Viento sur
Confundimos libertad con “libre mercado”. Así desconocíamos nuestra implacable condena como mercancías. (Francisco Pereña, 2014)
Como anunciaba Joaquín Estefanía en Estos años bárbaros
(2015) la salida de la Gran Recesión ha convertido en estructural lo
que durante la gestión de la crisis financiera se vendía como secuelas
transitorias: el incremento de la desigualdad, la precariedad laboral,
la desregulación de los mercados, la privatización de los bienes
públicos, arrasando con los antaño derechos constitucionales en
educación, sanidad, pensiones, prestaciones sociales. El neoliberalismo
completa la revolución conservadora iniciada con Reagan y Thatcher en
los años ochenta del pasado siglo con la conquista del Estado en
beneficio de unos pocos. Para el fundamentalismo neoliberal, una vez
dueños del mundo tras la caída del muro de Berlín, las leyes sociales
surgidas tras la crisis de 1929 y la catástrofe de la Segunda Guerra
Mundial, son un obstáculo, un residuo a suprimir, como lo son las
políticas sociales de algunos Estados latinoamericanos (Brasil, Ecuador,
Bolivia, Venezuela…) iniciadas a contracorriente.
Se juega con
el mito de la mejor eficacia de los mercados y el necesario
adelgazamiento de las cuentas públicas, cuando la toma de los gobiernos
nacionales por el capital financiero, por ese 1% de la población
mundial, no supone el adelgazamiento del gasto público, supone la venta
de hospitales, pensiones y universidades del erario a los fondos buitres
internacionales. Supone la acumulación ilimitada del capital, como
previó Marx, más la también ilimitada invasión de la vida toda. La
lógica del mercado configura subjetividades, cosifica las relaciones
humanas, convirtiendo todo en consumo, competencia y, en definitiva,
mercancía. Estrategia totalizadora, que pretende ir más allá del control
de la economía, buscando imponer una cultura y un pensamiento único a
nivel mundial. Un pensamiento que borre en el imaginario colectivo los
grandes relatos que configuraron el sujeto de ayer, la ilustración, el
freudismo, el marxismo. Se trata de forjar un sujeto neoliberal cuya
ideología esté procurada por la publicidad y su el deseo copado por el
consumo.
Los dueños de los medios seducen a la población con el
ideal privatizador, convirtiendo la precarización del trabajo en un
aliciente emprendedor, individualismo competitivo del que depende la
persona y la sitúa siempre en continuo riesgo. Empresario de uno mismo,
se pierde el vínculo social. El nosotros se convierte en un pronombre
peligroso, cuando no se reduce a unas pocas personas o a la comunión de
los estadios de fútbol. La vida se vuelve una competición en la que ya
están definidos los ganadores, los detentadores del poder patrimonial y
meritocrático y también los perdedores, los nadie, los desechos poco
meritorios, los excluidos, el sobrante social del sistema productivo.
Los determinantes sociales lo atestiguan. Por poner unos ejemplos: la
renta media de los estudiantes de la Universidad de Harvard corresponde a
la renta media del 2% de los estadounidenses más ricos. En Francia las
instituciones educativas más elitistas reclutan a sus miembros en grupos
sociales apenas más amplios (Piketty, 2015). O las desigualdades en la
esperanza de vida, entre una clase social y otra; en un barrio u otro de
la misma ciudad en cualquier parte del mundo. En Barcelona, la
esperanza de vida en barrios como Torre Baró, en NouBarris, es 11 años
menor que en Pedralbes. En el barrio de Calton, un barrio pobre de la
ciudad de Glasgow, la población tiene una esperanza de vida de 54 años,
una de las más bajas del mundo; a pocos kilómetros, en la rica zona de
Lenzie, la esperanza de vida es de 82 años, una de las más altas de
Europa (Maestro, 2017). Según un estudio reciente (The Lancet Planetary
Health, Usama Bilal y Ana Diez Roux), dependiendo de la zona de Santiago
de Chile la diferencia de esperanza de vida es de 18 años. El Chile que
ahora explota en las calles y que ha sido vendido como modelo de
desarrollo por el neocapitalismo durante las últimas décadas.
Las consecuencias en el sufrimiento psíquico son el incremento de los
problemas mentales y sobre todo un estrés generalizado que se traduce en
malestar, en infantil desesperanza, frustrado un deseo que nunca fue
construido, que nunca tuvo el forjado necesario para perdurar.
Enfermedades del vacío o quiebra de la identidad en la ausencia de un
útero social.
