Aún
se desconoce el tipo de justicialismo que prevalecerá con Alberto
Fernández. En el pasado hubo nacionalismo con reformas sociales,
virulencia derechista, virajes neoliberales y cursos progresistas. Menem
y Kirchner fueron los extremos de ese pragmatismo.
El
peronismo contuvo al sindicalismo y amortigua a los movimientos
sociales. Se recicla frente a crisis mayúsculas y fracasos de sus
adversarios liberales. Su extinción o eternidad no está predeterminada.
No converge con el proyecto socialista, ni ha podido extirpar a sus
vertientes reaccionarias. Es imposible forjar una alternativa de
izquierda desechando el manejo del Estado y desconociendo los virajes
progresistas del peronismo.
Con la presidencia de
Alberto Fernández comienza el quinto gobierno peronista de la historia
argentina. Aún se desconoce la modalidad de justicialismo adoptará ese
mandato y los cuatro antecedentes previos ofrecen pistas
contradictorias. Ese movimiento transitó por caminos contrapuestos que
explican su permanencia.
Variantes de justicialismo
El
peronismo es la estructura política dominante desde la mitad del siglo
pasado. Mantiene gran primacía como cultura, fuerza electoral y red de
poder.
Su versión clásica (1945-55) se inspiró en el
nacionalismo militar y apuntaló a la burguesía industrial, en conflicto
con el capital extranjero y las elites locales. Las confrontaciones con
las potencias imperiales nunca alcanzaron la intensidad de los procesos
radicales antiimperialistas (Arbenz en Guatemala, Torrijos en Panamá).
Pero incluyeron choques del mismo alcance que otras presidencias
progresistas (Cárdenas en México).
El primer peronismo
implementó mejoras sociales de enorme envergadura. En ningún otro país
de la región se forjó un estado de bienestar tan próximo a la
socialdemocracia europea. Por esa razón logró un inédito sostén en la
clase obrera organizada. Resulta difícil encontrar otro ejemplo
internacional de identificación tan estrecha del proletariado con un
movimiento no comunista, socialista o anarquista.
El
segundo peronismo fue totalmente diferente (1973-76). Estuvo signado por
la violenta ofensiva de las vertientes fascistas (López Rega) contra
las corrientes radicalizadas (JP, Montoneros). La derecha arremetió a
los tiros contra la vasta red de militancia forjada durante la
resistencia a la proscripción de Perón. Actuó con furia
contrarrevolucionaria en el contexto insurgente de los años 70.
La
presencia de esos dos polos extremos al interior del mismo movimiento
fue una peculiaridad de ese peronismo. Incluyó corrientes antagónicas,
que en el resto de América Latina confrontaban en organizaciones
opuestas. La convivencia de Argentina era inimaginable en otras
latitudes como Chile, dónde Pinochet y Allende nunca compartieron el
mismo el espacio.
El tercer peronismo fue neoliberal. En
los años 90 Menem puso en práctica las políticas de privatización,
apertura comercial y flexibilización laboral, que implementaban los
thatcheristas de todo el mundo. No fue el único converso de ese período
(Cardoso en Brasil, PRI de México), pero nadie corporizó una deserción
tan impúdica del viejo nacionalismo.
El riojano perpetró
atropellos que superaron las tropelías del antiperonismo. Atacó a los
huelguistas de la telefonía, el petróleo y los ferrocarriles que se
oponían a las privatizaciones, desarticuló los sindicatos combativos y
domesticó a la burocracia sindical. Menem aprovechó el contexto
internacional de euforia neoliberal y el agobio interno generado por la
hiperinflación, para imponer su terrible modelo de injusticia social.
Sus
agresiones demostraron hasta qué punto el peronismo puede encabezar
procesos regresivos. Esa misma mutación reaccionaria se verificó en
otros casos, como el MNR de Bolivia o el APRA de Perú. Pero esas
formaciones se extinguieron o abandonaron definitivamente todo nexo con
su base popular. Afrontaron la disolución o el declive.
En
cambio el peronismo recompuso la fidelidad de su electorado,
modificando el principal cimiento de ese sostén (sindicatos,
precarizados, funcionarios, capitalistas). Siempre mantuvo una relación
tensa con el establishment y nunca logró la adhesión perdurable de la
clase media. El grueso de ese sector preservó su afinidad con otros
partidos tradicionales.
