Editorial La Jornada
El más reciente desfiguro
internacional protagonizado por el presidente estadunidense, Donald
Trump, es su desentonada cancelación de una visita oficial a Dinamarca
por la negativa de la primera ministra de ese país, Mette Frederiksen, a
la insólita petición de la Casa Blanca de comprar el territorio
autónomo de Groenlandia, asentado en la isla más grande del mundo.
Interrogada al respecto, la gobernante europea recordó que
Groenlandia no es danesa, sino groenlandesa, calificó la oferta como
absurday dudó que
se hubiera dicho en serio. Trump, a su vez, se dio por ofendido, tildó a Frederiksen de
desagradable y sarcásticay recurrió a la ironía agradeciéndole que hubiera sido
tan directay que le ahorrara, con ello,
una buena cantidad de gasto y esfuerzo a Estados Unidos y a Dinamarca.
Sin duda, el episodio agrega una señal al distanciamiento entre el
gobierno del magnate neoyorquino y los aliados europeos de su país y
añade una página al abultado recuento de ridículos, impertinencias y
rudezas del propio Trump. Pero más allá de eso, obliga a recordar que,
con o sin Trump, la superpotencia vecina es el Estado más expansionista
del mundo y que en sus sucesivas ampliaciones territoriales no sólo ha
recurrido a las transacciones monetarias, sino también a la guerra y al
despojo, como ocurrió con los millones de kilómetros cuadrados que le
fueron robados a nuestro país en el siglo antepasado y en los que hoy se
asientan California, Arizona, Nuevo México, Texas, Nevada, y partes de
Colorado, Utah, Kansas y Wyoming.
Previamente, en 1803, Washington le había comprado a Napoleón
Bonaparte, en 15 millones de dólares, el inmenso territorio de la
Luisiana original, que comprende los actuales estados de Arkansas,
Misuri, Kansas, Iowa, Nebraska, Dakota del Norte y Dakota del Sur, la
mayor parte de Wyoming y Oklahoma, además de la Luisiana contemporánea.
Unos años más tarde el naciente país le arrebató la Florida a España y
luego consolidó esa posesión con una bárbara guerra de exterminio en
contra de los habitantes originarios, los indígenas seminolas. En 1867,
Estados Unidos le compró Alaska a Rusia a cambio de 7 millones de
dólares y en 1898, tras una breve guerra contra España, se hizo con la
posesión de Cuba, Filipinas y Puerto Rico; en ese mismo año se anexó
Hawai y en la primera mitad del siglo XX ocupó diversos territorios y
los convirtió en protectorados, enclaves y colonias. En todos esos
casos, pero particularmente en los actuales estados continentales de la
superpotencia, la población originaria fue con frecuencia masacrada,
deportada y sometida a los peores abusos.
Por lo que hace a las ambiciones coloniales de Washington sobre
Groenlandia, datan cuando menos de 1867, cuando un informe del
Departamento de Estado documentó el interés estadunidense sobre esa isla
y sobre Islandia, y tuvieron una primera expresión formal en 1946,
cuando el entonces presidente Harry S. Truman ofreció a Dinamarca 100
millones de dólares a cambio de ese territorio. Así pues, por grotesco
que haya sido el tono de Trump al proponerle a Copenhague lo que podía
ser, en sus propias palabras, un
negocio inmobiliario, su postura es consistente con una vieja pretensión colonialista sobre la isla ártica y con la histórica voracidad geográfica de Estados Unidos.
Este inopinado resurgimiento de los afanes expansionistas
estadunidenses, finalmente, debe ser tomado en México como un signo
preocupante y motivar una alerta en torno al norte del mapa mexicano,
porque las ambiciones territoriales del país vecino siguen vigentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario