Ilka Olvia Corado
Observo por la ventana del automóvil el cielo oscurecido, todo el día ha estado soleado pero es agosto y es la hora de la oración; en un santiamén bajan las nubes amontonándose unas sobre otras con sus vientres a reventar; el paisaje de cielo azul en pampa se torna cenizo, está por caer un aguacero. Me voy a encontrar de frente con la tormenta, en el horizonte se ve el raudal aplacando el calor de los últimos días de verano, el tráfico va lento es viernes, estoy cansada, quiero llegar a la casa y tumbarme sobre la cama y dormir, dormir con el aguacero cayendo, refrescando la noche, acariciando la madrugada.
Pero también quiero celebrar que he terminado de editar mi nuevo libro y quiero para la cena comida china de mi restaurante favorito y tomarme tres tragos de tequila, hace muchos años que no tomo tequila, hará tal vez unos diez y hoy quiero celebrar: celebrar mi necedad y mi cría número catorce. Quiero celebrar conmigo misma y nada más que conmigo misma.
Bajo del automóvil en medio de la tormenta y voy corriendo al restaurante, es pequeño, tan pequeño que solo tiene una mesa y dos sillas para los comensales, la mayoría de la venta es para llevar. Es un restaurante familiar: el esposo es el cocinero, la esposa atiende los pedidos y el hermano del cocinero hace las entregas a domicilio. Jian es de Hong Kong y su esposa Li es de Taiwán, ambos llegaron a Estados Unidos muy jóvenes, hará cosa de unos 30 años.
Al entrar noto a Li muy cansada, más cansada que lo de costumbre, pero siempre sonriente y atenta, aunque el dolor en su espalda y en sus pies se refleje en las líneas de su rostro, pido lo de siempre: una sopa de la casa de verduras, un arroz mixto pequeño y un enrollado de verduras.
La sopa tiene su historia, cuenta Jian que la gente de los arrabales en China solo tiene esa sopa para comer, y la preparación es muy simple: se le dejan caer verduras picadas a una taza de agua hirviendo a la que se le agregan unas gotas de aceite de sabor y un poco de arroz blanco y listo se sirve con las verduras a media cocción.
Li, -le digo, para tratar de sacarla del cansancio emocional- y entonces, ¿tuviste que aprender el idioma de Jian? Sí, porque me fui a vivir con ellos a la casa de su familia y nadie hablaba mi idioma y tuve que aprender el de ellos. ¿Ustedes se conocieron aquí? Sí, aquí, yo hablo mandarín y otro idioma de Taiwán y ellos hablan el cantonés.
La única hija del matrimonio ya tenía cuatro años cuando Jian emigró, misma que nunca se aparece por el restaurante, a ella le gustó el estudio y no quiere saber nada del negocio de sus padres, me cuenta Li, un poco cabizbaja porque tienen planeado venderlo en cinco años más para lograr retirarse y regresar a vivir ya sea a Taiwán o a Hong Kong, porque la vida aquí es muy dura para los retirados.
Aunque Li siempre tuvo un trabajo de medio tiempo en las mañanas para una entrada de dinero extra y fija y a partir del medio día estar en el restaurante atendiendo, eso le permitió una especie de retiro del cual recibe una miseria que no le alcanza ni para pagar la luz, me cuenta.
Jian también hace parte de la conversación desde la cocina donde está a dos manos con sartenes, aceites, arroz y verduras, tiene ahora sesenta y dos años y piensa vender el restaurante a los sesenta y siente para retirarse y largarse del país, tiene la esperanza que le den un buen dinero en la venta para poder irse, porque no aguanta más el dolor en las rodillas con el frío del invierno.
Suena la campanita que avisa cuando se abre la puerta principal del local y Li saluda a José, un hombre de mediana edad que inmediatamente incluimos en la conversación, José llegó a Estados Unidos de cuatro años, es dueño de una empresa de jardinería en la que tiene a veinte empleados mexicanos, todos indocumentados. Pide cinco platos de porciones grandes porque es para celebrar el cumpleaños de uno de ellos, lo están esperando en el local donde dejan estacionados los camiones.
Jian parte por lo menos quince chiles jalapeños que le echa en una bolsa con limones partidos en cruz, le agrega una especie de entrada que regala solo cuando la compra pasa de cuarenta dólares, es pasta de calamar frita en harina. José lleva de conocerlos desde su adolescencia, toda su familia compra ahí, dice que conoce a la hija de Jian y Li y cuenta que son de una edad, que él le consiguió la niñera mexicana que cuida a sus dos hijos. Jian está feliz porque la señora mexicana de setenta años que los cuida les habla solo en español y ellos lo entienden y lo hablan a la perfección. Entonces los niños, tiene ilusión, que hablen cantonés, mandarín, inglés y español.
Finalmente mi comida está lista, me despido para avisar que regresaré en una próxima ocasión por la misma orden: una sopa de verduras, una arroz mixto y un enrollado de verduras. Doy las gracias no sin antes preguntarle a Li cómo se dice gracias en mandarín y en cantonés, ella entusiasmada se acerca al mostrador, respira y me explica que en mandarín se dice: Xiéxié y en cantonés: Dō zé.
Ha pasado la tormenta, las calles están limpias, pocos automóviles en la calle, comienza a oscurecer, llego a la licorería a comprar la mini botella de tequila, me atiende su dueño, un hindú con el que he conversado de su India natal durante muchas tardes a los largo de los años cuando he llegado a comprar vino o cerveza. Se sorprende al ver que llevo puesta una blusa hindú, tanto que sale a abrir la puerta y a hacer la reverencia del Namasté, de origen sánscrito, mismo saludo que al inclinar la cabeza en japonés se llama gasshō y que realizan en Corea también.
Salgo con mi mini botella de tequila, llego a la casa con mi comida china, quemo un poco de sage, me siento a comer y luego, en el transcurso de la noche, me tomo mis tres tragos de tequila; porque no todos los días se edita un libro y no todos los días las pequeñas batallas cotidianas se pueden celebrar con un plato de comida, en una noche fresca con el canto de los grillos y las chicharras.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Ilka Oliva Corado.
23 de agosto de 2019, Estados Unidos.
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