En este presente, ante estas circunstancias, los
interrogantes se vuelven hacia la asistencia social y el sistema
sanitario, recolectores de la miseria social, donde la pregunta de
entrada, parafraseando al sociólogo Jesús Ibáñez, estaría en si es
posible en un sistema capitalista hacer una política de gobierno no
capitalista (Ibáñez, 199, p. 223). Llevada a la asistencia
sanitaria y social, la pregunta es ¿si es posible una sanidad universal y
equitativa, una salud colectiva en el contexto neoliberal? Su
viabilidades la apuesta (retórica) de la socialdemocracia una vez que
aceptó como el menos malo de los sistemas el capitalista. En su
discurso: la vuelta a un Estado de Bienestar actualizado por la gestión
privada. Pero la cuestión es ¿cuál es el precio de esta actualización,
que por lo que sabemos hoy desvirtúa completamente los principios
comunitarios y salubristas en los procesos llevados a cabo en Europa?
(Desviat, 2016).
En cualquier caso, en esta contradicción se
encuentra la ambigüedad y la insuficiencia de los Servicios Nacionales
de Salud, de las propias leyes que los crearon en tiempos del Estado del
Bienestar, dejando siempre la puerta abierta a la privatización de los
servicios. En realidad, aún en los años de mayor protección social, la
sanidad pública estuvo siempre condicionada a una financiación que
privilegiaba a las grandes empresas farmacéuticas, tecnológicas y
constructoras. Los gobiernos conservadores, pero también los
socialdemócratas, mantuvieron la sanidad pública en sus programas, lo
que además les permitía disminuir costes y acercar los recursos a la
población atendida con un claro beneficio político electoral, mas al
tiempo protegieron las infraestructuras de poder de la medicina
conservadora y empresarial. La reforma sanitaria, y de la salud mental
comunitaria, en sus logros de mayor cobertura y universalidad, se
desarrolló siempre a contracorriente del poder económico, fueran
ministros conservadores o socialistas.
De hecho, las ayudas
económicas del Banco Mundial se acompañaron de la exigencia a los países
de la reducción de la participación del sector público en la gestión de
actividades comerciales y la disminución de los servicios sociales,
convirtiendo en objetivo prioritario la privatización de la sanidad y
las pensiones, al estilo de EEUU. Algo que queda claro en el informe de
1989 del Banco Mundial sobre financiación de los servicios sanitarios,
donde se plantea introducir las fuerzas del mercado y trasladar a los
usuarios los gastos en el uso de las prestaciones (Akin, 1987). Y en la
pronta asunción de esta política por los Estados, empezando por el Reino
Unido, que fue durante tiempo referencia por su aseguramiento público
universal, como puede verse en documentos recientemente desclasificados
del Gabinete de Margaret Thatcher, donde en un informe del Banco Mundial
se dice textualmente que se deberá poner fin a la provisión de atención
sanitaria por el Estado para la mayoría de la población, haciendo que
los servicios sanitarios sean de titularidad y gestión privada, y que
las personas que necesiten atención sanitaria deberán pagar por ello.
Aquellos que no tengan medios para pagar podrán recibir una ayuda del
Estado a través de algún sistema de reembolso (Lamata, Oñorbe, 2014).
La filosofía es trasparente: la salud es responsabilidad de la persona,
del cuidado o no cuidado que haga con su vida, por tanto deben pagar
por los servicios que consume. La sanidad deja de ser un bien público al
que todas las personas tienen, por tanto, derecho. La ideología
salubrista basada en el estilo de vida –cuide su comida, su hábitat,
haga ejercicio, no corra riesgos—ignora los determinantes sociales, las
condiciones de vida y de trabajo, que la salubridad que propone exige un
cierto estatus social al que buena parte de la población no tiene
acceso.
El hecho es que la quiebra de la universalidad deja
fuera del sistema sanitario a colectivos vulnerables (desempleados de
larga duración, inmigrantes sin papeles, discapacitados, ancianos…), al
tiempo que los recortes presupuestarios deterioran los servicios
asistenciales públicos, reducen la cesta básica, introducen el
copago en medicamentos y suprimen prestaciones de apoyo (transporte,
aparatos ortopédicos…). El Estado desplaza a los mercados la decisión de
quien tendrá acceso a vivir y a cómo malvivir o morir. El paciente pasa
a ser un cliente que puede ser rentable o no.
