Eric Nepomuceno
En mis años mozos solía escuchar cada tanto la frase
este es un mes para olvidaro, en casos extremos,
a este año, mejor olvidarlo.
Pues 2019 es, para mí, todo lo contrario: un año para recordar siempre y siempre, para no olvidar jamás.
Ha sido uno de los peores años de mi vida. En parte, por razones de
índole personal, pero principalmente, o mejor, esencialmente, por lo que
hicieron y hacen con mi país.
De la autonomía universitaria a las artes y la cultura, con especial
énfasis en el cine, del medioambiente a las facilidades para que una
policía corrupta y asesina asesine cada vez más, del desmonte de la
estatal de petróleo, Petrobras, a la destrucción de comisiones de la
sociedad que contribuían a la defensa de los derechos humanos, del
funeral de la educación pública al final de una tradición de décadas en
política externa; por donde se mire lo que se ve es pura, furiosa
destrucción.
En un año hemos retrocedido décadas y vaya a saber cuántas más serán
necesarias para volver al punto en que estábamos antes de la catástrofe.
Las instituciones sacrosantas siguen apáticas. Nadie parece capaz de
pararle la mano a Bolsonaro y su furia destructora.
A mi edad, no creo que alcance a ver esa recuperación.
Brasil desapareció del escenario internacional y ni siquiera en los
años más duros de la dictadura tuvo una imagen tan negativa entre las
naciones civilizadas del mundo.
No, no hay que olvidar este año tenebroso, de puras tinieblas. Lo que
me pregunto es cómo hemos llegado tan abajo a este pozo que parece no
tener fondo.
Jair Bolsonaro es un primate tosco, grosero, totalmente
desequilibrado, sin noción alguna del cargo que ocupa y del país que
destroza. Actúa basado exclusivamente en furia, en odio, en
resentimiento. Un ultraderechista sin norte ni rumbo, que ve enemigos en
todas partes y que no oye otra voz que la de su mente enferma.
Lo que me inquieta y me desespera es que nada de eso es novedad. A lo
largo de larguísimos 28 años en que fue un diputado cuya ocupación
principal era, además de hacerse con un montón de dinero, defender a las
milicias paramilitares, a la dictadura que de 1964 a 1985 sofocó a esta
nación, a elogiar a torturadores nauseabundos.
Durante su campaña electoral recorrió el país advirtiendo que una vez
en la presidencia trataría de extinguir el comunismo y el socialismo
que jamás existieron en Brasil; aseguró defendería los valores de la
familia, mismos que nunca definió, y expresó que gobernaría bajo la
tutela de Dios un país que constitucionalmente se declara laico.
¿Cómo nadie advirtió el peligro anunciado, escandalosamente
anunciado? ¿Cómo semejante esperpento logró convencer a la mayoría de
los electores de que valía la pena jugarse a una apuesta suicida?
Entre los votos obtenidos por Fernando Haddad, el candidato del PT, y
los que optaron por votar en blanco, anular el voto o abstenerse, llegó
a 61 por ciento del universo de electores brasileños.
La única conclusión a que logré llegar es que los que votaron en
blanco, anularon o se abstuvieron son los responsables directos por el
horror que vivimos. Por ignorancia o lo que sea, pero son responsables.
Habría, claro, que mencionar a un juez manipulador y parcial, Sergio
Moro, que impidió que el favorito –Lula da Silva– disputase la elección
presidencial, mandándolo a la cárcel en un proceso escandalosamente
absurdo. Ese mismo que, en una elocuente demonstración deindecencia,
ahora ocupa el Ministerio de Justicia del presidente que ayudó a elegir.
Y también el poder de los medios de comunicación hegemónicos que se
empeñaron hasta el fondo del alma para demonizar la política y abrir
espacio para un
renovadorque, concretamente, representaba lo peor de lo peor de la política más miserable.
La única conclusión a que llego es que había una nación sumergida,
extremamente reaccionaria, racista y homofóbica. Un país que siempre
supe que existía, pero creía muy minoritario, y que se reveló en todo su
esplendor al elegir a semejante bestia.
Dicen los sondeos de opinión que Bolsonaro llega al final de su
primer año siendo el presidente más rechazado de la historia. O sea, mi
nación es también una de arrepentidos. Inconsecuentes arrepentidos.
A principios de 2019 la
sacrosantay dañina entidad llamada mercado financiero preveía que a estas horas el dólar se estaría cotizando en 3.80 reales, que el PIB habría crecido 2.5 por ciento y que todo andaría de maravillas.
Bueno: la mejora del PIB rondará 1.1 por ciento, el dólar 4.10 reales
y existen unos 12 millones de desempleados y otros 24 millones de
subempleados o trabajadores en situación de extrema precariedad.
Los ricos de siempre siguen optimistas. Los ninguneados de siempre
siguen ninguneados. Y el nefasto desequilibrado que nos preside sigue
prometiendo empeorar cada vez más lo que ya está destrozado.
Sí, sí: 2019 es un año para ser recordado para siempre. Ha sido el
año del retroceso. Queda por ver qué y cómo hacer para resistir y
sobrevivir a un 2020 que se vislumbra turbio en un horizonte gris.
Nunca, como hoy, decir
Feliz Año Nuevoes más, que un deseo, un pedido desesperado.
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