¿De qué paz podemos hablar si las instituciones
perpetúan la opresión de clase, bloqueando cualquier espacio político a
una oposición digna de ese nombre?
La Pluma
Con un largo documento de análisis [ver aquí], las FARC vuelven a ser Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejército del Pueblo, y dejan a l@s compañer@s
que no comparten su elección el acrónimo Farc (Fuerza Alternativa
Revolucionaria del Común) con el que se habían transformado en el
partido político de la rosa con la estrella en el centro, en agosto de
2017. De este modo, se consuma una escisión larga y problemática que, a
partir del grupo dirigente, ha mostrado progresivamente diferencias
explícitas de mérito y método que no han encontrado composición.
De un lado está el ex subsecretario de las Farc, Iván Márquez, quien ha
vuelto a tomar las armas junto con otros dos líderes históricos, Jesús
Santrich, recientemente liberado de prisión, y Hernán Darío Velásquez,
apodado El Paisa. Del otro se encuentra Rodrigo Londoño, presidente del
partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, que
rechazó el regreso a las armas para reiterar que la mayoría de los ex
guerrilleros tiene la intención de cumplir los compromisos asumidos con
los acuerdos de paz de 2016.
Ambos grupos se refieren al
espíritu de los orígenes, representado por la figura del fundador,
Manuel Marulanda (Tirofijo), fallecido en 2008. Las FARC de Márquez
hablan de una segunda «Marquetalia», una refundación de la guerra de
guerrillas en la continuidad de los principios que inspiraron su
formación hace más de cincuenta años. Las de Londoño replican que
Marulanda nos «enseñó a cumplir nuestra palabra», y que su palabra, hoy,
«es paz y reconciliación». La paz del sepulcro, desafortunadamente, que
se impuso después de la firma de los acuerdos del 2016, según un guion
ya visto en Colombia, y que desde entonces ya ha provocado la muerte de
500 líderes campesinos e indígenas y 150 exguerrilleros.
Este es
el primer punto de reflexión, que se refiere al análisis de la
correlación de fuerzas y al balance de la viabilidad de la transición
política tres años después de los acuerdos de La Habana. ¿Qué
posibilidades tienen los pocos parlamentarios de las FARC de tener un
impacto en un sistema tóxico y bloqueado, como el colombiano, que
permanece desde el asesinato del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, que
tuvo lugar en abril de 1948? ¿Qué esperanzas quedan en los «acuerdos de
paz» reducidos a una mera enunciación en un contexto internacional en
el que el Estado colombiano mantiene en América Latina el mismo papel de
gendarme que Israel tiene para el Medio Oriente?
¿Qué
posibilidad tiene la «fuerza revolucionaria alternativa» para abrir un
debate en la izquierda y en la sociedad colombiana, sobre la necesidad
de un cambio estructural si la transición política no ha conducido a un
balance real, a una discusión sobre el mérito, fuera de la retórica de
“paz y conciliación” que ha garantizado sobre todo los intereses de las
cúpulas militares? Las zonas desmilitarizadas en las que debería haberse
organizado esto encuentro han visto más boicots que respaldos.
Los espacios de viabilidad política en seguridad para una verdadera
«fuerza revolucionaria alternativa» se han reducido progresivamente a
cero. La amenaza de extradición contra Santrich probablemente ha
acelerado la decisión. Las condiciones insoportables de los presos
políticos y las de Simón Trinidad, rehén de USA, ciertamente han pesado
mucho.
La cuestión de la entrega de armas, que segun el grupo de
Iván Márquez debería haber sido gradual, fue además, un elemento de
división con la otra parte de la organización. En una guerra no
convencional, tratar con armas o sin ellas no es poca cosa, como lo
señaló la otra organización histórica de la guerrilla colombiana, el
ELN, que participó también en negociaciones, pero permaneciendo
operativa.
Lo hemos visto, en otro contexto, también en Italia,
donde la guerrilla derrotada y desarmada no pudo pesar en la batalla por
una solución política revolucionaria al conflicto de clases de la
década de 1970, que nunca despegó. Y entonces el elemento simbólico de
la continuidad, que se debe asumir antes de que todo se disperse en una
competencia en la que el enemigo dicta los tiempos y las modalidades,
tiene su importancia.