Los tres peronismos del siglo
pasado ilustran la multiplicidad de variedades que asumió ese
movimiento. Ha protagonizado grandes crisis y sorpresivas
reconstituciones. De cada desplome emergió un nuevo proyecto amoldado a
los tiempos.
El progresismo kirchnerista
El
kirchnerismo encabezó un cuarto peronismo de índole progresista. Retomó
con otros fundamentos las mejoras del primer periodo. El viejo
paternalismo conservador fue reemplazado por nuevos idearios
pos-dictatoriales de participación ciudadana. La confrontación interna
con la derecha no fue dramática y se zanjó con un distanciamiento del
duhaldismo.
Kirchner reconstruyó el aparato estatal
demolido por el colapso del 2001. Restableció el funcionamiento de la
estructura que garantiza los privilegios de las clases dominantes. Pero
consumó esa reconstitución ampliando la asistencia a los empobrecidos,
extendiendo los derechos democráticos y facilitando la recuperación del
nivel de vida. Su gestión incluyó alejamientos del justicialismo
ortodoxo e intentos de refundación “transversal”. Hubo un infructuoso
tanteo de confluencia con los herederos del alfonsinismo.
Kirchner
se amoldó al nuevo escenario de regresión industrial y fractura entre
trabajadores formales y precarizados. Mantuvo el soporte popular del
peronismo, pero tomó distancia de la clase obrera, buscando neutralizar
el protagonismo sindical.
Cristina introdujo una impronta
más combativa, gestada en la confrontación con la derecha (agro-sojeros,
medios de comunicación, fondos buitres). Esa polarización quebró el
equilibrio que había mantenido Néstor con todos los grupos de poder.
El
cristinismo alumbró agrupaciones juveniles contestatarias y multiplicó
las enemistades con gobernadores, intendentes y jerarcas sindicales. El
inesperado carisma de CFK resucitó identificaciones populares y odios
del liberalismo.
Cristina reforzó la autonomía de Estados
Unidos inaugurada con el entierro del ALCA, la creación de UNASUR y el
acercamiento a Rusia y China. Esta distancia con Washington retomó la
tradicional lejanía del peronismo pre-menemista con el Departamento de
Estado. Pero también hubo una gran afinidad con Israel que potenció el
embrollo con Irán.
El cuarto peronismo se ubicó en la
centroizquierda regional (junto a Lula, Correa y Tabaré), pero
estableció nexos más estrechos con las vertientes radicales de Chávez y
Evo.
Esa flexibilidad de la diplomacia kirchnerista
sintonizó con el viraje económico neo-desarrollista. En un marco de
rebote productivo interno y alta valorización internacional de las
exportaciones se logró acelerar la recuperación del PBI. La regulación
estatal no modificó la base exportadora primarizada, pero oxigenó a la
industria con alientos del consumo.
El neo-desarrollismo
kirchnerista incluyó la renegociación de deuda con una importante quita,
la nacionalización del sistema privado de pensión y el control
cambiario. Implicó más intervencionismo que el auspiciado por Lula, pero
no introdujo las medidas socialdesarollistas que propiciaba la
heterodoxia radical. La auditoria de la deuda, la nacionalización
comercio exterior y la regulación de los bancos no fueron considerados.
También fue desechado el esquema boliviano de nacionalizar el petróleo y
el gas para reinvertir la renta energética.
Néstor y
Cristina apostaron al virtuosismo de la demanda y confiaron en las
promesas de los empresarios afines. Pero no consiguieron las inversiones
prometidas por esos capitalistas, que prefirieron fugar gran parte del
capital receptado a través de los subsidios. La inflación, el déficit
fiscal y las devaluaciones reaparecieron, junto a la consolidación del
basamento extractivo agro-exportador, la estructura industrial
dependiente y el sistema financiero ineficiente. El neo-desarrollismo no
pudo contrarrestar las adversidades estructurales que corroen a la
economía argentina.
El kirchnerismo participó del ciclo
progresista regional con una impronta peronista. No compartió la matriz
socialdemócrata de endiosamiento institucional que imperó en Brasil,
Uruguay. Prevaleció la norma presidencialista, los mecanismos
delegativos y los órganos para-institucionales.
Este rumbo
fue conceptualizado a través de elogiosas teorías del populismo, que
impugnaron las fantasías republicanas, exaltando la gravitación del
liderazgo y la necesidad del conflicto.
Esa mirada también
confluyó con la vieja animosidad peronista hacia el socialismo. El
“pos-marxismo” pro-populista empalmó con los prejuicios anticomunistas y
contrastó con el reencuentro de Evo y Chávez con la revolución cubana.
En su hostilidad al proyecto anticapitalista Néstor y Cristina
mantuvieron su fidelidad a los tres peronismos precedentes.
Pragmatismo sin fronteras
El
primero y el segundo peronismo gobernaron un país que conservaba la
dinámica floreciente del pasado. La tercera y cuarta versión intentaron
remedios contrapuestos a la monumental crisis de las últimas décadas.
Ese retroceso económico incluye agudos colapsos periódicos. En muy pocos
países se observan oscilaciones tan abruptas del nivel de actividad,
fugas de capital tan significativas y niveles tan persistentes de
inflación.
Ese tormentoso escenario es un efecto de las
adversidades generadas por la globalización. El país albergó una
industrialización temprana, con gran desenvolvimiento del mercado
interno e importantes conquistas sociales. Esa estructura no encaja con
el capitalismo actual y por esa razón la sucesión de ajustes no tiene
fin.
El mismo desacople padecen otras economías medianas
como Brasil y México. Pero Argentina no tiene las compensaciones del
enorme mercado vigente en el primer caso. Tampoco cuenta con la
proximidad de negocios en Estados Unidos que atempera la crisis azteca.
Países como Chile o Perú carecen de parques industriales significativos y
están menos afectados por la regresión fabril de Sudamérica. La crisis
argentina supera, además, a todos sus vecinos por la pérdida de la
tradicional primacía de las exportaciones agropecuarias.
Las
dos respuestas simétricas ensayadas para lidiar con esas desventuras
tuvieron nítidos exponentes en el peronismo. La salida neoliberal -que
propicia una mayor reprimarización- fue motorizada por el menemismo y la
opción neo-desarrollista -que intenta preservar la estructura
industrial- fue promovida por el kirchnerismo. Ninguno pudo encarrilar
su proyecto y ambos quedaron a mitad de camino. En los dos intentos se
corroboró cómo la obsolescencia económica perpetúa la inestabilidad
política.
Las versiones antitéticas del peronismo
contemporáneo buscaron resoluciones también contrapuestas, al deterioro
del aparato represivo que incomoda a las clases dominantes. El uso
corriente de la coerción ha quedado muy afectado en Argentina por el
repliegue del poder militar. El viejo protagonismo político del ejército
fue socavado por los crímenes de la dictadura, la aventura de Malvinas y
la derrota de los levantamientos de carapintadas. Por eso las
Fuerzas Armadas no ejercen el control explícito que exhiben en Colombia,
México o Brasil o el rol subyacente que juegan en Chile o Perú.
El
menemismo intentó restaurar esa gravitación, creando una nueva fuente
de negocios en el submundo del tráfico de armas. Pero esa peligrosa
incursión naufragó entre grandes escándalos (venta de armas a Ecuador y
Croacia), enigmáticos atentados (embajada de Israel, AMIA, Rio Tercero) y
dudosos accidentes (Carlitos Menem).
Por el contrario
Kirchner profundizó la desarticulación del poder militar, para afianzar
una institucionalidad plenamente civil. Por eso reinició los juicios a
los genocidas y adoptó la agenda democrática de las Madres (conmemoraciones del 24 de marzo, recuperación de los nietos, rescate de la memoria de los desaparecidos).
Menem
y Kirchner transitaron por senderos muy opuestos en el terreno de la
economía, la política y las instituciones. Ese contraste ilustró cómo el
peronismo gestiona pragmáticamente el poder, seleccionando la opción
que mejor se amolda a cada escenario.
Contención de la beligerancia
La
continuada presencia del peronismo obedece también al sostenido nivel
de movilizaciones populares. Esa disposición de lucha condujo desde el
fin de la dictadura a 40 huelgas generales. La sindicalización se ubica
en el tope de los promedios internacionales y su incidencia es notoria
en los momentos de gran conflicto. Por esa gravitación de la
intervención popular, Argentina ocupa en América Latina un lugar
equiparable a Francia en Europa. Define una tónica de resistencia que
impacta sobre el resto de la región.
Los dos primeros
peronismos utilizaron el aparato del PJ (y su extensión en la CGT) para
lidiar con esa beligerancia. Pero desde los años 80 debieron actuar
también frente a movimientos sociales surgidos de la pauperización que
afecta al país.
