Luego de la crisis financiera de 2008 se preguntaba recurrentemente cómo era posible que no se hubiese previsto.
Los economistas académicos y profesionales estaban en otra cosa,
asentados en las respectivas conveniencias, y aún no parecen advertir
del todo ni expresamente lo que ocurrió y su significado.
Los políticos y funcionarios en los ministerios de hacienda y bancos
centrales aceptaban de buen modo los excesos que ocurrían en los
mercados y se adaptaban a la
exuberancia irracional, término que englobaba lo que sucedía. Pero no se impulsaba reacción alguna para frenarla y reorientar el destino de los fondos para invertir; en cambio, era como si se echara más leña al fuego.
A medida que ha pasado el tiempo, lo que se repiten son las
advertencias de las derivaciones negativas de dicha crisis: las de
carácter social, productivo, comercial y la fragilidad financiera que
persiste en el mundo, disfrazada de distintas maneras.
Apenas hace unos días, la directora del Fondo Monetario Internacional
dijo en una reunión en el Instituto Peterson de Washington DC que las
tendencias económicas actuales se asemejan a las observadas en la década
de 1920 y que culminaron en la Gran Depresión.
Se centró en el hecho de que la desigualdad económica al interior de
los países se ha acrecentado y que, en el caso de los países de la OCDE,
llega a cifras récord. Esto, predijo, junto con el cambio climático y
el proteccionismo comercial agravarán la agitación social y la
fragilidad financiera.
Deberán discutirse los escenarios políticos vigentes y también la
visión del FMI, institución cuya propia historia y entorno político
están de por medio y que no puede obviarse.
La enorme intervención que hizo la Reserva Federal, inundando con
liquidez los mercados financieros, luego de la quiebra de Lehman
Brothers en septiembre de 2008, llevó a una política monetaria que
provocó un entorno de tasas de interés prácticamente de cero.
Este ambiente se mantuvo de diciembre de 2008 a finales de 2015, para
luego irse ajustando hacia arriba, progresivamente, hasta el 1.75 por
ciento actual.
Así se regresaba a lo que se considera la norma de la política
monetaria. Pero está muy lejos de fincar un escenario de crecimiento
sostenido, con una mejor distribución, menor volatilidad en los mercados
de dinero y de capitales y menos confrontación de los intereses
nacionales.
El proceso provocó distorsiones significativas en la asignación de
las inversiones que buscaban mejores retornos, como es igualmente la
norma. Así ocurrió en los mercados de bienes raíces, acciones y bonos,
y, en general, en los precios relativos de todos los activos, en una
perspectiva altamente especulativa.
La generación de valor en la producción se relegó, beneficiando los
rendimientos provenientes de las rentas, con un impacto más grande en la
desigualdad de los ingresos y la riqueza.
El fenómeno, iniciado en Estados Unidos, se propagó a otros países y
en Europa, por ejemplo, hay casos de tasas negativas de interés para los
depósitos.
El dinero disponible para la inversión de tipo financiero se coloca
en mercados con mayores rendimientos, como fondos de bienes raíces;
índices de inversión en las bolsas de valores; los que se colocan en
mercados fuera de Estados Unidos y Canadá; los bonos de distintos tipos;
el petróleo o el oro. En todos estos casos los retornos han estado por
encima de la inflación promedio.
Los bancos, como los de Estados Unidos que estuvieron en el centro de
la crisis financiera, se restructuraron siguiendo un patrón definido
por el Tesoro y la FED, en un fuerte proceso de concentración de los
activos que controlan. Sus ganancias se han recuperado con creces en el
ambiente especulativo predominante. En esencia, un entorno de bajas
tasas de interés favorece los márgenes que se ganan cuando se realizan
las transacciones en los distintos mercados.
En este contexto es que se ha propuesto la noción de un estancamiento
secular. El reducido crecimiento productivo exacerba la diferencia
entre el ahorro y la inversión, y se provoca así una hipertrofia del
sistema financiero. La política fiscal puede reforzar el efecto adverso
cuando se reducen los impuestos a los estratos de más altos ingresos.
Lo que ha quedado fuera de foco es la necesidad de generar producción
y empleo, aumentar el ingreso relativo de la gente que trabaja y
ordenar la política fiscal y monetaria para aminorar las distorsiones
que ocurren a partir del ámbito de las operaciones financieras.
Las advertencias sobre las condiciones de persistente inestabilidad,
desigualdad, estancamiento, calentamiento global y confrontación social
no pueden sino seguir creciendo, pero por lo pronto yacen en un campo
poco fértil para que las políticas vigentes se transformen.
¿Qué papel juega la constante advertencia de una posible crisis?
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