La Jornada
En mayo de 2018 el
presidente estadunidense, Donald Trump, desconoció el acuerdo que limita
el uso iraní de la energía nuclear para fines pacíficos –firmado en
julio de 2015, en Viena, por los gobiernos de Estados Unidos, Irán,
China, Rusia, Reino Unido, Francia y Alemania, y avalado por la Unión
Europea– y adoptó sanciones económicas brutales contra la república
islámica.
Esa ruptura generó una inocultable división entre los aliados
occidentales, pues significa para las potencias europeas graves
desventajas económicas y riesgos estratégicos.
En efecto, tanto para el Reino Unido como para Francia y Alemania, la
hostilidad económica hacia Teherán se traduce en pérdidas comerciales, y
su proximidad con Medio Oriente hace particularmente indeseable que esa
región caiga en una escalada armamentista, que es la única consecuencia
previsible del fin del acuerdo mencionado.
Por otra parte, la economía iraní atraviesa por una severa crisis,
tras la entrada en vigor de las sanciones impulsadas por Trump, las
cuales redujeron las exportaciones petroleras de Irán a sólo cien mil
barriles diarios.
Tal es el telón de fondo con el que se realizó ayer el encuentro
entre el presidente francés, Emmanuel Macron, y el canciller iraní,
Mohamed Javad Zarif, en Biarritz, Francia, donde se lleva a cabo,
además, la cumbre del G-7.
El representante de Teherán llevó a la mesa una propuesta para que su
país sea autorizado a exportar 700 mil barriles diarios de petróleo
–que podrían ampliarse a un millón y medio–, a cambio de observar a
cabalidad los términos del acuerdo de 2015. Previamente, el mandatario y
el diplomático habían sostenido una reunión en París a fin de iniciar
una vía de negociación que permita superar el actual empantanamiento de
la situación.
A lo que puede verse, el presidente francés se ha propuesto impulsar
un reposicionamiento de Washington con respecto de Irán, una empresa de
horizonte incierto si se considera que la Casa Blanca tiene mucho que
ganar con el derrumbe total de lo acordado en Viena hace cuatro años.
Por un lado, el fin del pacto de 2015 conllevaría la perpetuación de
sanciones que afectan a Teherán, pero que también debilitan las
economías europeas, competidoras, a fin de cuentas, de la estadunidense;
por el otro, la república islámica, castigada por las agresiones
económicas de Occidente, y liberada de los límites que le impone el
acuerdo en cuestión, puede verse impulsada a desarrollar un programa
nuclear menos pacífico que el que quedó establecido, repitiendo de
alguna manera el camino seguido por Corea del Norte.
Con ello, el mandatario republicano tendría la coartada de una
amenaza creíble para nutrir los posicionamientos patrioteros y
paranoicos que tan buenos resultados electorales le rindieron en el
pasado reciente.
Más allá de esos juegos peligrosos y perversos, es claro que el mundo
no necesita de más tensiones nucleares ni de nuevos riesgos de
confrontación, sino de cooperación pacífica y de entendimiento
internacional.
Por esas razones, cabe esperar que la gestión francesa prospere y la
presión diplomática lleve a Washington a volver al terreno de la
negociación multilateral y de los acuerdos.
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