Como un tercio de la población ha sido
empujada a la miseria, todos los gobiernos han incorporado el
asistencialismo en gran escala. Los planes de auxilio se han convertido
en un gasto indispensable para la reproducción del tejido social. El
empobrecimiento argentino es un efecto de la regresión económica
contemporánea y no del subdesarrollo histórico de América Latina. Esa
degradación ha producido formas de resistencia muy enlazadas con la
belicosidad precedente.
Los movimientos sociales ocupan un
lugar protagónico en la protesta actual. Irrumpieron en los piquetes
callejeros contra el desempleo y descollaron durante la alianza con las
cacerolas de la clase media expropiada por los banqueros.
Su
gravitación obedece al cambio registrado en el entramado social. La
regresión fabril ha desplazado gran parte de las demandas en las
fábricas a exigencias en las calles. Los precarizados peticionan al
Estado sin detentar los resortes de la producción. Esa combatividad de
los movimientos permitió conquistar la asignación universal, cuando la
extensión de las marchas asustó a las clases dominantes.
El
kirchnerismo se amoldó al nuevo escenario, pero supuso que la
reactivación económica absorbería paulatinamente el desempleo y diluiría
la incidencia de los movimientos sociales. Esa reducción significativa
de la desocupación no se efectivizó y la pobreza se mantuvo en un
invariable piso del 30% de la población.
Frente a este
resultado el cuarto peronismo amplió el número de los planes sociales.
La bancarización de ese derecho -mediante una tarjeta asignada a cada
beneficiario de la AUH- no alteró la gravitación de las nuevas
organizaciones populares.
Estos agrupamientos superaron
con mayor implantación territorial su status inicial de resistentes. La
denominación de “piqueteros” -que aludía a una forma de lucha- fue
reemplazada por el término más apropiado de movimientos sociales. En
cada país esa denominación alude organizaciones de distinto tipo. En
Argentina involucra agrupamientos de precarios y desocupados y no de
pueblos originarios (Bolivia) o de campesinos (Brasil).
Los
movimientos tantean actualmente un proceso de sindicalización. Por el
volumen de sus afiliados, esa agremiación los convertiría en el segundo
conglomerado del país. La cúpula de la CGT resiste esa incorporación
masiva de nuevos cotizantes, que rompería todos los equilibrios del
universo sindical.
La relación del kirchnerismo con los
movimientos sociales atravesó por todas las alternativas imaginables.
Hubo afinidad, tensión, alejamiento y ruptura. La pesadilla vivida
recientemente con el macrismo condujo al reencuentro. Esa cambiante
sucesión de aproximaciones y distanciamientos reproduce la relación del
justicialismo clásico con el sindicalismo. Amortiguar y disciplinar la
belicosidad popular es una persistente necesidad del peronismo.
Los fracasos de la derecha
La
renovación periódica de la principal fuerza política del país es
también consecuencia de la probada impotencia de sus adversarios. Desde
el golpe gorila del 55´ ningún gobierno de la derecha liberal logró
estabilizar su gestión. Fallaron las dictaduras y las vertientes civiles
que timoneó el radicalismo.
El peronismo implementa un
manejo flexible del Estado, con favoritismos cambiantes amoldados a la
movilidad social que propicia. Por eso ha lidiado mejor con una crisis
estructural que nadie logra resolver.
La derecha tuvo su
mayor oportunidad con Macri, al conseguir el primer acceso a la
presidencia por vía electoral. Pero esa apuesta del antiperonismo
terminó en un fulminante naufragio. Los CEOs del PRO exhibieron una
incapacidad mayúscula para remontar las adversidades de la economía.
Tampoco lograron doblegar la resistencia popular que mantuvo las
movilizaciones y los piquetes.
Esa doble incapacidad del
macrismo socavó la consolidación de la “nueva hegemonía derechista”, que
algunos analistas entreveían como el gran logro de Cambiemos.
En muy poco tiempo se verificó el carácter efímero de una supremacía
asentada en coyunturas electorales y atontamientos mediáticos.
El
macrismo intentó disfrazar su conservadurismo con mensajes de
neoliberalismo modernizado, publicidad de emprendedores y exhibición de
individualismo mercantil. Pero gobernó con demagogia electoral, gasto
público y recreación de las viejas mañas de la partidocracia.
La coalición encabezada por el PRO ni siquiera pudo repetir el corto escenario de calma que generó el espejismo de la Convertibilidad. En la competencia entre gobiernos reaccionarios, el peronismo menemista exhibió mayor eficacia que Cambiemos.
