León Bendesky
El cambio climático
y la amplia relación entre las actividades humanas y la naturaleza es
hoy un factor político de primera línea. Involucra la vida misma de los
seres vivos y la organización de las sociedades dentro de la complejidad
en que ahora las conocemos.
Tomemos a la naturaleza de modo general, como el mundo material,
incluidos, por necesidad, los seres humanos. Y consideremos el medio
ambiente precisamente como el elemento en que existen personas,
animales, plantas, recursos y cosas. Éste considera las interrelaciones
de los seres vivos y su entorno, de donde se desprende la noción del
ambiente.
Se trata, pues, del espacio, próximo o distante, del ser humano y
sobre el que éste actúa, pero que, sin duda, repercute a su vez sobre
él. Este proceso determina de maneras diversas su modo de vida, su misma
existencia. Igualmente, define la configuración de la sociedad, las
formas del gobierno y las manifestaciones del poder.
Hay una dinámica de retroalimentación entre los fenómenos naturales y
los que se denominan antrópicos, es decir, los que están producidos o
modificados por la actividad humana.
Las formas de organización social y su propio desarrollo modifican
constantemente el sistema, como sucede, por ejemplo, de modo directo con
la tecnología, las leyes y las normas, los patrones de las inversiones,
el acceso tan diferenciado a los recursos. La sociedad, entonces,
participa como causa y consecuencia de modo constante, ya sea en
términos inmediatos o en el mediano y largo plazos.
En la disputa actual sobre las condiciones del medio ambiente y sus
manifestaciones se ponen de relieve diferentes modos de aproximarse al
problema, entre ellos el que se deriva del conocimiento científico, el
que surge de las ideologías, el que tiene que ver con los negocios, los
intereses económicos y la rentabilidad del capital y también el asociado
con la pura rapiña.
El conflicto es la marca de los debates sobre el cambio climático. Es
cada vez más evidente, como pudo verse recientemente en la reunión de
la élite mundial en Davos. Ahí están las declaraciones de Donald Trump,
quien llamó
profetas de la fatalidada los que sostienen la alarma ambiental y, según dice, predicen el apocalipsis.
Nada lo conmueve: pérdidas de vidas, incendios masivos, inundaciones,
tormentas, especies que pueden extinguirse, destrucción de ríos y
océanos. No tiene duda alguna sobre la cuestión ambiental. No sospecha.
Ofrece que su país está comprometido a
conservar la majestuosidad de la creación de Dios y la belleza natural de nuestro mundo. Al mismo tiempo promueve la industria del carbón, el fracking para aumentar la extracción de gas y petróleo del subsuelo y se retira del Acuerdo de París sobre el cambio climático, firmado a finales de 2015.
En el proceso del crecimiento económico y los patrones prevalecientes
de la generación de ganancias, basados en el uso de las fuentes
convencionales de energía, como los combustibles fósiles (carbón,
petróleo y gas que generan dióxido de carbono y otros de los denominados
gases invernadero), está situada la parte esencial de la disputa sobre
el cambio climático global y la resistencia a una transición más
acelerada de las fuentes de energía.
El secretario del Tesoro de Estados Unidos dejó muy clara la postura
de su gobierno y la que sostienen muchas grandes empresas. Calificó de
inviables las medidas que se exponen en torno a las fuentes alternativas
de energía. Afirmó que el acceso a energías más baratas es más
importante para el crecimiento que invertir en tecnologías verdes.
Con respecto a los modelos existentes de transición energética dijo
que no debemos engañarnos, pues no hay manera de modelar los riesgos
climáticos en un horizonte de 30 años con suficiente nivel de certeza.
Añadió que la economía mundial depende del acceso a costos razonables a
las fuentes de energía en las próximas dos décadas para crear empleos y
el crecimiento de la economía.
Certidumbre no hay, en efecto, sobre la evolución del cambio
climático, pero sí hay tendencias observables y hechos concretos que no
pueden despreciarse. En este caso, el secretario del Tesoro y
funcionarios y políticos en todas partes habrían de adoptar,
necesariamente, la perspectiva de la incertidumbre radical.
Esta idea expresa que no sólo no sabemos lo que va a pasar, sino que
además es limitada la capacidad para describir lo que podría pasar. Esto
lleva a distinguir el riesgo, que puede abordarse mediante la
aplicación de las probabilidades, de lo que puede llamarse incertidumbre
real a la que no puede aproximarse de tal manera.
Un asunto que no puede dejarse de lado es que cualquier transición
energética impone costos y exigencias tecnológicas de muy distinto tipo.
Obviamente, no todos los países pueden soportar tales costos y demandas
de la misma manera. Dicha transición puede significar la creación de
condiciones de una creciente distancia en materia de crecimiento y
desarrollo.
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