La presidenta de la Cámara de Representantes de
Estados Unidos, la demócrata Nancy Pelosi, anunció ayer la decisión de
su grupo parlamentario de iniciar el proceso de impeachment contra el presidente Donald Trump, por
los hechos deshonrosos de traición a su juramento del cargo, la traición a nuestra seguridad nacional y a la integridad de nuestras elecciones.
Hasta ahora, ningún presidente ha sido removido por este medio, que
debe ser activado por la cámara baja y resuelto mediante un juicio en el
Senado: en 1868 el demócrata Andrew Johnson eludió la caída por un
voto, mientras en 1999 su correligionario William Clinton libró el
trámite con mucha mayor soltura. En 1974, el republicano Richard Nixon
evitó ser el primer presidente de la historia destituido por impeachment, al dimitir a su cargo antes de que se pusiera en marcha el juicio político.
Dicho proceso, que se traduce como
destitucióno
juicio político, ha sido barajado por el liderazgo demócrata desde el inicio de la administración Trump, debido a las sospechas de que, cuando el republicano era candidato presidencial en 2016, personas de su entorno más cercano se reunieron con agentes rusos a fin de obtener información confidencial que dañara la campaña de Hillary Clinton, y volvieron a cobrar fuerza cuando se reveló que el magnate habría comprado el silencio de dos mujeres con quienes supuestamente mantuvo relaciones extramaritales.
Lo que ahora ha llevado a la oposición a transitar de las palabras a
los hechos es la filtración de una llamada telefónica entre Trump y el
jefe de Estado de Ucrania, Volodymir Zelensky, en la cual el
estadunidense habría coaccionado a su par europeo para que éste
investigue alegaciones de corrupción contra Hunter Biden, hijo del ex
vicepresidente y aspirante presidencial demócrata Joe Biden.
La prudencia con que hasta ahora el Partido Demócrata había encarado
la posibilidad de iniciar un juicio político contra el mandatario pone
de relieve la gravedad de la actual acusación: se trata, ni más ni
menos, de que Trump condicionó la ayuda militar a un aliado crucial en
el horizonte geoestratégico de la superpotencia, a cambio de su
complicidad en una confrontación política interna a Estados Unidos.
Esta disposición a poner en juego lo que la cúpula político-militar
estadunidense considera los intereses vitales de la nación –por el papel
ucranio como dique frente al poderío ruso–, para beneficio exclusivo de
sus propias aspiraciones electorales, resulta de un egoísmo monstruoso
en cualquier jefe de Estado, y es revelador de la hipocresía de quien
justifica su conducta pendenciera ante el mundo con el lema
Estados Unidos primero.
Asimismo, constituye una señal de alarma para los líderes europeos,
pues el que gobierna en su principal aliado y paraguas militar no
muestra ningún escrúpulo en dejarlos a su suerte si cree que con ello
puede obtener una ganancia política personal. En este escenario, el
inminente procedimiento contra Trump debe distinguirse en sus facetas
jurídica y política. En el primer caso, la actuación del multimillonario
deja pocos resquicios de duda acerca de su responsabilidad en los
cargos mencionados, así como en su flagrante obstrucción a la justicia a
lo largo de la investigación del fiscal especial Robert Mueller en
torno de la trama rusa, todo lo cual haría necesario su desalojo del
poder.
Sin embargo, en los hechos se antoja casi imposible que la ley se
cumpla, debido a los obstáculos políticos que enfrentan los promotores
del proceso: para que el juicio prospere es necesario el apoyo de dos
terceras partes de los senadores (67 de 100), algo inalcanzable para la
fracción demócrata, que apenas suma 45. Así, y a menos que se produzca
una ruptura tan inesperada como improbable en las filas republicanas,
todo apunta a que el magnate será absuelto gracias al entramado de
intereses partidistas, empresariales y mafiosos que hasta ahora le ha
brindado un apoyo incondicional.
En suma, resulta lamentable que una presidencia a todas luces
desquiciada cuente con un blindaje institucional casi inexpugnable
porque los mecanismos de contrapeso existentes en el papel se revelan
inoperantes en la realidad y que, en consecuencia, el país más poderoso
del mundo se encuentre expuesto a que un ególatra apueste los intereses
geopolíticos nacionales en aras de su propia carrera.
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