El
fracaso del último cuatrienio confirma la notoria incapacidad
gubernamental de la derecha argentina, en comparación a sus pares de
Colombia, Perú o Bolivia. También ratifica su dificultad para instalar
exponentes extremos en el terreno político (Olmedo) o económico
(Espert).
Lo mismo ocurre con las modalidades
ultra-derechistas que se expanden con disfraces evangélicos y mensajes
de xenofobia. No han logrado la penetración conseguida en otros lugares.
Se mantienen agazapadas en el país, sin avizorar irrupciones virulentas
(Bolivia), incursiones sistemáticas (Venezuela) o despliegues de terror
(Colombia). No cuentan tampoco con la raigambre pinochetista que
tuvieron en Chile.
Por estas diferencias no se afianzó un
personaje como Bolsonaro, que en Brasil rememora a la dictadura
desarrollista y a sus militares impunes. Allí consagra las tradiciones
regresivas de una historia nacional signada por el orden. Esa
trayectoria contrasta con la convulsión que ha primado en Argentina.
El
peronismo obedece también a esos contrastes, que lo inducen a
incorporar a todas las opciones posibles a su juego interno. No es
casual que el único aspirante a emular a un Bolsonaro sea un
experimentado oportunista del justicialismo (Pichetto).
Extinción versus eternidad
Dos
tesis contrapuestas sobre el futuro del peronismo han disputado
preeminencia desde la mitad del siglo pasado. Los teóricos de la
eternidad confrontan con los previsores de la desaparición. En los
períodos de auge justicialista prevalece el primer diagnóstico y en las
etapas de crisis el segundo.
El postulado de invariable
perdurabilidad se basa en la probada recreación que ha logrado el
peronismo. Las versiones más extremas identifican esa regeneración con
la propia naturaleza del país. Estiman que se ha forjado una unión
indisoluble entre el justicialismo y la argentinidad.
Pero
si existió un país pre-peronista, cabe imaginar también otro
pos-peronista. Ningún movimiento histórico tiene garantizada su
continuidad hasta el fin de los tiempos. La permanencia que logró el
justicialismo no implica duración infinita.
Ha subsistido
por la peculiar irresolución de una prolongada crisis que degrada al
país sin transformarlo. La persistencia de las mismas tradiciones
políticas en ese escenario constituye un singular desarreglo histórico.
Lo más corriente en otros países ha sido el proceso opuesto de fuerte
declive de las estructuras políticas que pierden sus cimientos. Esa
erosión desintegró arraigados partidos (conservadores,
democratacristianos, socialdemócratas, comunistas) durante las últimas
décadas. El peronismo no está intrínsecamente inmunizado contra ese
ocaso.
La tesis opuesta ha previsto una y otra vez la
desaparición de ese movimiento. En los últimos años ese pronóstico fue
enfáticamente retomado por los intelectuales del macrismo. Estimaron que
la gran mutación social padecida por Argentina, conduciría a la
sustitución de la columna vertebral del justicialismo (clase obrera) por
nuevos trabajadores informales, carentes de identificaciones y
lealtades.
Ese diagnóstico quedó refutado por la fulminante victoria del Frente de Todos. El peronismo no sólo derrotó a Cambiemos. Conquistó nuevas gobernaciones, quórum propio en el senado y mayoría total en diputados.
La
hipótesis del fin del peronismo por expansión de los precarizados,
omitió que esa transformación social no tiene correlato automático en la
esfera política. Es cierto que los movimientos sociales recientes
surgieron fuera del peronismo, pero mantienen una ambigua relación con
esa estructura y lo votaron mayoritariamente para desembarazarse de
Macri.
Los pensadores de la derecha supusieron que la
fractura social creaba un vacío disponible para cualquier modalidad de
oficialismo. Por eso combinaron el padrinazgo estatal con una
esquizofrénica andanada de agresiones y dádivas. Por un lado, propagaron
infamias contra los empobrecidos (“planeros”, “vagos”, “mujeres que se
embarazan para cobrar la asignación”) y por otra parte propiciaron la
despolitización, con la expectativa de erosionar las viejas fidelidades
electorales.
Los dos operativos fallaron. Los movimientos
sociales consolidaron su presencia con acciones que contuvieron la
degradación social y preservaron el legado político previo. Los
intelectuales del liberalismo confundieron por enésima vez su deseo con
la realidad y el esperado declive de su rival desembocó en un proceso
inverso de resurgimiento.