Pero hay otro
fenómeno que hay que considerar al referirnos al sufrimiento singular y
colectivo. Otro fenómeno al que enfrentar aparte de la falta de soporte
social de los Estados y de la hegemonía del discurso conservador, la
sustancial medicalización de la sociedad. La existencia de un Estado
privatizador, la ausencia de una doctrina de salud y servicios sociales
orientada al bien común, va a posibilitar el proceso de la
mercantilización de la medicina, convertida en una importante fuente de
riqueza, y consecuente medicalización y psiquiatrización de la
población. Un proceso que tiene tres aspectos básicos, tal como enuncian
Isabel del Cura y López García: uno, referir como enfermedad cualquier
situación de la vida que comporte limitación, dolor, pena,
insatisfacción o frustración (lo que podríamos definir como enfermedades
inventadas); otra, la equiparación de factor de riesgo con enfermedad;
y, por último, la ampliación de los márgenes de enfermedades (que sí lo
son) aumentando así su prevalencia. Todo ello origina intervenciones
diagnósticas y/o terapéuticas de dudosa eficacia y eficiencia(del Cura,
Isabel; López García Franco, 2008). Hacer medicamentos para personas
sanas era un viejo deseo de los laboratorios farmacéuticos, ahora el
complejo médico-técnico-farmacéutico, aliado con los medios y con el
poder político va más allá, con la fabricación de enfermedades. Ahora la
estrategia funciona vendiendo no sólo las excelencias del fármaco sino,
sobre todo, vendiendo la enfermedad. La depresión es un buen ejemplo,
convertida en una pandemia mundial gracias a los antidepresivos. La cosa
es simple, buscamos o creamos un malestar (el síntoma), le otorgamos un
diagnóstico (precoz) y comercializamos un medicamento o una nueva
indicación para un medicamento ya en uso (un antidepresivo para la
timidez o un ansiolítico para circunstancias adversas) o costosas
pruebas de alta tecnología completamente innecesarias. Robert Whitaker,
un estudioso del fenómeno del aumento de consumo delos de los
psicofármacos en EE UU, describe rigurosamente en su libro Anatomía de una epidemia la
implicación de las instituciones sanitarias, profesionales y de
usuarios en la elaboración del relato que les ha convertido en el
tratamiento psiquiátrico dominante tanto de trastornos mentales graves
como de síntomas comunes de malestar psíquico, cuando no han servido
para la creación de falsas enfermedades. Preguntándose, y ese es el
origen de la investigación que da lugar al libro, ¿cómo es posible que
los problemas mentales se hayan incrementado desde los años 90 del
pasado siglo, cuando precisamente por esas fechas aparecen lo que se
propaga por asociaciones científicas y autoridades sanitarias como el
mejor, sino único, remedio para atenderlos: los nuevos, supuestamente
más eficientes y mucho más caros, antidepresivos, antipsicóticos,
estabilizadores del ánimo, estimulantes y ansiolíticos? (Whitaker,
2015)(Desviat, 2017).
La introducción de nuevos medicamentos,
no necesariamente mejores, pero si mucho más caros en los años ochenta
del pasado siglo, colonizan el discurso psiquiátrico. El fármaco,
respaldado por las Clasificaciones y Protocolos Internacionales de las
Asociaciones científicas (infectadas por la financiación de las empresas
farmacéuticas), se convierte en la bala de plata, en la panacea de los
tratamientos del malestar, un atajo acorde con la cultura de la época,
pragmática, intrascendente y apresurada. La psiquiatría se introduce en
la gestión biopolítica de la vida por el resquicio de la insatisfacción,
del vacío, la vida liquida que describe Bauman, ofertando soluciones a
los problemas de la existencia: del amor, el odio, el miedo, la
tristeza, la timidez, la culpa.
Se medicaliza el sufrimiento
social —desahucios, desempleo, pobreza— y se psiquiatriza el mal; así
cuando leemos en la prensa un caso criminal, vandálico, y se atribuyen
sus actos a un trastorno mental, experimentamos cierta tranquilidad al
imputar como una cuestión médica lo que es un mal social. Convertido en
una cuestión genética o de anómala personalidad, no existe la
responsabilidad de la sociedad en la que convivimos de una manera u
otra, sostenemos. Al fin al cabo, no hace tanto que se vinculaba
científicamente la criminalidad a la degeneración orgánica, hereditaria e
inscrita en el cuerpo y en la mente.
