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Estados Unidos baraja un escenario de hundimiento del Gobierno de Maduro, debido a las sanciones y al embargo petrolero, y sin alternativa de poder dada la debilidad de Guaidó |
Tuve la
escalofriante experiencia en octubre pasado de ver en persona, durante
un evento del Atlantic Council, en Washington, a Carrie Filipetti, la ice queen de la política venezolana del Departamento de Estado estadounidense.
De tez tan blanca y transparente y mirada tan fría, que sería material de casting
para la próxima teleserie de vampiros, Filipetti había sido invitada
para hablar del embargo petrolero a Venezuela. La invitada estrella del think tank
más querido del Departamento de Estado pidió, de manera previsible, más
sanciones contra Venezuela y el endurecimiento de un bloqueo que ha
dificultado la exportación de crudo, que supone el 95% de las
exportaciones venezolanas y es crucial para importar bienes esenciales.
Pese
a tener escasa experiencia en relaciones exteriores, Filipetti es
responsable de Cuba y Venezuela en el departamento de Mike Pompeo.
Licenciada en estudios religiosos por la Universidad de Virginia, fue
responsable de la cartera de donativos de la fundación del financiero
neoconservador Paul Singer, el gestor de fondos buitre que quiso
provocar una guerra con Argentina.
En la conferencia, Filipetti
describió el panorama desolador de desabastecimiento y migración masiva
en Venezuela. Lamentó con verdadera indignación virginiana que miles de
venezolanos estén muriendo debido a la escasez de medicamentos. Adoptó
un tono de superioridad moral al arremeter contra chinos y rusos por su
negativa a apoyar la política de cambio de régimen y por intentar burlar
el embargo. “No actuar es ser cómplice de la maldad (evil fue la palabra que ella eligió)”, denunció.
En
el Atlantic Council, un grupo de periodistas –entre ellos algún
español– se lanzó a intercambiar tarjetas de visita con la nueva cara de
la diplomacia evangelista de la nueva guerra fría en el Caribe. Pero
nadie se atrevió a preguntarle si en sus clases de metafísica en
Virginia se llegó a plantear alguna vez la moralidad de condenar una
catástrofe humanitaria que uno mismo ha ayudado a crear.
Unos días después, el Atlantic Council celebró en la misma sede un brainstorming estratégico, un llamado juego de paz, Peace game Venezuela. El
planteamiento de un desenlace fatal para la crisis venezolana y sus
correspondientes posibles escenarios resultó, sin embargo, ser todo
menos un juego de paz. Más bien se parecía a uno de esos siniestros war games
que se organizan en las salas oscuras del Pentágono. Esos en los que
los generales se asombran horrorizados por la devastación provocada por
sus propias bombas.
Vamos a esbozar la puesta en escena del juego Peace game Venezuela, pathways to peace (rutas hacia la paz). Los jugadores son un puñado de especialistas del establishment de
la política exterior en Washington (embajadores, ministros y militares)
y ‘expertos’ latinoamericanos admiradores casi todos de Carrie
Filipetti y de su jefe, el secretario de Estado, Mike Pompeo. Entre
estos está el representante de la Organización de Estados Americanos,
que pide más sanciones contra Venezuela, y el representante de Juan
Guaidó en Washington, que ha intentado convencer a Estados Unidos de
actuar militarmente contra su propio país, cosa que ni Carrie Filipetti
ve con buenos ojos.
Por motivos que el Atlantic Council no
explica, el juego por la paz en Venezuela fue patrocinado por la
petro-teocracia de Emiratos Árabes. Los otros patrocinadores eran la
Universidad de Florida, estado en el que Donald Trump busca el voto
excubano, y la revista Foreign Policy, cuyo director más influyente fue Moisés Naím, exministro de Fomento del venezolano Carlos Andrés Pérez.
El
juego empieza con la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si la situación
en Venezuela se vuelve verdaderamente catastrófica y se produce el
colapso? Es un escenario que no se puede descartar por terrible que sea,
coinciden los jugadores. Así, manejan la hipótesis de que se produce
una situación de caos tras el hipotético colapso del gobierno de Nicolás
Maduro, pero, dada la debilidad total del supuesto gobierno alternativo
de Guaidó, no hay otro poder ejecutivo para sustituirlo.
