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jueves, 26 de septiembre de 2019

Una lágrima por Almeyra



Nunca acompañé el pensamiento político de Guillermo Almeyra. Pero cuando en momentos difíciles me preguntaba si alguien podía ser transparente y generoso in extremis, alguien en quien confiar sin aprensión, me decía: Almeyra.
Almeyra ha muerto, y cabe ahora inclinarse para evocar al amigo y adversario. Dualidad que permite distinguir al que presume de ser águila, volando como gallina. Para Guillermo, la amistad era un valor. Y mucho se cuidaba de ajustarla a los prejuicios de una agenda política.
En un par de ocasiones, Guillermo me abrió las puertas de su casa (gracias, Anaté) y preparaba espaguetis. Una pasta que empieza a cocinarse con lo que ambos éramos: agua y aceite. Y que el buen vino diluía, dando paso al afecto y la comunicación.
Guillermo nació en el mismo año del Che, en una sociedad conservadora, autoritaria, clasista, despiadada, enemiga de su pueblo. Y si él empezó a pensarla en el traumático decenio de 1940, yo lo hice en el más alivianado de 1960. El primero, aturdido por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, el asesinato de Trotski, la bipolaridad. El segundo, reformulando todo desde la revolución cubana, el asesinato del Che, el inicio de la multipolaridad.
Para muchos argentinos del siglo pasado, México despedía un halo magnético, especial. Hace 47 años, en Tapachula, Chiapas, un agente de migración preguntó a qué me dedicaba. ¡Soy periodista!, respondí. El celoso guardián del Suchiate, devolvió: “ay, güero… ¿no entiendes?” Y a cambio de los 20 dólares que me quedaban ¡paf!... selló el pasaporte. ¡Bienvenido a México!
Luego, y conforme me iba enredando en la pelota de plumas del ser nacional, me propuse escribir un libro que se llamaría La Revolución Mexicana: ayer, hoy y mañana. Pero tenía un problema que muchos años después, confesé a Guillermo: ya no sabía en cuál página iba.
La cosa fue así: escribía una página y, misteriosamente, la impresora (antes, papel carbónico) arrojaba dos o tres que había dejado en la memoria y cajones (antes, tintero). Y en aquella época, tomaba al pie de la letra lo dicho en un aforismo por un erudito alemán del siglo XVIII: lo mejor queda en el tintero (cajones, memoria) y el resto se escribe con pluma de ganso.
Los textos de Almeyra sobre el peronismo eran demoledores. Yo trataba de quitarle crema a los tacos, y él les echaba doble ración. Algo parecido acontecía cuando discutíamos acerca de AMLO. Polémicas que, invariablemente, se cruzaban con las del peronismo. Y que a los mexicanos, por suerte, no les quitaba el sueño, inmersos en sus propias pesadillas.
Dije que no compartía el pensamiento político de Almeyra. Sin embargo, entendí que mi libro no avanzaba por lo que a él sobraba: disciplina, tenacidad, capacidad de trabajo. Por sobre todo, su inquebrantable fe en el proletariado mundial, causa que para mí sonaba fantástica. Lo demás era lo de menos.
A inicios de 2017, publiqué en este espacio una reseña de Militante crítico, su autobiografía. Buen libro en el que subrayé algo que llamó mi atención: “Durante muchos años de ignorancia y superficialidad fui ‘marxista’ y ‘trotskista’ (p. 368), en una vida que se ‘inició por razones éticas y durante años fui voluntarista’ (p. 372)”. https://www.jornada.com.mx/2017/03/08/opinion/023a1pol.
Implacable consigo mismo, la honestidad autocrítica de Guillermo quedó convalidada en Mi última batalla, su conmovedora despedida del domingo pasado. https://www.jornada.com.mx/2019/09/22/opinion/015a1pol.
Guillermo, no te hagas… sé que estás por ahí, leyendo. Sólo quería decir que fue dialécticamenteprovechoso disentir contigo, cara a cara, mirándonos a los ojos, sin dobleces. Prometo que lo voy a seguir haciendo, y arranco desde ya. ¿Qué fuiste? Bueno… fuiste uno de los nuestros. Palabras de un general que te causaba jaqueca, cuando murió el Che.

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