Editorial La Jornada
El ministro del Interior de Italia, Matteo Salvini, prohibió ayer la entrada del barco humanitario Eleonore
a las aguas territoriales italianas. Desde el lunes, ese navío de la
organización no gubernamental (ONG) alemana Mission Lifeline busca un
puerto para poner a salvo a un centenar de migrantes que rescató de un
bote en el Mediterráneo, acción durante la cual presuntamente recibió
amenazas de una de las facciones armadas que se disputan el poder en
Libia.
Este acto de hostilidad contra la inmigración podría ser el último de
Salvini desde que llegó al poder hace 14 meses, pues resulta muy
probable que hoy mismo se anuncie el fin de la coalición gubernamental
entre el Movimiento Cinco Estrellas y la ultraderechista Liga Norte, de
la cual es líder.
De manera paradójica, fue el mismo Salvini quien propició su caída al
promover una moción de censura contra el primer ministro, Giusepe
Conte, el pasado 8 de agosto, con la finalidad de forzar la convocatoria
anticipada a unas elecciones en las cuales se consideraba favorito.
Sin embargo, el rechazo al Eleonore rebasa al ámbito
italiano, y debe enmarcarse en la sistemática criminalización emprendida
por los estados europeos contra las ONG y otras instancias que intentan
salvar las vidas de quienes naufragan en el Mediterráneo en su intento
de alcanzar Europa desde el norte de África.
En efecto, durante los últimos años se ha desplegado una campaña
declarativa y mediática que busca equiparar a los rescatistas con
piratas, traficantes de personas e incluso, de manera grotesca, con
actores bélicos, como hizo Salvini al acusar a la capitana alemana
Carola Rackete de
actos de guerra, cuando el barco que comandaba supuestamente tocó a una lancha de la policía italiana.
Esta política, que apela a los impulsos xenófobos de una parte del
electorado europeo, supone un desplazamiento de la responsabilidad de
los gobiernos obligados a respetar el derecho internacional y los más
elementales deberes humanitarios (como el de resca-tar a los náufragos y
llevarlos a puerto seguro) a las organizaciones que, en la lógica de
las ultraderechas, cometen actos punibles al desembarcar migrantes
indocumentados.
Además de la bancarrota moral que supone dicha explotación de la
xenofobia con fines políticos, los mandatarios europeos antinmigración
exhiben su doble moral al pretender dejar fuera de sus fronteras a
quienes huyen de naciones destrozadas por la propia injerencia de
Occidente.
Prácticamente no hay nación africana o del Medio Oriente que en algún
punto de su historia, o incluso en el presente, no haya sufrido el
saqueo, la esclavitud, la organización de golpes de Estado, la inducción
de guerras civiles y un sinfín de modalidades de depredación humana y
ambiental por parte de los países que hoy niegan asilo a los migrantes.
Cierto es que Salvini se erigió en emblema de esta nueva derecha
europea, porque no tiene ningún escrúpulo en hacer gala de su racismo ni
en coquetear con las manifestaciones más extremas de mano dura, pero
por desgracia no está solo, y su posible caída no significa
necesariamente un viraje de Italia en esta senda.
Cabe esperar que organizaciones como Mission Lifeline, Open Arms y
otras reciban un creciente respaldo social que en un futuro próximo se
traduzca en la llegada al poder de gobernantes preparados para asumir su
responsabilidad ética dentro y fuera de sus fronteras.
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