La experiencia de los últimos
cuatro años confirma la intrínseca irresolución del debate entre los
previsores del entierro y la perpetuación del justicialismo. Por eso
resulta más útil indagar las causas del pasaje de un peronismo a otro,
en medio de crisis mayúsculas. Esas convulsiones han amenazado
efectivamente la supervivencia de ese movimiento. Pero hasta ahora el
justicialismo evitó su extinción encontrando nuevos formatos de
gobierno. El quinto peronismo encarna un nuevo intento de esa
remodelación.
Desaciertos y decepciones
Desde
su irrupción el peronismo suscitó reacciones contradictorias en la
izquierda. Hubo períodos de crítica furibunda y momentos de resignada
subordinación.
Las diferencias ideológicas que separan a
ambas formaciones son mayúsculas. El peronismo propugna la humanización
del capitalismo suponiendo que ese sistema permite la equidad, si se
compatibilizan los intereses de los patrones y los asalariados. Por eso
propone el arbitraje del estado para armonizar ambas partes, en una
“comunidad organizada” y rectora de los destinos de la nación.
La
izquierda resalta, por el contrario, que los capitalistas lucran con la
explotación de los asalariados y utilizan los recursos públicos para
garantizar sus privilegios. Recuerda que suelen ampliar esos beneficios
erosionando la soberanía nacional.
Esos principios
contrapuestos -que separan a los marxistas de los peronistas- no definen
la política de la izquierda, hacia el movimiento que conserva la
adhesión mayoritaria de la población.
Ese continuado
predominio indujo a diferentes estrategias para transformar, eludir o
erradicar al peronismo. Con distintas opciones se intentó revertir el
gran pecado de origen, que convirtió al justicialismo en un partido de
masas. En los años 40 los socialistas y comunistas coincidieron con la
derecha liberal, en el hostigamiento común a Perón.
Esa
convergencia compartió la falsa acusación de “fascista”, esgrimida
contra el nuevo líder por el bloque anti-alemán de la URSS y los
Aliados. La subordinación a ese alineamiento geopolítico encegueció a la
izquierda, impidiéndole registrar el carácter nacionalista y reformista
del naciente peronismo. Esa miopía permitió que el justicialismo
surgiera con el sostén de sectores provenientes del anarco-sindicalismo y
del socialismo.
Para enmendar ese descomunal desacierto,
muchas corrientes familiarizadas con la izquierda propugnaron el
posterior ingreso al peronismo. Imaginaron distintos caminos para
inducir su conversión en una fuerza pro-socialista. Esa expectativa
incluyó la asunción total o parcial de la identidad peronista. En el
cenit de ese proyecto se batalló por forjar la “patria socialista” que
imaginaban sectores de la JP, el Peronismo de Base y los Montoneros.
La
cúpula del PJ cerró violentamente el tránsito por ese rumbo. Bajo
directivas del propio Perón se desencadenó un baño de sangre para
eliminar a todas las vertientes radicalizadas (“infiltrados”).
El
férreo verticalismo que el conductor introdujo en su primer mandato
(para restringir huelgas y limitar la autonomía de los líderes
sindicales) fue reforzado en el segundo período, para perpetrar una
contrarrevolución. Los crímenes de Isabelita y la Triple A pavimentaron
el camino de Videla y sepultaron las ilusiones de transformación
socialista del peronismo.
Ese proyecto se extinguió por
completo, pero dejó una vertiente más moderada que propugna la
conversión del peronismo en una fuerza acabadamente progresista. Ya no
esperan una evolución anticapitalista, pero sí la consolidación de un
movimiento desembarazado de sus viejos vestigios derechistas. Hasta
ahora, no hay indicios de concreción de esa esperanza.
Los
conservadores como Massa, los oportunistas como Gioja y los
cavernícolas como Pichetto se alternan en el control de los aparatos
peronistas, que operan con burócratas asociados con la derecha. Por esa
razón, la recreación del menemismo es una posibilidad siempre abierta en
el universo del justicialismo.
Como el peronismo está
intrínsecamente consustanciado con el orden capitalista, su performance
derechista depende de las circunstancias. El justicialismo apuntaló en
su origen a la burguesía nacional, favoreció a los neoliberales con
Menem y sostuvo a grupos locales industrialistas y financiarizados con
Kirchner. El cortocircuito estructural del peronismo con la izquierda
deriva de esa defensa sostenida de los privilegios de las clases
dominantes.