El escándalo del
trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es ilustrativo
de la fabricación de una enfermedad que ha multiplicado por cientos de
miles la venta de estimulantes en pocos años para tratar, en la
inmensa mayoría de lo casos, comportamientos habituales en la infancia y
adolescencia: distraerse fácilmente y olvidarse cosas con frecuencia;
cambiar frecuentemente de actividad; soñar despiertos/fantasear
demasiado, corretear mucho; tocar y jugar con todo lo que ven; decir
comentarios inadecuados, pueden ser diagnosticados de TDH con el aval
técnico Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos (NIMH).
Estimaciones recogidas por Sami Timimi (Timimi, 2015)sugieren que a
aproximadamente el 10 % de los niños en las escuelas de Estados Unidos
se les ha pautado o tienen pautado un estimulante. En el Reino Unido la
prescripción ha aumentado de 6000 recetas al año en 1994 hasta más de
450.000 en 2004; un asombroso aumento del 7000 % en solo una década
(Department of Health, 2005).
La medicina se ha convertido en
una gran generadora de riqueza, en cuanto la salud y el cuerpo se
convierten en un objeto de consumo. En manos de la publicidad, es decir
de los mercados, la medicina es una herramienta de normalización.
Entendiendo por normal aquello que dictan los intereses del capital. Qué
comer, qué vestir, qué tomar, como o con quien juntarnos. Las normas
estandarizadas se multiplican al tiempo que avanza el proceso que
Foucault denominó de “medicalización indefinida”. La medicina se impone
al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad, y ya no hay aspecto
de la vida que quede fuera de su campo de actuación. El cuerpo se
convierte en un espacio de intervención política. Este tiempo donde los
poderes económico-políticos se inmiscuyen y regulan cada ámbito de
nuestra vida, donde la vida es cualquier cosa menos algo espontáneo.
La atención de la Salud Mental al sufrimiento psíquico
Los cambios las formas de gestión y en el pensar de la época van a
repercutir en las respuestas técnicas de la comunidad psi profesional.
Hay una vuelta a la enfermedad como contingencia, que reduce a lo
biológico el malestar. El sujeto, su biografía, queda fuera. Protocolos y
vademécums sustituyen a una clínica de la escucha, qué se pregunte por
el por qué subjetivo, afectivo, social del sufrimiento psíquico; una
clínica que busque en las propias defensas de la persona formas de
superar el padecer. Al tiempo, la medicalización produce cambios
profundos en la demanda de prestaciones, que no tienen porque
corresponder con las necesidades de la población, sino a los intereses
de la clase hegemónica.
En el esfuerzo por reducir la
psiquiatría al hecho físico, a la medicina del signo, se establecen
criterios diagnósticos con unos signos-hechos-datos escogidos por
consenso o por votación de un pocos que reducen la complejidad de la
persona. Uno ya no delira con lo relacionado con su propia biografía. El
contenido del delirio es ruido producido por la falla neuronal.
No hay lenguaje, sujeto ni deseo. Solo cuerpo, enjambre químico
neuronal. Mas, y he aquí la insustancialidad de la propuesta, es que los
datos por si solos, como bien saben los propios publicistas de los
mercados, poco valen, hay que interpretarlos.
La estrategia es
obvia, se trata de homogeneizar, en torno a unos cuantos criterios, una
propedéutica y un vademécum común para diagnosticar y tratar a las
personas aquejadas de problemas de salud mental, en beneficio de las
empresas farmacológicas y tecnológicas. Un único sentido para el mundo.
El trastorno mental sería el mismo en China que en Costa Rica, en
Noruega que en Mali, lo que facilitaría el mismo tratamiento. Algo tan
disparatado, premeditadamente ignorante de la antropología, de la
idiosincrasia de los pueblos, que seria irrelevante sino fuera porque la
credibilidad de un hecho o de una visión determinada de los hechos está
condicionada al aval de universidades, centros de investigación y a
publicaciones de gran impacto que suelen depender directa o
indirectamente de la financiación de los mercados.
Muy
alejadas, por otra parte, de la realidad de la práctica asistencial. Lo
que hace decir a autores como Richard Smith y Ian Roberts: que “la forma
en que las revistas médicas publican los ensayos clínicos se ha
convertido en una seria amenaza para la salud pública (Smith and
Roberts, 2006).
