En los estudios históricos y sociológicos sobre América Latina existe una amplia coincidencia en identificar como Estado oligárquico,
al que se levantó en la región durante el siglo XIX y particularmente
desde 1880 hasta mediados del siglo XX. Le caracterizó, como base, la
existencia de los latifundios, bien como plantaciones, haciendas y
estancias. En ellas, esclavos, peones, sembradores, campesinos no
asalariados o semi asalariados, e indígenas sujetos a variadas formas de
servidumbre, constituyeron la fuente social de la explotación que
enriqueció a reducidas elites de familias terratenientes, marcando así
la longevidad de las desigualdades latinoamericanas.
Aunque la
oligarquía puede ser identificada en ese reducido grupo de familias
terratenientes, íntimamente aliadas con elites de comerciantes y
banqueros (que fueron los núcleos de una incipiente “burguesía”), el
Estado oligárquico fue la forma en que se ejerció la dominación social
de estas clases. Se caracterizó por la exclusión de las mayorías
nacionales de la “democracia” formalmente consagrada a través de las
Constituciones republicanas (democracia censitaria); por la coerción y
el uso de la fuerza para reprimir y mantener subordinada a las clases
trabajadoras; por la reproducción de los grupos dominantes a través de
las alianzas familiares, los clubes de notables llamados “partidos”, el
caciquismo, el clientelismo, el caudillismo y las dictaduras.
En los regímenes oligárquicos, las
actividades económicas privadas constituyeron un poder real, por el
control del principal factor de la producción (tierras) y el directo
manejo de las condiciones del trabajo: esclavitud, servidumbre, salarios
y jornadas. Ese poder se pareció, en mucho, al de los señores feudales
europeos e incluso hubo pensadores latinoamericanos que calificaron como
“feudal” al modo de producción vigente en América Latina durante la
época oligárquica. No existió mala fe en esa caracterización, pero sin
duda era errónea, porque las formas de la dominación económica en la
región tuvieron su propia especificidad y, además, el Estado oligárquico
abolió el monarquismo (en México y en Brasil el Imperio no logró
mantenerse), proclamó la república presidencialista y la tripartición de
funciones estatales. En una serie de interesantes artículos del
historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) recientemente publicados
en español en el libro “¡Viva la Revolución!” (2018), no se duda en
calificar como “medieval” a una gran parte de la América Latina rural,
anterior a la década de 1960.
La institucionalidad política,
tomada de Europa y los EEUU, no funcionó como los teóricos del Estado
burgués lo pensaron, sino que tuvo que ser funcional al sistema
económico privado, rentista, atrasado y explotador.
Con la
existencia de poderes locales, directos, oligárquicos, el Estado no
intervino en la economía, protegió la propiedad latifundista, era una
extensión del espacio privado. Por eso, las formas de trabajo al
interior de los latifundios persistieron largamente, ya que la
esclavitud fue abolida desde mediados del siglo XIX y las formas de
servidumbre tan tarde como en la década de 1960, cuando se impusieron
reformas agrarias desarrollistas como en Ecuador (1964).
De
aquella época oligárquica hasta el presente, sin duda América Latina se
transformó. El proceso de consolidación capitalista se aceleró en toda
la región durante la segunda mitad del siglo XX y aún así todavía hay
países en los cuales la industria es incipiente. Continúa el predominio
de la economía primario exportadora y el contraste entre el campo
“atrasado” y las ciudades “modernas”. Hay diferencias innegables entre
los “gigantes” Argentina, Brasil, Chile o México, frente a países
medianos como Colombia o Perú, y un vasto conjunto del resto de países
sin el desarrollo capitalista que a veces se supone.
En el proceso de afirmación capitalista, los populismos clásicos,
que despegaron desde la década de 1920, como el julianismo en Ecuador
(1925), el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil o el
cardenismo en México, cumplieron el propósito histórico de iniciar la
larga marcha de superación de los regímenes oligárquicos. Los
desarrollismos de las décadas de 1960 y 1970 completaron ese objetivo,
que requirió de la activa intervención del Estado, la planificación
económica, la promoción estatal del empresariado y hasta el ingreso del
capital extranjero, que cumplía la estrategia de avanzada de los EEUU,
en pleno auge de la guerra fría latinoamericana, particularmente
orientado contra Cuba.
