León Bendesky
La Jornada
Un reputado neurocirujano
me dijo, cuando iniciaba mis estudios en la UNAM, que lo más importante
en una sociedad es la ley. Me llamó en ese momento la atención que él,
dedicado al quirófano, se decantara por la ley de modo tan definitivo.
Tenía razón en fijar así sus prioridades. La ley se debe erigir en
una forma privilegiada para organizar a una sociedad. Tiene para la
gente una importancia capital, para bien o para mal.
Como ciudadanos sabemos que la ley no debería manosearse para avanzar
una posición política particular mediante la que se imponga una visión
totalizadora sobre una colectividad que por su esencia misma es muy
diversa. Tampoco debería servir para promover los intereses de
individuos o de grupos. Todo esto ocurre, ciertamente, y he ahí la
disputa permanente.
La ley no es aséptica, en el sentido literal de la ausencia de
gérmenes, pero también de neutralidad o desapasionamiento. Se sustenta
en concepciones de muy distinto tipo: expresa las relaciones de poder
entre los grupos de una sociedad, una nación o un conjunto de naciones.
El proceso histórico de cómo se forja un sistema legal, cómo se usa y
sus derivaciones más relevantes, mismas que conforman un sistema
político determinado es siempre ilustrativo. Es un proceso en constante
evolución pues, como decía Luís de Camões:
Mudan los tiempos y mudan las voluntades.
La dinámica de una sociedad exige, por lo tanto, diversas formas de
tutela, desde aquellas que se organizan institucionalmente en un sistema
político con poderes diferenciados, hasta las que pueden ejercer los
ciudadanos. Este último es un asunto crucial.
Esto es lo que concebimos usualmente como una forma democrática de
organización social. No siempre es así. Para establecerla no hay
recetas, pero sí ciertas pautas que la enmarcan. En nombre de la ley se
pueden hacer muchas cosas y no hay garantías duraderas de que así se
sostenga lo que se concibe como un régimen de libertades.
Hoy, está abierta una extensa y significativa discusión en torno a
las amenazas que enfrenta la democracia en muchas partes del mundo. Esto
tiene que ver con cuestiones tales como: el cumplimiento de la ley por
quienes gobiernan; los contrapesos al poder establecido; la organización
política de los partidos y los espacios para la participación
ciudadana; el voto y las elecciones; el ámbito de las libertades, de los
derechos y las obligaciones, igualmente, los márgenes para la protesta.
En los días recientes ha habido, entre otras, una expresión
interesante del ejercicio de la legalidad. Esto ocurrió en el Reino
Unido en torno a una disposición del primer ministro para prorrogar –en
el sentido de suspender– los trabajos del parlamento en pleno debate
político acerca de las condiciones del Brexit.
El Reino Unido no tiene una Constitución escrita, sino que muchas
leyes de naturaleza constitucional provienen de las Actas del
Parlamento, o bien, se consignan en reportes emanados de juicios en las
cortes. Existe una serie de convenciones acumuladas que articulan la
relación entre las instituciones –muy antiguas– del Estado.
La declaración de Lady Hale, la juez que preside la Suprema Corte, es
un texto breve y contundente que conviene leer, sobre todo porque
difiere de nuestra cultura legal. La cuestión formal que aborda trata de
la legalidad del consejo del primer ministro Johnson a la Reina para
prorrogar el Parlamento. Hale sustenta el asunto en el hecho de que las
cortes han ejercido una jurisdicción supervisora sobre la legalidad de
los actos del gobierno durante siglos.
Desde 1611, la Corte sostuvo que el Rey (que entonces era el gobierno) no tenía más prerrogativa que aquella que la ley le permitía.
Se trata, según, argumenta la juez, de fijar primero si la
prerrogativa existe y, luego, cuál es su extensión. Después, se trata de
decidir si el ejercicio de tal poder está abierto a un reto de índole
legal”; es decir, si es justiciable. El fallo fue que la decisión de
Johnson de aconsejar a la Reina como lo hizo es ilegal, porque tuvo el
efecto de frustrar o prevenir que el Parlamento llevara a cabo sus
funciones constitucionales de legislar sin una justificación suficiente.
El asunto es polémico, pues gira entorno a la propuesta del gobierno de ejercer un Brexit
duro con efecto al final de octubre. La salida del Reino Unido de la
Unión Europea se basa en el referendo del 23 de junio de 2016, en el que
51.89 por ciento de los participantes votó por la salida y 48.11 por la
permanencia. Aún no se ha podido cumplir la salida y las condiciones,
que han cambiado, se basan en unas voluntades planteadas hace más de dos
años.
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