Entre la aceptación y la resistencia
La acumulación irrefrenable descrita por Marx se aceleró con el fin del
capitalismo industrial y no se sabe cual va a ser el acontecimiento que
precipitará el choque final pronosticado por el autor de El capital,
el momento en el que las fuerzas productivas entrarían en contradicción
con las relaciones de producción, ni si ese acontecimiento tendrá
lugar. El derrumbe disruptivo del fracasado socialismo de Estado en 1989
parecería haber agotado, como dice Enzo Traverso(2019), la trayectoria
histórica del propio socialismo, de los movimientos que lucharon por
cambiar el mundo con el principio de la igualdad como programa al
reducir la historia toda del comunismo al hundimiento del totalitario
régimen soviético. Una caída a la que se unía además los cambios
profundos en las formas de producción que estaban acabando con el
capitalismo industrial, en el que la izquierda forjo su identidad. Las
grandes fábricas que concentraban a la clase obrera donde surgieron los
sindicatos y los partidos políticos de izquierdas estaban siendo
sustituidas por los nuevos modos de producción del neoliberalismo, la
deslocalización, la precarización, la fragmentación y robotización de la
producción. El sistema de partidos políticos surgidos con la
industrialización en la confrontación obreros empresarios perdió su
esencia política, convirtiéndose en aparatos electorales. En el caso de
la derecha, los empresarios, sobre todo la empresa familiar y localizada
territorialmente, fueron sustituidos por los lobbies financieros, sin
perder la esencia de su identidad: la defensa de sus intereses de clase.
En el caso de la izquierda revolucionaria, el resultado fue la perdida
de un escenario que constituía su campo de batalla y su conexión con la
izquierda civil. Por otra parte, el fracaso del socialismo autoritario
no supuso la construcción de un socialismo democrático, como en un
principio algunos imaginaron, sino que la caída de la URSS supuso la
rápida transición a regímenes de un capitalismo salvaje, con el
nacionalismo como identidad y en muchas ocasiones, infiltrado por
criminales mafias. Algunos de los logros sociales del socialismo de
Estado, como la sanidad universal y el pleno empleo, se derrumbaron, lo
que llevó en pocos años a la reducción de la esperanza de vida y la
precariedad o la indigencia para buena parte de la población. En la otra
orilla, un capitalismo sin trabas, desalojadas las narraciones y
utopías del siglo que acababa, afianzaba un presente que se quería sin
pasado y sin futuro. No es el fin de la historia como preconizaba
Fukuyama, sino el fin de la política. El mercado va a sustituirla, en un
presentismo, donde no cabe la utopía, y por tanto, el futuro; ni cabe
el pasado, perdida la memoria, en una historia huera, vacía de sentido.
Planteaba en Cohabitar la diferencia (Desviat,
2016) que la Reforma Psiquiátrica, cuyo primer objetivo fue sacar a los
pacientes mentales de los hospitales psiquiátricos, de los manicomios, y
situar servicios de atención en la comunidad, creó en su devenir nuevas
situaciones, nuevos sujetos, nuevos sujetos de derechos. La locura se
hizo visible y con ella la intolerancia, el estigma, la exclusión de la
diferencia. Hizo ver que el proceso desinstitucionalizador atravesaba
toda la formación social, desvelando prejuicios y representaciones
sociales que iban mucho más allá del trastorno psíquico, una
reordenación asistencial, y que situaban a los alienados juntos con
otros de la exclusión social. Destapó la parte oculta en nuestra
sociedad por la dictadura de la Razón, de la podredumbre de la razón en
palabras de Antonin Artaud, en la que los locos son las víctimas por
excelencia (Artaud, 1959), un imaginario colectivo poblado de los mitos,
las leyendas y los sueños que nos constituyen. Nos acerca a lo que en
verdad teje el síntoma singular y social, pues el síntoma se forja en la
historia colectiva, en los deseos y miedos ubicados en la trastienda de
nuestra cultura. Un proceso desinstitucionalizador que enfrenta a la
Reforma de la Salud Mental con la miseria social y subjetiva, en un
escenario en el que no se puede ser un simple observador, un impotente
teórico de la marginación, la alienación y el sufrimiento. Donde el
hacer comunitario hace del profesional un militante de la resistencia al
orden social que instituye la enajenación en la miseria, donde la
acción terapéutica, necesariamente experta en los entresijos técnicos de
la terapia y el cuidado, se colorea políticamente.
Este estar
en lo común por el que se define la salud mental comunitaria supone
considerar a la población no solo como potenciales usuarias de los
servicios, implica adentrarse en los deseos y frustraciones de sus
barrios, hacerles cómplices de la gestión de su malestar. El fracaso de
la medicina social es semejante al de la política gobernante que
padecemos, y la razón de este fracaso está en la ausencia de comunidad,
de los intereses, anhelos, frustraciones y ensueños, de las poblaciones
que se atiende o se representa. Es frecuente la existencia de políticos
que no han estado nunca en las circunscripciones que representan más
allá de los días de la campaña electoral y es igualmente frecuente
planificaciones, programas y actividad profesional de salud mental
hechos sin haber pisado el barro o las aceras de los barrios que
comunitariamente se atiende.
