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viernes, 23 de agosto de 2019

Una política de la identidad en El Salvador



Los debates registrados desde hace unas décadas en torno al concepto de identidad, han dado al traste con la noción de sujeto integral, originario y unificado. La crítica ha venido desde la filosofía, con su rechazo al sujeto racional cartesiano, hasta la crítica cultural apoyada en el psicoanálisis y sus estudios del inconsciente y la formación de la subjetividad. Paradójicamente este rechazo crítico de la idea clásica de identidad ha ido acompañado de una revalorización de su valor teórico.
En el ámbito de la política, el problema de la identidad cobra importancia porque permite comprender como se conforma el espacio social, permitiendo a cada individuo encontrar su lugar en él. Las identidades tienen menos que ver con los problemas de origen que con los recursos de la historia, la cultura y la lengua. Más que a la pregunta ¿Quiénes somos?, responden a cuestiones relacionadas con ¿Qué podemos ser?, ¿en qué debemos convertirnos? y ¿cómo nos representamos ante nosotros mismos y ante los demás? De ahí su fuerza movilizadora, su carácter agencial y, sobre todo, ideológico.
Las identidades surgen dentro de narrativas específicas, como resultado de prácticas discursivas y estrategias enunciativas específicas. Emergen en el juego de modalidades de poder, y por esta razón lejos de ser el signo de algo previamente existente, son el resultado de la dominación y exclusión. Precisan de lo que autores como Derrida, Laclau y Mouffe llaman un “otro constitutivo”. Es ese “otro” concebido como una falta -un extraño espectral del cual nos diferenciamos y, de hecho, deseamos diferenciarnos- el que permite la constitución de una comunidad con la que podemos identificarnos. Este cierre es lo que Stuar Hall denomina “sutura”. No se trata de una recepción pasiva de los valores y prácticas culturales de una comunidad por parte del sujeto, sino más bien de una adopción temporal siempre sujeta a negociación; el sujeto se construye al mismo tiempo que su identidad al insertarse en el campo social con el cual se identifica. Un campo social que es simbólico e ideológico. Aquel no es convocado sino investido en su posición, lo cual significa que la sutura es un proceso de articulación más que de cierre unilateral.
En el seno del marxismo, fue Althusser el primero que se preocupó por estudiar los mecanismos de subjetivación que hacen posible el despliegue del poder: la reproducción de las relaciones sociales de producción. En su trabajo Ideología y aparatos ideológicos del Estado, introduce el concepto de interpelación. En su consideración, los individuos son interpelados por una serie de aparatos ideológicos en los cuales se reconocen, haciendo posible la reproducción del sistema capitalista. El análisis de Althusser sin embargo no explica ¿cómo es posible el reconocimiento para un sujeto que aún no ha sido conformado? El desarrollo del psicoanálisis y su aprovechamiento por parte de la teoría social ha ofrecido sugerentes respuestas a esta problemática. La ideología es eficaz porque conecta con los niveles más elementales de la psique y las pulsiones. Esto vuelve necesario explicar el modo en el que el sujeto se intersecta en el campo social que es, en definitiva, donde funciona la ideología. El término adecuado para ello es el de identidad.
Como vemos, la identidad es crucial para todo proyecto transformador. La política requiere de la movilización y esta solo es posible ahí donde las personas se identifican, en lo más profundo de su ser con una causa.
Lo primero que hay que decir es que no siempre esta identificación es un hecho consciente, y el potencial de su incidencia está en proporción inversa con el grado de consciencia que tenemos de ella. Es por eso que los espacios políticos por excelencia son aquellos comúnmente tenidos por “despolitizados”. Aquellos lugares donde se comentan con la mayor inocencia y la menor sospecha, las situaciones que afectan el día a día -un parque, un estadio de fútbol, la escena de una película, una iglesia o una cena en el comedor, constituyen los espacios donde de manera acuciante se hace sentir el rasgo agencial de la ideología. Se trata de espacios en los que actúa “la normalidad”, es decir, la identidad propia de una comunidad asumida con naturalidad.
Ahí donde un discurso se asocia a la normalidad, triunfa una identidad específica, permitiendo que se rechace todo aquello que aparece en el horizonte como una amenaza. Es lo que vemos cada vez que se abre el debate sobre cuestiones como el aborto, la educación sexual o el salario mínimo. La fuerte aversión que causan estos temas solo se puede entender a partir de la identidad católica, neoliberal y occidentalizada que históricamente se ha construido en nuestro país. No es posible entender de otra manera que una buena parte de los trabajadores sean partidarios de bajarles impuestos a los ricos, mantener bajos salarios y se identifiquen con el estilo de vida consumista promovido por las series de televisión norteamericanas. La identidad no solo tiene que ver con ideas, también con el placer, los afectos y los deseos. La carga valorativa positiva que tienen las relaciones políticas hacia los Estados Unidos solo se entiende de esta manera ¿De qué otra manera se entiende el que una embajadora que interviene directa y constantemente en los asuntos internos del país cause simpatías, al tiempo que se ven con recelos las relaciones con otros países, aun si están marcadas por el respeto a la soberanía y la cooperación? Nuestra subjetividad determina un aspecto esencial para la política ¿Quiénes son nuestros amigos y quienes nuestros enemigos?
Nuestra identidad occidentalizada, neoliberal y consumista determina a quienes consideramos nuestros amigos en el mundo, nuestro lugar en él y nuestra proyección hacia el futuro. Un proyecto radical de transformación debe comenzar por tener claro este punto. Es necesario comprender que no se puede transformar una sociedad sin antes modificar el sentido común de las personas, el cual ya de por sí es un escenario de lucha y disputa permanente. Esto se logra, por un lado, controlando una serie de dispositivos de producción cultural de enorme importancia en una época marcada por las comunicaciones y el uso de las tecnologías informáticas, y por el otro, mediante la creación de un nuevo lenguaje que haga inteligible un proyecto alternativo a la explotación capitalista. Para ello se precisa de una nueva intelectualidad.
Una de las principales carencias en la izquierda salvadoreña es la ausencia de intelectuales públicos con la capacidad y el vigor de crear y posicionar un relato alternativo al que ofrece el poder. Es necesario dejar de pensar que la gente vota a partidos conservadores o reaccionarios por propia ignorancia. En mi opinión es la ausencia de un relato crítico alternativo que haga frente al lenguaje del poder, lo que permite que los discursos simplistas y demagógicos se posicionen con tanta facilidad. Es el momento de poner nuestros esfuerzos en función de ello, poniendo en marcha lo que Gramsci denominó “guerra de posiciones”.
Marlon Javier López ejerce como docente de filosofía en la Universidad de El Salvador (UES) y es licenciado en filosofía por la misma.

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