Ingenuas negaciones
La
rebelión del 2001 provocó una crisis mayúscula en el peronismo, que fue
responsabilizado por el despojo menemista y por la bomba monetaria
sembrada con la Convertibilidad. La indignación popular contra
todo el sistema político (“Que se vayan todos”) afectó a los derivados
de la UCR y del PJ. En el pico de la catástrofe económica fueron
convocadas las elecciones de emergencia, que llevaron a Kirchner a la
presidencia.
Durante ese convulsivo interregno floreció el
autonomismo. Sus propulsores exaltaron las asambleas barriales,
elogiaron la democracia directa y promovieron la organización
cooperativa. Imaginaron que el propio movimiento de piquetes y cacerolas
alumbraría un sistema de representación desprovisto de partidos,
elecciones, parlamentos y liderazgos. Propusieron desconocer al estado
para “cambiar el mundo sin tomar el poder”, creando una nueva economía
asentada en las empresas recuperadas.
Ese proyecto se
diluyó vertiginosamente cuando Kirchner consolidó su comando del cuarto
peronismo. El autonomismo no tuvo respuesta frente al nuevo oficialismo
progresista. Ni siquiera registró cómo numerosos líderes de revuelta
eran atraídos por la Casa Rosada.
El kirchnerismo
reintrodujo parámetros de politización que desconcertaron a las
corrientes libertarias. No supieron distinguir a Néstor y Cristina de
sus antecesores neoliberales. La pretensión autonomista de soslayar
cualquier contaminación con el universo institucional naufragó en forma
vertiginosa.
Las nuevas referencias que estableció
Kirchner impusieron definiciones desconocidas por los libertarios. Esa
orfandad ilustró cómo tambalea esa corriente frente a un desafío
político significativo. Todas las inconsistencias heredadas del viejo
anarquismo reaparecieron súbitamente. El enflaquecimiento autonomista
ante el progresismo K recreó el declive final de los derivados de la
FORA frente al primer peronismo.
Ese retroceso ha
confirmado la imposibilidad de encarar un proyecto de transformación
popular omitiendo el manejo del Estado. La captura y modificación de esa
estructura es indispensable para encarar un cambio radical. No hay otra
forma de reducir la desigualdad y mejorar el nivel de vida.
Quedó
confirmado que ninguna multiplicación de “contrapoderes” en los
territorios, sindicatos o cooperativas reemplaza el control del Estado.
La idealización autonomista de los movimientos sociales le impide forjar
un proyecto de superación del peronismo.
Contraposiciones simplificadas
La
gran hostilidad inicial de comunistas y socialistas hacia el peronismo
dejó un vacío cubierto por otras tradiciones marxistas. El trotskismo
ocupó parte de ese espacio, compartiendo la ponderación justicialista
del proletariado industrial. Sus diversas organizaciones evitaron las
crisis posteriores del PC (ambigua postura frente la dictadura), los
vaivenes del maoísmo y las derrotas de la guerrilla.
Ese
trasfondo explica la irrupción del MAS, el despunte del PO y la
gestación del FIT. Consolidaron fuerzas militantes con jóvenes
predispuestos a la acción. El pragmatismo de algunas corrientes (MST) ha
coexistido con emprendimientos mediáticos e incursiones intelectuales
de otras vertientes (PTS). La mayoría mantuvo un frente que superó las
viejas fracturas por minucias. Han logrado que la propia denominación de
“izquierda” sea identificada con sus actividades.
Esas
agrupaciones prosperan en las crisis del peronismo y retroceden en las
recomposiciones de ese movimiento. Ese vaivén se ha repetido desde que
el retorno de Perón opacó la expansión del clasismo. La llegada del
kirchnerismo neutralizó a la izquierda, que recobró fuerza con la
erosión del cristinismo y volvió a decaer con el debut del albertismo.
La
lógica de ese vaivén es frecuentemente ignorada por sus propios
afectados. En lugar de analizar esas oscilaciones, suelen proclamar el
invariable “agotamiento del nacionalismo burgués”. Ese enunciado choca
con la cruda realidad y afronta los mismos problemas del diagnóstico
liberal de extinción del justicialismo.
Los reiterados
señalamientos del fin del peronismo no registran las variedades de ese
movimiento. El kirchnerismo, por ejemplo, nunca fue diferenciado de sus
adversarios derechistas y por esa razón, en los conflictos entre ambos
prevaleció la neutralidad. Reiteradamente se igualó a los dos campos,
reduciendo esos choques a una simple disputa inter-burguesa. Esa mirada
predominó frente a la puja con los agro-sojeros, la ley de medios y la
expropiación de YPF.