Quienes confunden los principios con el
dogmatismo y la demagogia, ignorando el terreno de la táctica, ignorando
la combinación necesaria de formas de lucha según el contexto
histórico, seguramente pierde el hilo conductor de la historia. Por esta
razón, la decisión de entablar las negociaciones con el gobierno
colombiano en 2012, como en otros tiempos en el pasado, y de contar con
el apoyo de un contexto latinoamericano que estaba en pleno apogeo, tuvo
su relevancia. En lugar que recurrir al ostracismo, necesitamos como
siempre, reflexión y balance.
«Hemos ganado la más bella de
todas las batallas. La guerra con las armas terminó, ahora comienza el
debate de ideas», comentó el entonces negociador de las FARC, Iván
Márquez, después del anuncio del acuerdo alcanzado en La Habana en
agosto de 2016. Y en el nivel de confrontación de líneas y de batalla de
ideas, ciertamente deben enmarcarse las opciones de los dos campos
revolucionarios, que se medirán en la realidad colombiana.
Ya
durante la discusión de las negociaciones, se hizo evidente la
diferencia entre quienes definían la fase que seguiría como
«post-conflicto» y quienes hablaban de «post-acuerdo», conscientes de
que el juego para un cambio estructural en la sociedad colombiana se
trasladaría al terreno político, pero abriendo una nueva fase de
confrontación con los poderes de siempre.
Y ya en septiembre,
durante la ceremonia pública para la firma de los acuerdos, en
Cartagena, el rugido de los aviones militares que se alzaron en vuelo
cuando las FARC dieron su discurso, insinuó que el juego sería cuesta
arriba. Y, en diciembre, después de recibir el Premio Nobel de la Paz,
el ex presidente colombiano Juan Manuel Santos solicitó la adhesión de
su país a la OTAN. En ese momento muchos recordaron el aumento de las
ejecuciones extrajudiciales cuando era ministro de Defensa de Álvaro
Uribe y el asesinato del comandante de las Farc-Ep Raúl Reyes, el 2 de
marzo de 2008, durante el bombardeo de un campamento guerrillero en
Ecuador, en la frontera con Colombia. La idea de «paz» de Santos surgió
también de la investigación llevada a cabo por el gobierno bolivariano
(de Venezuela) sobre su papel en la cobertura de los atentados con
drones explosivos poco antes de dejar la presidencia a Duque, en agosto
de 2018.
Lo del llamado «postconflicto» parecía tomar la forma
de un negocio lucrativo, que también involucraría a los países de
Europa, en la mezcla habitual de multinacionales, compañías de seguridad
privadas, ejércitos «humanitarios» y grandes ONG encargadas del control
social.
Una lógica que también fue evidente en una mega
conferencia que tuvo lugar en Roma en diciembre de 2016, a la que
asistieron representantes gubernamentales y fiscales de toda América
Central, y en la que intervino el entonces presidente Santos, recién
premiado con el Nobel.
La conferencia se tituló «Legalidad y
seguridad en América Latina: estrategias, experiencias compartidas,
perspectivas de colaboración». En ese momento, solo representantes de El
Salvador y Nicaragua hablaron durante unos minutos, frente a las
cúpulas de todas las fuerzas policiales italianas, sobre las causas que
producen la delincuencia y el «terrorismo». El acuerdo firmado entre
Colombia y la OTAN, incubado en los años en que Santos fue ministro de
Defensa de Uribe, establece un entendimiento común contra el «crimen
organizado y el terrorismo», basado en el «intercambio de información
durante las misiones humanitarias, las misiones relacionadas con los
derechos humanos, la justicia militar, así como ayuda en la lucha contra
los delitos relacionados con las drogas y algunos cambios en el sector
de la defensa».
Es la filosofía que guía las «intervenciones
humanitarias», con las que enmascara la injerencia imperialista en las
guerras de un nuevo tipo. Un disfraz fácilmente adaptable al rumbo
impuesto por la llegada de Trump, que está pisoteando las instituciones
internacionales, reemplazándolas por otras artificiales, en abierto
contraste con la misma legalidad burguesa.
