30 años de la invasión a Panamá
Era el 19 de
diciembre de 1989. Luego de cenar, la pareja se había dedicado a
construir el pesebre. Habían colocado casi todo: la Virgen María, San
José, los pastores, la vaca, el asno y una buena cantidad de figuritas
plásticas. Ella había tenido que explicar veinte veces a Jorge, el menor
de cuatro años, por qué se debía esperar hasta el 25 de diciembre para
poner al niño Jesús: ese día nacía.
A la hora de irse a
dormir, los bebes se opusieron de hacerlo en sus camas. Querían dormir
cerca del pesebre. Ana, la madre, aceptó con la condición de que
estuvieran al lado opuesto, cerca del ventanal. Ahí les pusieron un
colchón.
Había música en algunos lugares cercanos. El ambiente
festivo estaba en aumento porque ya se olía a navidad, particularmente
en este barrio panameño del Chorrillo. Su marido se fue a la cama. Ella
se sentía extraña. Aunque estaba cansada prefirió sentarse en el piso a
leer un libro. A momentos observaba con ternura a sus dos varoncitos. El
tiempo fue pasando.
Miro el viejo reloj que estaba sobre el
televisor y se dio cuenta que faltaba poco para que una manecilla tapara
la otra: era casi media noche. Entonces el aparato comenzó a vibrar.
Ella miró las paredes, el techo y puso los ojos en las figuritas que
cambiaban de lugar. ¡Todo temblaba! Escuchó un terrible estruendo, luego
otro y otros. Por unos segundos creyó que era otra maniobra del
Ejército estadounidense, acantonado a los alrededores del Canal.
Se
levantó como un resorte y se lanzó a la habitación, donde su marido ya
estaba parado en calzoncillos. Ambos fueron a la ventana y con temor se
asomaron. Vivían en un cuarto piso. Resplandores y explosiones por todas
partes: “¡la invasión, la invasión!” Fueron los gritos angustiados que
escucharon casi a coro. Los helicópteros disparaban cohetes contra el
Cuartel del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa Panameña, no muy
lejos de ahí.
Corrieron a la sala. Ella abrió la puerta, saliendo
al balcón para presenciar el inicio del apocalipsis. Los gritos de
terror aumentaban por todas partes, tanto como las explosiones y las
ráfagas de tiros. Ella entró y se lanzó sobre los niños, que ya estaban
sentados llorando asustados. Los abrazó. Levantó los ojos y vio a su
marido parado en la mitad de la sala sin saber qué hacer. “¡Trae un
colchón! ¡Trae un colchón!”, le gritó. El hombre reaccionó, pero para
gritarle que debían poner los niños al lado del pesebre para que la
Virgen María los protegiera.
“¡Trae un colchón, por Dios,
tráelo!”, le gritó desesperada. “¡La virgen no protege ahora!”, le
precisó. Al no verlo reaccionar, con resplandores entrando por el
ventanal y el terremoto a sus pies, corrió hasta la habitación de los
niños, agarró el colchón que sobraba y lo levantó como si fuera pluma.
Se los puso encima a los bebes que no paraban de llorar en pánico.
Los
aviones supersónicos surcaban, dejando su ruido que reventaba los oídos
y los vidrios. El cielo estaba rojizo debido al reflejo de las
explosiones y los incendios. El ruido de las aspas de los helicópteros
estaba por todas partes. Los cohetes también venían desde la bahía tan
próxima: los barcos cañoneaban.
De repente, por la puerta entró
una especie de rayo enceguecedor. Cuando abrió los ojos todo seguía
iluminado y temblando, pero había una especie de humo con olor imposible
a saber. En el lugar del pesebre y el televisor solo había una mancha
como de aceite negro y cenizas. Ni la virgen se había salvado.
Su marido, aterrado y mudo, miraba aquello y miraba a donde estaban los bebes. Si no hubiera sido por ella…
Ana
recordó que era dirigente comunal, por eso debía calmarse y tratar de
ayudar. Fue a la puerta de salida, encontrando a todo el vecindario en
caos, sin saber qué hacer.
Le dijo al marido que había que irse
de ahí con los niños, pues una bomba podía acabar con el edificio de
siete pisos. Se debía buscar refugio. El salió cargando los bebes, y
ella se fue gradas arriba para exigir que se desalojara la edificación.
Entonces vio, en el último piso, a dos viejitos que lloraban y gritaban,
pidiéndole al nieto que se quitara del balcón de enfrente. El joven
amenazaba a un helicóptero con un revolver que ya no tenía balas. Ana le
gritó que por su culpa iban a bombardear el edificio. El, como
enloquecido, exclamaba a todo pulmón: “¡yanquis asesinos!”, “¡yanquis
hijosdeputas!”.
Los tres vieron cuando una especie de rayo laser
partió en dos, por la cintura, al joven. Ni una maquina aserradora lo
hubiera hecho con tanta facilidad. Gritos y más gritos de pánico e
impotencia ante ese horror. Ana empujó a los abuelos, obligándolos a
bajar, aunque ya no querían ni vivir.
Abajo se encontró con su
marido. Todos los niños que ahí había estaban en pánico total. Ella, con
cautela, abrió el portón y fue saliendo. Su marido ni se atrevió a
detenerla. Ella era así. En diagonal ardían varias edificaciones. Con
cada estallido de las bombas los gritos eran generales, pues se creía
que caían sobre sus cabezas.
Mujeres y hombres que corrían en
cualquier dirección, llevando en brazos hasta tres niños. Niños que
cargaban niños. Ancianos arrodillados en los quicios de las puertas
orando.
En la esquina, a unos cien metros vio a tres hombres de
civil que disparaban contra los helicópteros. Corrió hasta ellos y pidió
un arma. No había.
Regresó desilusionada. Propuso de quedarse
ahí porque no había a donde ir. Se acurrucaron, al interior del
edificio. Unos se abrazaron. Llorando, hombres y mujeres, se pusieron a
esperar que llegara la luz del día, quizás sería menos espantosa aquella
horrible pesadilla.
A las 6h15 las explosiones continuaban. Ella
abrió el portón lentamente, asomó la cabeza y se encontró con varios
hombres con el rostro pintado. Se sintió muerta cuando le apuntaron con
sus inmensas armas. Ellos empezaron a gritarle varias cosas, de las que
solo entendió “go, go, go”, fuera, fuera, fuera. Hicieron señas para que
salieran con las manos en alto. Los invasores ya se habían apoderado de
casi todas las casas y edificios. Uno, con cara de latino, les dijo en
español que debían ir hacia Balboa, un puerto que queda en la
desembocadura del canal de Panamá, por el Océano Pacífico. Como a 5
kilómetros de ahí.
Los tanques estaban entrando al Chorrillo
masivamente. De ellos se fueron bajando invasores que, a gritos en
inglés, pedían que desocuparan las casas y edificios. Entonces empezaron
a tirarles adentro un pequeño dispositivo que las incendiaba. Era una
espeluznante magia. Igual estaban haciendo en San Miguelito, otro barrio
de gentes humildes.
Ana quiso ayudar a una mujer herida que
apenas podía caminar, y que tenía al pequeño hijo en los brazos. Los
soldados apuntaban amenazantes. Otra mujer vino en apoyo, a sabiendas
que podían ser asesinadas por no levantar los brazos.
Había
muchos muertos en las calles, todos civiles. Un niño de unos diez años
señaló, horrorizado, los cuerpos de dos compañeritas de estudio en medio
de un gran charco de sangre. Ana sintió que se le partía el alma cuando
reconoció a su vecina abrazada a sus dos hijos, los tres casi
calcinados.
Nunca se había escuchado gritos más desgarradores: un
tanque pasó sobre dos hombres, aunque uno de ellos estaba sentado en la
calle herido. Las orugas los dejaron como papilla. Los sesos volaron a
varios metros. Varias personas vomitaron o cayeron arrodilladas al
presenciarlo. Esto se repitió varias veces durante el trayecto.
Se
caminaba entre cadáveres. Los invasores tenían libertad para asesinar.
