños 
destinados al matadero asiático.
El Istmo andaba envuelto en un 
cambio de época. Todavía en las primeras décadas del siglo XX era 
habitual la aspiración de hacer estudios superiores en Bogotá, el nimbo 
cultural del Panamá ilustrado. No pocos se hicieron profesionales allá, 
así como otros en Lima y algunos en La Habana, pero solo Europa superaba
 a Bogotá. En pocas palabras, la centroamericanización del 
istmo se implantó luego del Canal estadunidense, en la secuela de una 
política encaminada a hacer más drástica nuestra separación de Colombia.
 Con ello vendría asimismo el impulso a estudiar en Estados Unidos, la 
nueva Meca de la clase dominante. Centroamericanizar la ubicación del 
país ya atrapado por el imperio reflejó una política dirigida a 
alejarnos de eventuales reivindicaciones colombianas y solidaridades 
peruanas o venezolanas. Esto es, a aislar al país, mudándonos 
conceptualmente a una región con la cual no teníamos comunicación ni 
historia común.
Lo que años después incentivaría asimismo el 
propósito de construir la carretera a Centroamérica –significativamente 
nombrada la Panamericana–, a la vez que hizo proliferar los 
pretextos para rechazar toda posibilidad de hacerla hacer otra a 
Colombia y Suramérica. Así el Istmo, en vez de realizarse como el puente
 entre los dos continentes de las Américas, quedó en punto terminal de 
una ruta al Norte, que muere en la zona canalera. Una asimetría que aún 
contradice el hecho de que los istmos enlazan continentes, recurso que 
esa política le negó a Panamá, negándonos el recurso de ejercer como 
puente intercontinental.
Por mi parte, el siguiente peldaño en la 
busca de la ubicación de mi país en el planeta ocurrió de nuevo en la 
escuela, esa vez en São Paulo. Al inicio de clases, la maestra 
preguntaba a los recién llegados: ¿de dónde tú vienes? Y una mayoría de 
niños migrantes íbamos contestando: de Pernambuco, de Bahía, de Mato 
Groso… hasta que un imprevisto trabó la rutina, cuando respondí: “de 
Panamá”. Sorprendida, alzó el dedo y corrigió: No chiquillo, no es así: se dice “Paraná”. Poco valieron mis protestas; la buena mestra decidió informar a mi madre que su hijo, además de un desajuste sicológico, tenía problemas de dicción.
Fue
 un trauma peor que el de la guerra aérea. Volví a casa desconcertado: 
ahora mi país no pasaba de ser un defecto del habla. Sin embargo, la 
historia patria enseguida vino a mi rescate, de un modo que permite 
precisar cuándo aquello sucedió: estábamos a mediados 
de diciembre de 1947. A la entrada del edificio yacía un periódico de 
ayer cuya primera plana destacaba una noticia asombrosa. Recién 
concluida la guerra, cuando la superpotencia norteamericana tenía al 
planeta en el puño del terror atómico, en una pequeña nación el día 12 
de ese mes la gente había salido a las calles a exigirle al ejército más
 poderosos del mundo abandonar más de 300 sitios de defensa y replegarse
 en la Zona del Canal. Y había tenido éxito.
La siguiente mañana 
regresé a la escuela con un periódico viejo y un orgullo nuevo que no 
cupo en el salón. Panamá no solo existe, sino que cuando se identifica 
como una nación con sus propios objetivos es capaz de proezas que ni 
Brasil ni Europa osaban imaginar. El apodo infantil que mis compañeritos
 me habían endilgado cambió de sentido: en vez de 
aludir a un defecto oral pasó a honrar a un pueblo glorioso. Aquel 12 de
 diciembre los panameños no solo hicieron saber que ya éramos mucho más 
que un pedazo de tierra desgajado a Colombia; como en La Rosa de los Vientos, cuando la nación asume sus retos “la azota el vendaval, pero crece por dentro”.
 Mas la proeza del 47 no bastó. Esa historia patria aún tendría –y aún 
tendrá– que sumar otras gestas, como las del 58, del 64 y de los años 
70, con las cuales su pueblo continuó forjándose un lugar reconocido y 
respetado en el planeta. Como nunca antes, la geografía moral y política
 de este terruño logró hacerse mejor comprendida fue cuando Torrijos la 
resumió en la extraordinaria metáfora pedagógica de “la quinta 
frontera”, con la que el mundo comprendió el contrasentido de que en 
Panamá había cinco puntos cardinales.
Sin embargo, a los panameños
 todavía nos falta entender que, pese a todo, estos continúan siendo 
cinco, y que una vez más el quinto es el punto más complicado. Al Norte 
tenemos frontera con el Caribe, al Este con Centroamérica, al Oeste con 
Colombia, y al Centro limitamos con nosotros mismos, el más dañado de 
nuestros puntos, desde que tras recuperar el núcleo del país lo hemos 
dejado volver a ser una zona enajenada. Solo reanudar el coraje moral y 
la perspectiva transformadora de nuestras gestas constructoras de nación
 podrá sacarnos del pantano neocolonial donde la rapacidad de unos y la 
acomodaticia cobardía de otros nos han vuelto a desacreditar.
- Nils Castro es escritor y catedrático panameño.
 
 
 
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