En salud y más concretamente en
salud mental hablamos de participación, de la necesidad de contar con
los ciudadanos, con las comunidades y los propios usuarios a la hora de
la planificación y programación, mas, sin embargo, la participación se
reduce, si existe, a encuentro a nivel directivo con sindicatos para
temas laborales y el trabajo comunitario a situar centros de consulta
fuera de los hospitales. Luego puede extrañarnos que la población no
defienda los modelos que más podrían beneficiarles, de confundir las
necesidades reales en sus demandas, de dejarse llevar por engañifas
electorales que propician la privatización como modelo sanitario, en
contra de una salud colectiva que puedan hacer suya.
Concluyendo. El hecho es que hoy, como nunca hasta ahora en la historia
parece que no hay un afuera del sistema neoliberal, donde el fascismo
hace presente el planteamiento de George Kennan, en un informe secreto,
hoy accesible, cuando aconsejaba que había “que dejar de hablar de
objetivos vagos e irreales, como los derechos humanos, el aumento de los
niveles de vida y la democratización, y operar con genuinos conceptos
fuerza que no estuviesen entorpecidos por eslóganes idealistas sobre
altruismo y beneficencia universal, aunque estos eslóganes queden bien, y
de hecho sean obligatorios, en el discurso político” (Chomsky, 2000).
Una situación que puede conducirnos al “esto es lo que hay” y al “todo
vale”. Un esto es lo que hay y en esta situación todo vale al que se
suma la desgana por falta de perspectivas profesionales y ciudadanos, el
queme o la renuncia o la aceptación de la derrota. Un es lo que hay y
todo vale que nos lleva a una permanente insensibilidad, nos lleva a
eludir nuestra parte de responsabilidad, nuestra ciega complicidad en el
trascurrir de los hechos, nuestra parte de culpa. Algo que según
Cornelius Castoriadis, nos ha convertido en cínicos profesional, social y
políticamente, pues encerrados en un nosotros, en un mundo personal
privatizado, hemos perdido la capacidad de actuar críticamente
(Castoriadis C, 2011). Quizás lo más frecuente, como escribía en el
libro antes citado (Desviat: p. 17) es el considerar que lo que sucede
es lo natural de la sociedad humana, que ha sido siempre, la iniquidad,
la desigualdad, la competitividad canalla y la desatención de los más
frágiles, asumiendo las funciones cosméticas y de control social que
impone el orden social; en el mejor de los casos cobijando la conciencia
profesional y cívica en preservar ciertas cotas de dignidad, calidad y
eficacia. Pero queda otra postura, una opción partisana, militante que
trata de mantener una “clínica” de la resistencia, buscando aliados en
los usuarios, familiares y ciudadanos para conseguir cambios en la
asistencia a contracorriente y profundizar las grietas del sistema, en
pos de un horizonte donde sea posible el cuidado de la salud mental, una
sociedad de bienestar.
El peso de la alienación cambia cuando
se es consciente de ella. En ese descubrimiento, cuando la mirada del
amo ya no fulmina al colonizado, se introduce una sacudida esencial en
el mundo, toda la nueva y revolucionaria seguridad del colonizado se
desprende de esto, escribe Fanon en Los condenados de la Tierra (p40).
Una sanidad diferente, una atención a la salud mental que se entienda
desde lo singular a lo colectivo, no será plenamente posible sino en una
sociedad diferente. No podemos saber qué nos deparará el futuro. El
socialismo es tan posible como la caída en la barbarie. Pero sí estamos
obligados, si queremos una salud pública universal y equitativa, a
desear y trajinar por una sociedad que parta de la igualdad como eje
central de su discurso y tarea; una igualdad que trascienda la
explotación, sin jerarquías de clase ni de género, y donde se reconozcan
y convivan todas las diferencias; donde todas las fronteras sean
reconocidas, respetadas y franqueables. Sin falsas identidades
societarias.
Inmersos en la distopía del neocapitalismo y el
auge en su seno de un nuevo capitalfascismo, puede parecer una
descomunal utopía, pero podemos consolarnos con el hecho de que las
revoluciones llegan cuando nadie las espera.
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