La guerra del gobierno
Trump contra China -que empezó contra la multinacional Huawei- ha
ocupado las portadas de los medios de comunicación en todo el mundo,
hecho explicable por implicar a las dos mayores potencias comerciales
del mundo y por afectar -como daño colateral- al mayor tótem del siglo
XXI, como es la telefonía móvil, sin la cual se multiplicaría el número
de desamparados, que encuentran en su teléfono la comprensión y el amor
que ya no saben hallar fuera de emoticones y pantallas. Que el conflicto
chino-yanqui haga timbrar al mundo no debe hacer olvidar un hecho más
importante, que, en estos pagos, recibe nula atención: la feroz carrera
armamentista que mantienen EEUU, China y Rusia, respecto de la cual lo
comercial y Huawei -por más que inflen su importancia- no es sino un
primer ‘round’ de una pelea a muchos rounds.
El común de los
mortales vive de espaldas a la historia y a golpe de amarillismo, de
manera que rara vez dispone de herramientas básicas para analizar casos
como el presente. Uno de ellos se refiere a un hecho que ha ocurrido (y
seguirá ocurriendo) en todos los tiempos y civilizaciones: cuando surge
una nueva potencia -o resurge una que lo fue- la potencia reclama un
sitio en el mundo proporcional a su poder y quiere -también- a sus
adversarios fuera de sus áreas estratégicas. Tan viejo como el mundo,
como narró Tucídides, hace 2400 años, en su Historia de la guerra del Peloponeso.
Un episodio ilustra esta realidad. Italia y Alemania se constituyeron
como Estados unitarios en 1860 y 1871, respectivamente, es decir, tres
siglos después del inicio de la era del imperialismo europeo. Llegaron
tarde al reparto colonial, pero, como nuevos grandes Estados, reclamaron
una parte del botín. En 1885, por iniciativa alemana, se celebró la
Conferencia de Berlín para el reparto de África, de la que Alemania
obtuvo un relevante número de colonias e Italia su porción, aunque nada
comparables con las británicas y francesas. Al final, como es sabido,
las contradicciones imperialistas terminaron estallando en la I Gran
Guerra Europea moderna (Europa ha vivido en guerra desde los
neandertales), mal llamada I Guerra Mundial. Esta guerra recordó otra
antigua realidad: ningún imperio cede voluntariamente su poder. Se le
arranca por la fuerza. Alejandro lo hizo con Darío. Roma con Cartago.
EEUU con España.
Situémonos ahora en 2019. Un antiguo imperio,
China, hasta hace ochenta años dominado, expoliado y explotado por
potencias extranjeras, ha resurgido como ave fénix y reclama su lugar en
el mundo. Otro viejo imperio, Rusia, renacido después del suicidio y
desmembramiento de la superpotencia soviética, reclama también un solio
macizo en la sociedad internacional. Frente a ellos EEUU, un imperio
mundial joven (su poder inicial surgió de la IGM y su poder mundial de
la IIGM), pretende que las renacidas nuevas potencias acepten el orden
que instituyó sin disparar, prácticamente, un tiro y sin tener que hacer
mayores sacrificios. Al contrario, EEUU pudo hacerse imperio merced a
que las potencias europeas se mataron entre ellas, dejándole el campo
abierto y, además, enriqueciéndolo hasta lo obsceno gracias a las dos
guerras (John Kenneth Galbraith afirmó que la IGM había sido una
bendición para EEUU).