En lugar de reconocer los
ingredientes progresistas de esas iniciativas se remarcó la naturaleza
capitalista del kirchnerismo. Pero como ese cimiento es compartido por
casi todos gobiernos del país y del mundo, su constatación no esclarece
ninguna especificidad del cuarto peronismo.
El
bonapartismo es otra noción utilizada para caracterizar al kirchnerismo.
Pero ese término aludía en el pasado a un arbitraje extraparlamentario,
en coyunturas de crisis militar, catástrofe económica o disgregación
política. Su extensión a Néstor y Cristina es forzada y no define el
posicionamiento de esos mandatarios. Los bonapartismos pueden tener
implicancias progresivas o regresivas. Si se soslaya esa valoración el
diagnóstico carece de relevancia.
La simple presentación
del kirchnerismo como una fuerza burguesa condujo a descartar alianzas
durante los cuatro años de resistencia al macrismo. Tampoco se
construyeron puentes con la gran expectativa que despertó la fórmula de
los Fernández. Varios integrantes del FIT incluso sugirieron el voto en
blanco, en la eventualidad de un balotaje entre el peronismo y Cambiemos.
Ese
frente difunde meritorios programas anticapitalistas e impulsa
candidatos comprometidos con la lucha popular. Pero esas iniciativas
afrontan un invariable techo, ante la ausencia de estrategias viables de
transformación de la sociedad. La emulación del modelo bolchevique no
ofrece esos cursos.
La disputa de la izquierda con el
peronismo requiere exponer caminos, referencias y experiencias
alternativas. La despreocupación por la viabilidad de la propuesta
conduce al mismo divorcio de la realidad que afecta al utopismo
libertario. Esa desconexión es acentuada por una proclamada enemistad
con todas las variantes de la izquierda mundial.
Particularmente
chocantes son las críticas a Cuba o Venezuela en plena agresión
imperial. Los medios de comunicación derechistas suelen difundir esos
mensajes por su notoria sintonía con los prejuicios del sentido común.
Esa prédica obstruye la potencial integración de las tradiciones
revolucionarias latinoamericanas al desarrollo de una izquierda
efectiva. El encierro realimenta la preeminencia del peronismo.
Insoslayables distinciones
La
experiencia ha demostrado que el peronismo no es el ámbito de
construcción de un proyecto de la izquierda. La esperada transformación
de ese movimiento en una fuerza radicalizada ha sido reiteradamente
desmentida por la impronta conservadora, que invariablemente retoma el
justicialismo.
Ese desenlace no elimina la eventual
reaparición de modalidades progresistas, como ocurrió con el
kirchnerismo. Desconocer esos momentos reformistas (y los consiguientes
logros populares) conduce a la auto-inmolación de la izquierda. El
diagnóstico inicial de “fascismo” durante el primer peronismo no fue el
único desatino. Los proveedores de banderas rojas a las marchas de la
Sociedad Rural contra el kirchnerismo padecieron una desubicación
semejante.
Los virajes del peronismo explican su
perdurabilidad y las dificultades para erigir una alternativa. Esa
obstrucción no se resuelve con resignadas disoluciones, ciegas
confrontaciones o ingenuas omisiones. La opción se construye sin
denostar al peronismo y sin aceptar su inexorable primacía.
La
simple presencia de un gobierno peronista no esclarece su performance.
Hay que evaluar si navega por los torrentes de la reacción o del
progresismo, recordando su potencial familiaridad con ambos universos.
Las
posturas de cada peronismo frente a los escenarios regionales brindan
pistas para esclarecer su modalidad. El cariz centroizquierdista del
kirchnerismo quedó muy definido por su empalme con el ciclo progresista
sudamericano. También el perfil derechista de Menem estuvo signado por
las “relaciones carnales” con Estados Unidos.
Todo el
recorrido expuesto de la historia del peronismo apunta a facilitar la
evaluación del contexto actual. ¿Qué modalidad de justicialismo está
forjando Alberto Fernández? ¿Cómo será su quinta versión de ese
movimiento? ¿Cuáles serán los antecesores privilegiados y desechados?
¿Qué orientación sugieren las primeras medidas de su gobierno? Las
respuestas a estos interrogantes exigen otro texto.
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