El pasado 26 de mayo un
grupo de personalidades articuladas a la actividad académica en Chile
emitió un desplegado en el que se posicionan frente —y acusan— a los más
recientes esfuerzos gubernamentales de la plataforma política de
Sebastián Piñera en torno de la eliminación del estudio de la historia
(por cuanto asignatura en el entramado escolar, pero también en términos
de lo que la historia misma significa, en su generalidad) en el nivel
medio del sistema educativo nacional.
El actual esfuerzo, por
supuesto, no es aislado, pues tal y como lo hacen saber los y las
firmantes del desplegado que señala las consecuencias negativas que
dicha decisión tendría en el desarrollo y la manera en que se piensa la
sociedad a la que pertenecen, ya desde el primer gobierno de Michelle
Bachelet (entre el 2006 y el 2012) el Ministerio de educación buscó
disminuir a la mitad «las horas de enseñanza de Historia, Geografía y
Ciencias Sociales en la Enseñanza Media».
Tal afrenta se
continuó desde el 2014 (cuando Bachelet accede a la presidencia de Chile
por segunda ocasión) y se recrudeció, en el momento actual, por la vía
de la reducción de la enseñanza obligatoria de la Historia, limitándola
hasta el segundo grado y, además, registrándola como una materia
optativa junto con otras más como Educación Física, Arte y Religión;
ante las cuales la Historia tendría que competir para ser electa dentro
de la matrícula de los y las estudiantes.
Pero la realidad es
que no sólo es esto. Lo que hoy sucede en Chile —y que un círculo de
historiadores e historiadoras del país enuncian como ¡Resistir al ataque
contra la historia, la memoria y el pensamiento crítico!— es apenas un
eslabón que se une en una cadena mucho más amplia en la que se
inscriben, por ejemplo, las intenciones del programa de gobierno de Jair
Bolsonaro, en Brasil, directamente hostil a la enseñanza de la
Filosofía, la Sociología y el resto de las Humanidades.
Chile y
Brasil son, por la naturaleza de las decisiones políticas que sus
gobiernos están tomando respecto de la enseñanza pública en ambos
países, los dos casos más visibles y ejemplificadores de las disputas
frente a las cuales se encuentra la historia desde la organización
vigente de las ciencias sociales y las humanidades modernas, en un largo
ciclo de construcción gnoseológica occidental que va desde finales del
siglo XVII hasta mediados del XX. La cuestión es, no obstante, que este
más reciente embate a la historia se inscribe dentro del avance de un
pensamiento científico y de una racionalidad que ahonda su perfil
utilitarista, instrumental, orientando a la totalidad del pensamiento y
de la practica social con exclusividad hacia el mantenimiento de las
condiciones de reproductibilidad de la acumulación ampliada del capital
por la vía de la innovación y la matematización de lo social.
¿Acaso no está toda América inscrita en este patrón de poder global, en
el que no únicamente la historia sino un conglomerado más amplio de
saberes sociales (de ciencias sociales) se encuentra bajo el asedio de
las ciencias físicas, biológicas y matemáticas con la pretensión de
realizar, por fin, el deseo del gran capital de que sean la razón
instrumental y el marcado, la informática y los algoritmos, las máquinas
y los intercambios tecnológicos quienes orden la vida individual y
colectiva? El auge de las academias privadas, con ofertas de programas
de estudio que se articulan bajo demanda de mano de obra especializada
(aunque no por más especializada menos precarizada) de grandes
conglomerados empresariales, es sólo un síntoma de este patrón que hoy
avanza sobre esas ruinas que, durante tanto tiempo, se sostuvieron como
los principales bastiones de la crítica y la alternativa a las
condiciones políticas, económicas, sociales y culturales imperantes: las
universidades públicas.
Los embates actuales contra la historia
no son gratuitos ni son inocuos, mucho menos son azarosos. Estos se
encuentran circunscritos a un momento político en el que el
conservadurismo está recobrando espacios luego de un ciclo de reformismo
social con los gobiernos progresistas y en un momento, además, en el
que la reestructuración orgánica del capital avanza de manera amplia y
profundamente violenta sobre las poblaciones del continente. Borrar el
pasado, en este sentido, no únicamente se vuelve un imperativo para los
intereses políticos y económicos dominantes, en términos del ejercicio
de hacer proliferar las condiciones de posibilidad de su reproducción
con la menor cantidad de trabas sociales (colectivos sociales,
sindicalismos, movimientos contestatarios y de oposición, etcétera),
sino que, además, avanza hacia la normalización de la necesidad ya no
sólo de olvidar, sino de negar.
Y es que negar, por ejemplo, es
el orden de vida que gobiernos como el de Bolsonaro se empeñan en
imprimir como sentido común de la sociedad brasileña: negar los vínculos
raciales con las poblaciones negras de África, negar la existencia de
la dictadura, negar el dolor de las desapariciones ejecutadas por el
Estado, negar la represión, negar la propia identidad y, por supuesto,
negar el pasado. De ahí, justo, la importancia y la trascendencia de la
historia, viéndola no sólo como una asignatura que es necesario cursar
para cumplir con la currícula escolar y, a posteriori, legitimar
un currículo laboral —en el que, claro está, el contenido humanístico de
aquel termina siendo peso muerto ante un sistema que privilegia la
utilidad que facilite y potencia la producción, la circulación y el
consumo mercantil.
Por eso la pregunta que en su momento
parafraseara Marc Bloch (el historiador francés que junto con Lucien
Febvre fundó la escuela historiográfica de los Annales, y que
murió combatiendo en las trincheras al nacionalsocialismo): «Papá,
explícame para qué sirve la historia», hoy cobra una relevancia y una
vigencia mayores en la región, porque ahí, en su supresión curricular,
se están jugando una infinidad de cosas que van desde la construcción de
las múltiples identidades que convergen en el cuerpo social hasta la
incapacidad de construir proyectos políticos distintos por la
incapacidad (ya operando como sentido común) de pensar al presente ante
un horizonte alternativo.
¿Cómo sanar las heridas de la
dictadura si políticas como ésta atacan el nervio más profundo de la
memoria colectiva e individual no sólo de quienes la vivieron, sino,
además, de las siguientes generaciones, de los hijos y las hijas, los
nietos y las nietas de esos sobrevivientes que ya no tienen posibilidad
de acceder de manera directa a ese trauma, salvo, justo, por la
construcción de una memoria histórica común? ¿Cómo proceder ante
procesos de reparación del daño si el daño es invisibilizado y negado?
¿Cómo transitar hacia regímenes políticos, sociales, culturales, más
justos si la injusticia es ocultada? ¿Cómo no volver a cometer los
errores del pasado si ese pasado ya no existe, ni como pasado mismo ni
como presente, mucho menos, aún, como pasado anticipado en el presente?
No sólo es el perdón, el que se pone en juego, también es el olvido. ¡Ni perdón ni olvido!
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional.
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