En un video difundido
en Internet, el ex número dos de las disueltas Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC), Iván Márquez,
anunció ayer que retomará las armas debido a
la trampa, la traición y la perfidia, la modificación unilateral del texto del acuerdo, el incumplimiento de los compromisos por parte del Estado, los montajes judiciales y la inseguridad jurídica. Acompañado de otros ex líderes guerrilleros, quien encabezó las negociaciones con el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos que culminaron en un histórico acuerdo de paz en 2016 y el desarme de 7 mil combatientes en 2017, afirmó que se ve obligado a
regresar al monte, y sostuvo que buscará la suma de esfuerzos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otros grupos.
La inminente reactivación de las acciones guerrilleras en Colombia es
sin duda una pésima noticia para el conjunto de América Latina, pues el
proceso colombiano de paz ha suscitado grandes esperanzas de que se
pondría fin al conflicto armado más añejo de la región, además de que en
muchos de sus aspectos constituyó un empeño ejemplar de negociación por
parte de actores considerados irreconciliables en pos de un bien mayor.
No está de más recordar que la lucha política armada que estalló en
1964 en la nación caribeña tuvo un saldo de 300 mil muertos, 45 mil
desaparecidos y hasta 6.9 millones de desplazados internos a lo largo de
medio siglo, según cifras que no recogen el drama humano detrás de los
números.
Es innegable que el gobierno del presidente Iván Duque, buena parte
de la clase política conservadora y los poderes fácticos de la derecha
colombiana se han prodigado tanto en provocaciones como en intentos
explícitos de descarrilar los acuerdos de paz; pero al mismo tiempo es
necesario reconocer que ni los incumplimientos puntuales ni las
condenables agresiones contra los ex combatientes desmovilizados pueden
compararse con la auténtica cacería humana desatada por el Estado o con
su connivencia en procesos anteriores de desarme. En este sentido, es
obligado remitirse a la historia de la Unión Patriótica, un esfuerzo de
las FARC por transitar hacia la vida política legal que fracasó debido a
la barbarie de los grupos paramilitares y las fuerzas de seguridad del
Estado: en las décadas de 1980 y 1990, fueron asesinados dos candidatos
presidenciales, cinco congresistas en ejercicio, 11 diputados, 109
concejales, varios ex concejales, ocho alcaldes en ejercicio, ocho ex
alcaldes, así como entre 3 mil y 5 mil de sus militantes y
simpatizantes, mientras muchos otros debieron huir del país. Con un
saldo sangriento menor, el Movimiento 19 de Abril, guerrilla fundada por
estudiantes universitarios, como reacción al fraude electoral de 1974,
corrió un destino similar cuando intentó disputar el poder en las urnas a
la oligarquía gobernante.
Hay, pues, grandes diferencias entre la actuación del Estado en los
procesos anteriores y en el actual; ha de considerarse además que en el
proceso de paz aún en curso todos los actores han sido conscientes desde
un inicio de los grandes obstáculos que habría de enfrentar el tránsito
a la plena integración civil de los ex combatientes. Por ello, la
decisión tomada por la facción disidente de las antiguas FARC es una
medida tan lamentable como injustificable que, para colmo, fortalece a
la ultraderecha del ex presidente Álvaro Uribe, la cual ve reforzada así
su apuesta por el fracaso del proceso de paz y por una macabra política
de resolución de las diferencias mediante el exterminio físico del
adversario.
Cabe hacer votos por que la sociedad colombiana logre rencauzar el
camino hacia la paz mediante un rechazo tajante a cualquier pretensión
de usar este episodio como pretexto para empujar una regresión a los
tiempos más oscuros del paramilitarismo y la violencia extrema de
Estado.
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