Esto se vio
claramente con la agresión contra la Venezuela bolivariana, que fue
golpeada por verdaderas operaciones de piratería internacional llevadas a
cabo con la complicidad de los gobiernos capitalistas vasallos de los
USA. Las dificultades en que se encuentra el campo progresista en
América Latina, el ataque contra los organismos de la cooperación
sur-sur, debido al retorno a la derecha de los dos grandes países,
Argentina y Brasil, con la deserción de Ecuador tras la traición de
Lenin Moreno, y con la expulsión de Venezuela de Unasur y Mercosur, ha
reducido en gran medida la incidencia de quienes, a partir de Chávez,
habían trabajado por un paso político en Colombia, pero que mantendría
la puerta abierta a un cambio estructural. Por otro lado, tanto la
perspectiva de una reforma agraria como la de una Asamblea nacional
constituyente fueron ahogadas progresivamente en sangre.
Juan
Manuel Santos ha pedido a la JEP (la Jurisdicción Especial para la Paz,
vigente en Colombia desde marzo de 2017, cuando el Sistema Integral de
Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, fue aprobado por el
Senado) nuevas órdenes de arresto para los tres dirigentes de las FARC,
definidos como «desertores». Su llamado a los dos ex presidentes, el
uruguayo Pepe Mujica y el español Felipe González, para que evalúen el
estado de los acuerdos de paz pero suena grotesco, considerando el papel
activo en la injerencia imperialista mantenido por Felipe González en
el continente.
Para el partido Farc que ha decidido mantenerse
dentro de la legalidad, volver a tomar las armas es una propuesta
«delirante» en el contexto internacional actual. Sin embargo, el largo
documento de análisis presentado por Iván Márquez, dejó ver que el
elemento militar es solo uno de los temas propuestos en el programa de
refundación de la guerrilla. Surge una visión amplia, una especie de
llamado a la unidad nacional contra las fuerzas reaccionarias, en el que
la actividad clandestina se conjuga con una reconstrucción política
«desde abajo» en los territorios y en el campo. Clandestinos por el
enemigo, pero no por las masas, en suma. Una visión que se acerca a la
de la otra guerrilla histórica, el ELN, con el cual las FARC están
abriendo un acuerdo.
Luego están las críticas de quienes temen
que el regreso a las armas de las Farc acelere la agresión armada contra
la Venezuela bolivariana, que siempre ha sido acusada de «financiar el
terrorismo». Un argumento que nos parece débil, considerando el papel
permanente del gobierno colombiano en la desestabilización del país
vecino, llevado a cabo durante todos estos años. La conferencia de
prensa del ministro de Comunicaciones de Venezuela, Jorge Rodríguez,
proporcionó más evidencias sobre otros atentados también organizados en
agosto a partir del territorio colombiano, y frustrados por la
inteligencia bolivariana.
El hecho de que Duque, un títere de
Uribe y de USA, haya decidido ospedar la banda de Guaidó y sus
compinches en Bogotá para inventar a un «gobierno de transición» 2.0, es
otro sabotaje explícito de la propuesta de diálogo lanzada por enésima
vez por Maduro a una oposición golpista que en cualquier país del mundo
ya estaría en la cárcel.
Precisamente, la creciente agresión
contra Venezuela muestra lo difícil que es mantener la paz combinándola
con la justicia social si estás en el gobierno de un país. ¿De qué tipo
de paz podemos hablar en Colombia, donde las instituciones se utilizan
para perpetuar la opresión de clase, bloqueando cualquier espacio de
actuación política segura por parte de una oposición digna de ese
nombre?
Iván Márquez motivó la elección de retomar las armas
apelando al «derecho universal que garantiza a todos los pueblos del
mundo a levantarse en armas contra la opresión», y como una forma de
defensa de las comunidades rurales y urbanas, a merced del
paramilitarismo después la desmovilización de la guerrilla. Enumeró, en
una visión marxista, las tantas traiciones perpetradas a lo largo de la
historia por los gobiernos colombianos contra el proyecto de
construcción de la Patria Grande promovido por Bolívar. Al mismo tiempo,
agradeció a todos los actores políticos que contribuyeron al proceso de
paz que la oligarquía colombiana se dedicó a demoler, y dejó la puerta
abierta al diálogo, incluso con esa parte de la organización que decidió
quedarse en el terreno legal.
Devolviendo al remitente las
acusaciones de Duque y socios, el gobierno bolivariano también ha
reiterado su deseo de favorecer un nuevo camino de diálogo, que, sin
embargo, no será para mañana y cuyo resultado dependerá de la
acumulación de fuerzas de quienes luchan para lograr un verdadero cambio
de rumbo en Colombia.
Fuente: l’Antidiplomatico
No hay comentarios:
Publicar un comentario