El panorama actual, para Washington, es
un tablero de ajedrez. A diferencia del mundo bipolar, donde cada
superpotencia tenía definidas sus áreas de dominación estratégicas, el
mundo hoy es multipolar y complejo y, por vez primera en la historia,
auténticamente global. No hay colonias obedientes (salvo la UE,
paradojas de la historia) y EEUU enfrenta, no sólo a dos potencias
equivalentes, sino -esto es lo peor- aliadas, y de una magnitud
abrumadora en territorio, población y recursos. La suma de China y
Rusia-Rusia y China hace un poder que supera con creces al
estadounidense, por más que se afane Washington en hacer creer lo
contrario. El territorio de la alianza euro-asiática se extiende del mar
de Barents al Mar de la China Meridional; del Báltico al Golfo Pérsico;
del mar Mediterráneo y el Negro al Índico. Es decir, abarca la casi
totalidad de Eurasia, con diferencia el continente más importante del
mundo. Son, además, aliados contiguos, de forma que su interacción es
fácil, intensa y… barata. Como recordó hace poco el periodista Michael
Hudson, “Los Neocons nombrados por Trump están logrando lo que parecía
impensable no hace mucho tiempo: juntar a China y Rusia -la gran
pesadilla de Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski” (corrección: la
alianza antecede Trump, aunque Donald ha hecho méritos notables para
robustecerla).
EEUU, por el contrario, es un país aislado. Un
Estado-isla en un continente-isla, separado del resto del mundo por los
dos mayores océanos. Sus aliados están lejos y, más grave aún, están
dispersos y solos. Japón es otro Estado-isla, separado del continente y
sin aliados próximos (excluyo a Corea del Sur, primer candidato a
abandonar el barco estadounidense, Taiwán duraría un suspiro). Europa es
una península sin acceso directo a la mole euroasiática y sin recursos
energéticos suficientes. Arabia Saudita es una península medieval
rodeada de pocos amigos y con un ejército archi-armado pero incompetente
(en Yemen acumulan sólo crímenes atroces). Mantener unidos todos esos
fragmentos obliga, a EEUU, a gastos astronómicos, lo que deja, como daño
colateral, un déficit público galáctico y ruinoso.
Esta
realidad ha provocado, en EEUU, una proliferación de estudios y análisis
sobre cómo enfrentar la alianza sino-rusa, como no se veía desde los
años duros de la guerra fría. El último documento apareció en diciembre
de 2018 (National Security / Long-Range Emerging Threats Facing the United States As Identified by Federal Agencies,
Seguridad Nacional / Amenazas emergentes de largo alcance que enfrenta
Estados Unidos según lo identificado por las agencias federales). Este
informe expresa: “Estados Unidos enfrenta una compleja serie de amenazas
a nuestra seguridad nacional, incluidos nuestro sistema político,
económico, militar y social. Estas amenazas continuarán evolucionando a
medida que se desarrollen los adversarios políticos y militares, a
medida que avanzan los sistemas de armas y la tecnología, y con los
cambios demográficos y ambientales”. Esta afirmación se ha convertido en
estribillo en esa clase de informes, que repiten que EEUU afronta la
mayor amenaza a su hegemonía, algo cierto, pues nunca EEUU había
encontrado rivales de tal magnitud. La retirada de EEUU de los acuerdos
de control de armas no es una ‘trumpada’, sino respuesta al miedo
creciente a China, país no firmante de esos tratados, y su alianza con
Rusia. Por ese mismo motivo, EEUU aumentará sus presiones sobre Europa y
Latinoamérica, buscando crear un frente euro-americano frente a las
potencias euro-asiáticas (otra cosa será que lo consiga o a qué nivel
pueda conseguirlo).
El mundo de la guerra fría era un mundo de
fronteras definidas, con conflictos en áreas periféricas -Vietnam,
Angola, etc.- que no afectaban el equilibrio estratégico esencial entre
las superpotencias. En el mundo actual hay pocas fronteras claras y
demasiadas en disputa. Disputas geopolíticas, económicas, comerciales,
científico-técnicas. Con cada vez más abundantes zonas grises y algunas
absolutamente calientes. América del Sur está siendo convertida en una
inmensa zona gris, con Rusia y China erosionando cuanto pueden la
antigua hegemonía de EEUU, con Venezuela en el epicentro. Ucrania es
-tómenlo en serio los europeos- un limes al que Rusia no
renunciará (pregunten si EEUU aceptarían misiles rusos y chinos en
México o Canadá). Irán, país milenario, quiere su propio espacio y es
aliado esencial para China y Rusia (de ahí la obsesión de EEUU por
derrocar a la república islámica). Siria, país referencia del de retorno
de Rusia a Oriente Próximo, es territorio cardinal para la proyección
del poder ruso en el Mediterráneo. India quiere ser potencia regional y,
en alianza con Rusia, mantener el equilibrio en el Índico, establecer
un status quo con China y, con China, desenredar el laberinto
paquistaní. EEUU lleva una década queriendo enredar a India contra China
e India le responde que los cipayos son historia y que ellos tienen sus
propias aspiraciones. Por si alguna tenía dudas, a inicios de
septiembre de este 2019, India firmó contratos por 14.500 millones de
dólares para adquirir armamentos rusos, entre ellos sistemas S-400.