En esa dialéctica, los poderes privados
tradicionales perdieron los espacios del control estatal. Los modernos
empresarios resultaron la avanzada de las economías capitalistas. Pero
conservaron el carácter rentista de las viejas oligarquías latifundistas
y comercial-bancarias, de las cuales nacieron o a las que se vincularon
fusionando intereses, en la medida en que los latifundios igualmente
tuvieron que introducir relaciones asalariadas, que dejaron atrás las
formas precarias del trabajo agrícola.
Así se conformaron las
modernas burguesías latinoamericanas, siempre resistentes al Estado
interventor y reacias a admitir cambios sociales orientados a crear
sociedades más equitativas, que contemplen la redistribución de la
riqueza y afiancen el bienestar colectivo. Profundamente clasistas, esas
burguesías han obrado como las oligarquías tradicionales: poder,
propiedad y riqueza deben ser garantizados por el Estado, ante un
conjunto social de trabajadores, desempleados subempleados y pobladores,
en general, que son vistos como una parte nacional automarginada,
incapaz de altos emprendimientos, que sobrevive gracias a la inversión
empresarial, a los programas y servicios estatales o a las actividades
personales y familiares de la “informalidad”, cuando no llega incluso a
lucir despreciable y hasta “peligrosa”. En Guayaquil, durante la época
oligárquica, la elite local consideraba a los pobladores de la ciudad
como una “horda peligrosa”, según un estudio de la historiadora Camila
Townsend.
La ideología neoliberal, que se instaló en América
Latina durante las décadas de 1980 y, sobre todo, 1990, alimentó la
visión rentista del empresariado. El ciclo de los gobiernos progresistas
no logró superarla. De modo que renace con el nuevo ciclo conservador
que vive la región (exceptuando Bolivia, Cuba, México, Nicaragua,
Uruguay y Venezuela, que no siguen la senda neoliberal).
En la
renovada visión económica actual, el empresariado latinoamericano clama
por el retiro del Estado, la privatización de bienes y servicios
públicos, la disminución o supresión de impuestos y la flexibilización
laboral. Son los ejes de su concepción del mundo, bajo la creencia de
que el mercado “libre” es la garantía de la competitividad, las
inversiones y la prosperidad; y que, desde luego, la empresa privada es
la fuente natural para la generación de empleo, crecimiento, riqueza,
bienestar y futuro, algo que históricamente resulta una falacia.
Del Estado oligárquico originario, América Latina ha girado al Estado-de-negocios. Los gobiernos progresistas pusieron las bases para un Estado social,
cuyo resultado más exitoso está en Bolivia. Pero el conservadorismo
contemporáneo ha impedido la continuidad del modelo de economía social,
allí donde triunfaron o se mantienen gobiernos identificados con las
derechas políticas y económicas.
En términos globales, América
Latina vive un momento histórico similar al de la época oligárquica. En
la actualidad, los poderes privados, basados en el control económico
particular y la sujeción de la fuerza de trabajo asalariada, pretenden
preservar su espacio de reproducción en el largo plazo, sin que el
Estado intervenga para regularlo a favor del conjunto más amplio de la
población. Han impuesto un dominio coercitivo, favorecido con la
hegemonía de medios privados de comunicación que blindan las nuevas
institucionalidades conservadoras. Y tienen el apoyo imperialista.
De modo que, en la perspectiva inmediata, el modelo de economía abierta
(capitalismo puro) con Estado-de-negocios, está sustentado en poderes
privados de unas elites a las que bien puede identificarse como burguesías-oligárquicas.
En sus manos desaparecen los logros sociales del progresismo y se
afirman las diferencias preexistentes, la inequidad se ahonda, crecen
pobreza, desempleo, subempleo, y se reconcentra la riqueza. Las
experiencias actuales de Argentina, Brasil o Ecuador, así lo demuestran.
Artículo original en Firmas Selectas de Prensa Latina: https://bit.ly/2k73bKw
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