Rosa Miriam Elizalde*
Qué brutos!, exclama Olivia Palmares, la maestra de quinto grado de la escuela primaria
Nguyen Van Troi, de La Habana. No diría algo así de sus alumnos, que son ante sus ojos los más inteligentes y bien portados de la ciudad, sino del gobierno de Estados Unidos. Viaja en un auto estatal que se ha detenido al pie de un semáforo y, antes de que ella pida el aventón para regresar a su casa después de las clases, le ha ofrecido llevarla.
Se habla en el Lada ruso renqueante de lo que todos comentan en la
calle. Donald Trump ha incrementado la persecución a navieras y empresas
proveedoras de petróleo que se desplazan por el Caribe hacia Cuba o
Venezuela. Al carácter brutal y caprichoso del presidente, se le unen
ahora las manías del filibustero Henry Morgan, el más grande de todos
los saqueadores marítimos en época de corsarios y piratas. Washington ha
provocado una crisis energética en la mayor de Las Antillas con
impactos en la economía visibles particularmente en el transporte
público.
No hay apagones en La Habana como en los tiempos del llamado
Periodo Especialen que una crisis de alta intensidad afectó severamente la economía, pero, casi de un día para otro, en la ciudad más poblada del archipiélago con 2.3 millones de habitantes, las salidas de ómnibus se concentran fundamentalmente en horarios de mayor demanda y disminuye la frecuencia de trenes y vehículos hacia otras provincias. Los centros de trabajo y las universidades recortan sus jornadas en la tarde, para aliviar la congestión en las paradas de autobús y reducir el consumo energético.
El presidente Miguel Díaz Canel ha llamado a cada cubano a pensar
como país para enfrentar la situación: “Están tratando de impedir que
llegue el combustible a Cuba, chantajean a las empresas y a los
cargueros… La aplicación de la Ley Helms-Burton ha intimidado y
presionado a algunas empresas, y esa situación ha provocado en los
pasados días una baja disponibilidad de diésel para la producción y los
servicios”, dijo.
Hay algo en el ADN de este país que reacciona patrióticamente cada
vez que Estados Unidos, con un territorio 90 veces mayor, amenaza a
Cuba. Es un acto instintivo de autoprotección nacional, el clic de un
conmutador que actualiza el pacto de solidaridad ciudadana, el grito de
resistencia que empezó el 7 de febrero de 1962, primer día del
bloqueo férreo y desalmado, como lo llamaría Gabriel García Márquez en una crónica hecha con sus recuerdos de corresponsal de Prensa Latina en La Habana. Él contó cómo el Oxford,
un buque de la CIA equipado con toda clase de elementos de espionaje, patrulló las aguas territoriales cubanas durante varios años para vigilar que ningún país capitalista, salvo los muy pocos que se atrevieron, contrariara la voluntad de Estados Unidos. Era además una provocación calculada a la vista de todo el mundo. Desde el Malecón de La Habana o desde los barrios altos de Santiago se veía de noche la silueta luminosa de aquella nave de provocación anclada dentro de las aguas territoriales.
Ahora el pirata Donald Trump no necesita de buques espías en el
Caribe. Basta una llamada telefónica o un correo electrónico de la
embajada de Estados Unidos a la empresa naviera, para que dé media
vuelta el barco con el petróleo de las guaguas de la pobre
gente que va al trabajo o a la escuela, aunque el gobierno cubano haya
pagado el flete por adelantado. Es un acto de crueldad que se olfatea al
nivel de la calle y que se traduce instantáneamente en indignación y
desprecio.
Siempre que ocurre algo así –y llevamos 57 años en esto–, la reacción
es la misma: apenas se conozca la nueva fechoría yanqui, aflorará a
todo tren la generosidad del cubano y aquel chofer que ayer pasaba
indiferente, ahora se detendrá sin que nadie se lo pida y sin pedir nada
a cambio para que una mujer como Olivia llegue cuanto antes a su casa y
repita por el camino:
¡Qué brutos, pero qué brutos son!.
* Periodista cubana
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