Katu Arkonada*
Escribo mi última columna del
año (nos volveremos a leer el sábado 4 de enero de 2020) desde Caracas,
donde participo como ponente de un seminario organizado por la Red en
Defensa de la Humanidad, TeleSur, y el Ministerio de Cultura de la
República Bolivariana de Venezuela.
No es casualidad cerrar el año en Caracas, donde también lo empecé,
el 10 de enero, participando en la toma de posesión de Nicolás Maduro,
tras ganar las elecciones presidenciales del 20 de mayo de 2018.
Comenzábamos hace 12 meses un 2019 lleno de altibajos políticos, casi
tantos como los de mi vida emocional. Llegábamos a Caracas eufóricos
después de un mes de gobierno de López Obrador en México, donde ya se
vislumbraba un reimpulso del ciclo progresista latinoamericano.
Pero la autoproclamación del títere del Departamento de Estado, seguido del show
de los puentes y el respaldo cultural a los golpistas, junto con el
sabotaje eléctrico, sembraban nubarrones negros en el horizonte
emancipador nuestroamericano.
Y sin embargo, terminamos este 2019 con una Venezuela estable y
donde, a pesar de las constantes agresiones y la guerra económica, se
han logrado ir sorteando todas las dificultades puestas por el enemigo.
Pero al mismo tiempo, y más allá de Venezuela, terminamos el año con
Bolivia, el país latinoamericano con mayor estabilidad política,
económica y social quebrado por un golpe de Estado, y con Evo Morales
refugiado en Argentina.
Todo ello mientras se suceden las insurrecciones populares en Haití,
Honduras, Ecuador, Chile y Colombia, y la ola feminista se va
convirtiendo en un tsunami imparable que interpela a segmentos de la
población a los que no llegan los partidos políticos tradicionales.
Pensando en estos dos países, Bolivia, del que tengo la nacionalidad,
y México, donde resido, una pregunta martillea mi cabeza durante todo
el seminario: ¿Por qué la izquierda de un país con tanta tradición
revolucionaria como México tardó 12 años en llegar al gobierno (30 si
contamos desde 1988), y en cambio un proceso tan sólido como el
boliviano se ha desmoronado en cuestión de días?
Ambos procesos, Bolivia y México, y salvando las distancias culturales y geográficas, tienen algunas características comunes:
La importancia del líder. El caudillo que habla como su
pueblo, que come donde come el pueblo, y cristaliza sus sueños y
aspiraciones, generando una oleada de esperanza a su llegada, junto con
una tremenda politización de la sociedad.
Lo simbólico. Si pudiéramos definir la ruptura cultural con
el neoliberalismo en Bolivia, esta se sintetizaría en la palabra
inclusión. En México probablemente lo simbólico, que es el punto de
partida para cualquier construcción de hegemonía, sea la desaparición
del Estado Mayor Presidencial, la Comisión de la Verdad en el caso
Ayotzinapa, o la Ley de Amnistía para las y los campesinos más pobres.
Lo material. Como la gente no come ideología, en ambos
procesos hay una apuesta por la redistribución. En cada caso según la
correlación de fuerzas existente. En México no da más que para una
amplia red de programas sociales, y en Bolivia se pudo ir más allá y
nacionalizar los recursos naturales al mismo tiempo que se paría una
nueva Constitución. La izquierda y el proyecto posibles en cada tiempo y
lugar.
Tres características comunes, y cinco desafíos o enseñanzas que
podemos sacar del proceso de cambio boliviano para pensar la cuarta
transformación 4T mexicana:
1. El gobierno siempre está en disputa. A pesar del líder, los
proyectos que se contraponen al interior del gobierno no siempre van en
la misma dirección, sobre todo en procesos nacional-populares con tan
amplio apoyo en las urnas.
2. El Estado es un monstruo que nunca se puede desmontar del todo. La
policía o el ejército, junto con otras expresiones de las élites
económicas o mediáticas al interior del Estado, no siempre responden a
la conducción del líder.
3. La importancia del partido. No todo el mundo cabe dentro de un
partido que siempre tiene que estar a la izquierda del gobierno, e
incluso en disputa con otros poderes del Estado en defensa del proceso
de transformación. El partido debe ser siempre una herramienta para la
lucha institucional, sí, pero también una herramienta para la lucha de
masas y la lucha ideológica. Si no se complementan esas tres luchas,
comienzan los problemas, como ya se ha comprobado no sólo en Bolivia,
sino también en Brasil o Ecuador.
4. El problema de las clases medias posneoliberales. La gente no come
ideología, pero con lo material no es suficiente. La disputa cultural,
el construir alternativas para esos millones de personas de origen
popular que salen de la pobreza, es el hilo conductor entre la
estructura y la superestructura, espacio donde, además, hay que dar
batalla en el ámbito mediático.
5. Estados Unidos. Al imperialismo ni un tantito así, porque Estados
Unidos no tiene amigos, sino intereses, y su objetivo siempre va a ser
poner su voracidad por los recursos naturales por encima de cualquier
interés nacional o latinoamericano. Y para ello va a utilizar cualquiera
de los tentáculos disponibles, se llamen DEA, Usaid, NDI, IRI, embajada
u Organización de los Estados Americanos.
Y es que, aunque ningún proceso pueda ser calco ni copia de otro, más
vale que saquemos lecciones de los errores cometidos para no
repetirlos, y tener un 2020 de acumulación política y social desde
abajo, desde los pueblos, pero también desde arriba, desde los gobiernos
progresistas.
*Politólogo experto en América Latina
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