Los
jugadores imaginan, pues, el siguiente escenario: “Conforme se colapsa
el Estado venezolano, el sistema de sanidad se desintegra también. Los
cortes de luz ya crónicos, la falta de agua y las condiciones insalubres
se generalizan. El escenario se despliega con un brote de sarampión en
Petare (una barriada pobre de Caracas). (…), la violencia, el hambre y
la desesperación intensifican los flujos migratorios desde Caracas de
5.000 a 10.000 al día…”.
Echándole todavía más imaginación
morbosa, los jugadores del Atlantic Council se inventan un escenario
–tal vez sugerido por el jugador colombiano integrante del gobierno de
Iván Duque– en el que la facción disidente de las FARC (que se desarmó
hace dos años) se hace con el control en Venezuela junto con otro grupo
de la “narco guerrilla” , ELN, y colectivos chavistas. “Las FARC, el ELN
y los colectivos toman el poder conforme la situación se deteriora.
Estos grupos aprovechan el vacío del poder para elevar su apoyo y
legitimidad y su poder de negociación”, reza el guión.
Con ese grado de imaginación, el peace game del Atlantic Council empieza a parecer uno de esos videojuegos de fantasía gótica y violenta. Dark souls (almas oscuras), por ejemplo, con su primera entrega titulada Prepárense para morir, que, dicho sea de paso, tiene algunos personajes que se parecen bastante a Carrie Filipetti.
Al
final del juego, los participantes logran estabilizar la situación: “La
emergencia humanitaria consigue armonizar una respuesta a la crisis de
seguridad pero no antes de numerosas muertes de civiles”.
Hay algo perverso en la metodología del juego Peace game Venezuela.
Las catástrofes humanas que vislumbran los expertos en sus fantasiosas
tormentas de ideas son la consecuencia, precisamente, de las premisas
iniciales del juego: las sanciones y el embargo petrolero implementado
por la administración Trump.
“El escenario [del juego] plantea que
EE.UU. y Europa vayan intensificando la presión económica sobre el
régimen de Maduro al abortar totalmente la capacidad de Venezuela para
usar el sistema de pagos internacionales”, se explica. “Las endurecidas
sanciones, en tándem con la incapacidad para acceder a los mercados
financieros, empujan finalmente al régimen de Maduro hasta el abismo y
desencadenan el colapso político y económico del Estado y todas las
instituciones nacionales”.
Sería lógico, dada la evolución de este juego, que se intentara hacer otro peace game,
en el que las condiciones iniciales fuesen otras. Por ejemplo, la
retirada del embargo y las sanciones a cambio del respaldo de Maduro a
negociaciones entre el Gobierno y la oposición con el fin de convocar
elecciones en 2021. O tal vez, otras premisas iniciales podrían ser un programa de alimentos por petróleo,
como el que propone Francisco Rodríguez, economista y asesor del líder
opositor Henri Falcón. Habría sido interesante poder ver los escenarios
correspondientes a esas condiciones iniciales de juego alternativo.
Pero, al parecer, el Atlantic Council y los jugadores del peace game son
todos defensores acérrimos de las sanciones y, al igual que Filipetti,
acusan de crímenes morales a cualquiera que cuestione su eficacia o que
intente sortear el embargo.
Mientras los participantes del juego
en el Atlantic Council barajaban escenarios de muerte, unas manzanas más
al sur, Pompeo advertía de que, en lo que se refiere a las sanciones,
EE.UU. no ha terminado aún. “The United States is not done”, dijo
como si se tratara de una hamburguesa medio engullida. Seguirán
apretando las tuercas. Es un castigo colectivo que viola la convención
de Ginebra y, por tanto, el derecho internacional humanitario. Además,
tal y como ha quedado claro, no sirve para forzar una salida de Maduro
si eso es lo que se quiere. Pero da para jugar un divertido peace game.
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Andy Robinsones es licenciado por la London School of Economics en
Ciencias Económicas y Sociología y en Periodismo por El País UAM. Fue
corresponsal de ‘La Vanguardia’ en Nueva York y hoy ejerce como enviado
especial para este periódico. Su último libro es ‘Off the Road. Miedo,
asco y esperanza en América’ (Editorial Ariel, 2016).
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