Ejecutaban a civiles en plena calle por el tan solo hecho de haberles
gritado “Yankee go home”, ¡Yanqui, fuera!
No se permitió que se
auxiliara a los heridos, ni que los familiares tocaran a sus muertos.
Los camiones de los invasores venían a buscarlos y se los llevaban.
Muchos capitalinos vieron cuando los incineraban con lanzallamas en las
playas. Otros cientos de cuerpos fueron lanzados a fosas comunes.
Aunque
en los barrios de los ricos salieron a tomarse fotos con los invasores,
portando la bandera estadounidense. Esas mujeres querían hasta
besarlos. En algunos lugares del campo también se les ofreció Coca-Cola y
cigarrillos.
Fue la invasión estadounidense llamada “Causa
Justa”: el desembarco aéreo más grande después de la Segunda Guerra
Mundial. Sobre este pequeño país de tres millones de habitantes, cayó
todo el poder militar de la primera potencia mundial: 26.000 soldados
que parecían sedientos de sangre.
La invasión se convirtió en un
campo experimental de la tecnología bélica más avanzada, la que luego se
utilizaría contra Irak en 1991. Por ejemplo, el rayo que acabó con el
pesebre y el televisor de Ana, y que partió al nieto. El avión
bombardero invisible “Stealth” tuvo ahí su bautizo.
Las Fuerzas
de Defensa de Panamá no tenían ni 3000 hombres de combate. No contaba
con defensa aérea. Civiles y militares dieron su vida por la soberanía y
la patria, no por el general Manuel Antonio Noriega.
Porque
fueron más de 4000 los asesinados bajo el pretexto de capturar al
dictador por represor y narcotraficante. Militar que hasta pocos meses
antes había sido uno de los preferidos de Estados Unidos en América
Latina. Asalariado de la CIA, y gran amigo de George Bush padre, fue el
puente entre la mafia colombiana y la CIA para el tráfico de cocaína que
financió la guerra contrainsurgente en Centroamérica, en los años
ochenta. Pero en un arranque de soberanía, quiso que Estados Unidos no
tuviera el mínimo control sobre Panamá, empezando por el Canal. Y los
pecados que nunca le habían visto al general, fueron noticia mundial
Cuando
invadieron, no lo pudieron encontrar. La CIA quedó ridiculizada.
Tuvieron que ofrecer dinero por su captura. El se entregó el 3 de enero
de 1990.
Los invasores se ensañaron contra el Chorrillo y San
Miguelito porque sabían que ahí ellos no eran bienvenidos. De esos
barrios apenas quedaron algunas columnas de hormigón. Los mismos
soldados estadounidenses empezaron a llamar al Chorrillo su “Little
Hiroshima”. La “pequeña Hiroshima”, comparándolo con la bomba atómica
soltada por Estados Unidos sobre la ciudad japonesa el 6 de agosto de
1945. La gran mayoría de panameños lo reconocen como el “Barrio Mártir”.
Heroína
y mártir fue Ana. Ella dejó a su marido con los niños y se fugó del
campo de concentración donde los habían metido en Balboa. Se unió a
quienes combatían las tropas invasoras. Les hizo varias bajas y averió
un helicóptero. La mujer que disparaba a su lado vio cuando Ana recibió
la bala en el pecho. Agonizante, le dijo: “cuéntale a mis hijos de mí”.
Por poco no le logran abrir la mano para recuperar el fusil.
• Este texto hace parte del libro Latinas de Falda y Pantalón, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona 2015.
Algunas fuentes:
⁃ Méndez, Roberto. Panamá, 20 de diciembre de 1989: ¿Liberación... O crimen de guerra?
⁃ Calloni, Stella. “Panamá: El Día del Lobo”. Revista América: la Patria Grande. N° 8°. México. Julio-Septiembre de 1990.
⁃ Rodríguez, Mario. La Operación Just Cause en Panamá. Fundación Omar Torrijos. Panamá, 1991.
Blog del autor: http://blogs.mediapart.fr/hernando-calvo-ospina
No hay comentarios:
Publicar un comentario