Recordemos, ahora, el primer juego de tronos, llamado en el siglo XIX
“el gran juego”. Fue la disputa a cara de perro entre los imperios ruso y
británico por el dominio de Asia Central. Gran Bretaña, la mayor
potencia marítima de entonces, quería forjar un muro en torno a la India
-su “joya de la corona”- y Rusia, la mayor potencia terrestre, expandir
sus dominios sobre la vastedad centroasiática. “El gran juego”
inspiraría a Halford Mackinder, el más importante geopolítico británico,
a elaborar su teoría sobre la rivalidad entre la potencia marítima
(Gran Bretaña) y la potencia terrestre (Rusia), que, desde hace casi un
siglo, inspira a EEUU, potencia marítima heredera de la británica.
Porque EEUU es eso: una potencia marítima, separada del resto de
continentes por el Atlántico y el Pacífico. Ser un Estado-isla de un
continente-isla permitió a EEUU ser superpotencia y dominar casi todos
los mares y océanos, teniendo como modelo a su antecesora británica. No
obstante, el poder naval británico pudo ser lo que fue porque no había
armas que contrarrestaran el poder de su flota. Sus naos podían aparecer
de repente en cualquier sitio, sin dar tiempo a organizar la defensa,
de forma que, en días o semanas, la flota británica podía tomar
Shanghái, Mallorca o Bengala. Hoy, eso, es, simplemente, imposible.
Satélites espías monitorean minuto a minuto cada buque de guerra, cada
portaaviones, haciendo un disparate pensar en bloqueos y, menos aún, en
ataques sorpresa desde el mar (o desde tierra). El acelerado e imparable
desarrollo de misiles -como los hipersónicos rusos, que alcanzan
velocidades superiores hasta doce veces la del sonido- convierten a los
buques en armatostes fáciles de hundir
Un think tank
británico fue el primero en advertir esta realidad, luego confirmada en
un informe estadounidense, que reconoce que EEUU carece de medios contra
los misiles hipersónicos rusos. China desarrolló, hace años, un sistema
para hundir portaaviones por saturación, es decir, si una flota con
portaaviones tiene, digamos, 800 misiles, el sistema chino dispararía
mil o 1.500 misiles. Se perderían 800, pero el resto haría blanco. Las
guerras comerciales, o el Huawei 5G no es el punto G de la economía
mundial. Estamos, apenas, ante refriegas de lo que se viene. Y lo que se
viene es grueso, muy grueso. Algo así como un nuevo tiempo, una nueva
era, dominada por potencias asiáticas. Pudo ser de otra manera, si la
UE/OTAN, en vez de pretender destruir Rusia, la hubiera hecho aliada,
Ahora es demasiado tarde. La alianza ruso-china -como antes Alejandro,
Napoleón o los británicos- marcará las pautas y se hará más fuerte.
India está estableciendo su área e Irán la suya. ¿Y la UE? Bien,
gracias, alineadita con EEUU, esperando las ostias del cielo, que no
serán de pan ácimo ni harina de trigo.
Augusto
Zamora R., autor de Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y
escépticos (2016, 3ª edición 2018) y de Réquiem polifónico por
Occidente (2018), Akal.
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