El
pasado 1 de julio, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) festejó en la
plaza principal de la Ciudad de México el primer aniversario de su
triunfo electoral. Ahí, aprovechó para realizar un recuento de los
avances que ha tenido en los primeros meses de su gestión, reiterando
una promesa que hizo en marzo pasado: el neoliberalismo en México está
muerto y jamás regresará.
Afirmar
tal cuestión cuando tu popularidad ronda el 70%, tu partido tiene
mayoría en ambas Cámaras del Poder Legislativo Federal y la oposición
está completamente arrasada es muy sencillo y hasta natural. Seguramente
Lula da Silva también llegó a afirmar cosas semejantes a principios de
2008, cuando su gestión estaba en los cuernos de la Luna a nivel global y
era aprobado por el 70% de los brasileños… Sin embargo, hoy las cosas
en Brasil han cambiado mucho: Dilma, su sucesora, destituida; Lula
encarcelado; y el Palacio de la Alvorada habitado por el ultra derechista Bolsonaro.
Por
tal motivo, el liderato mexicano debería estudiar de cerca lo sucedido
en el gigante suramericano para evitar caer en los mismos errores, a
riesgo de vernos reflejados en un futuro cercano en el espejo brasileño.
Brasil: ascenso y caída del PT
La primera década del siglo XXI en América Latina estuvo marcada por la llamada marea rosa latinoamericana,
nombre dado al surgimiento de numerosos gobiernos de corte progresista
en la región y liderado principalmente por figuras como Hugo Chávez
(Venezuela); Lula da Silva (Brasil); Néstor Kirchner (Argentina); Evo
Morales (Bolivia); Rafael Correa (Ecuador) y José Mújica (Uruguay).
Sin
embargo, el contexto general de este fenómeno debe entenderse a partir
de dos hechos relacionados entre sí: los atentados del 11 de septiembre
de 2001 en Estados Unidos (EU); y las graves crisis económicas que
sacudieron a la región los primeros años del siglo XXI.
Tras
los atentados del 9/11, Washington inició uno de los despliegues
militares y estratégicos más importantes de su historia al intervenir en
Afganistán e Irak, acusándolos de alojar a los responsables de los
atentados y de poseer armas de destrucción masiva, respectivamente.
Guiándose por la premisa básica de “un frente a la vez”, la intervención
en Medio Oriente, región súper estratégica y conflictiva por albergar
las mayores reservas de hidrocarburos del planeta, obligó a Washington a
realizar algunas concesiones en Latinoamérica, que por ese entonces
atravesaba una crisis económica muy severa producto de los ajustes
estructurales propios del neoliberalismo.
En
el caso de Brasil, el neoliberalismo llegó en 1990 de la mano de
Fernando Collor y su clímax se vivió durante los dos periodos de
Fernando Henrique Cardoso (1994 y 1998). Al igual que en el resto de los
países de la región, Cardoso prometió que su gobierno tendría como
prioridad el combate a la inflación (el mayor impuesto a los pobres,
según la ortodoxia neoliberal) y la apertura a la inversión extranjera a
fin de generar empleos y acceder a la tecnología de punta. Sin embargo,
su segundo mandato terminó con una de las peores crisis económicas de
su historia y con el considerado mayor rescate en la historia del Fondo Monetario Internacional,
que proporcionó dos créditos entre 2001 y 2002 por 15 y 30 mil millones
de dólares, respectivamente, sólo para evitar que la economía brasileña
colapsara y arrastrara a la mayor parte del mundo en desarrollo.1
Con
las elecciones presidenciales en puerta y ante la ventaja en las
encuestas que mostraba el izquierdista Lula da Silva, la mayoría de los
inversionistas se decían preocupados por la posibilidad de que ese
candidato realizara reformas económicas radicales una vez en el poder.
Lo cierto es que tras ganar en los comicios de octubre de 2002, el
radicalismo que espantaba a ciertos sectores nunca llegó. Por el
contrario, en muchos aspectos Lula se mostró muy cauto y se aseguró que
los intereses de Washington, Wall Street y la oligarquía brasileña
estuvieran bien representados en su gobierno.
En
lo que respecta a los dos primeros (Washington y Wall Street),
presionaron para evitar cambios sustanciales en la política económica,
razón por la cual aplaudieron la llegada de António Palocci Filho al
Ministerio de Hacienda. Palocci era considerado el líder del ala pro
mercado del PT y hombre de confianza del mundo financiero y empresarial
gracias a su decisión de privatizar el 49% de la central telefónica de
Sao Paulo durante su gestión como alcalde. Aunado a ello, Lula mantuvo
prácticamente intacta la apertura del sector financiero (banca y bolsa)
emprendida por Collor y Cardoso.
Con
lo anterior, Washington y Wall Street no sólo garantizaron que la
política económica de Lula no incluyera las temidas reformas radicales;
también mantuvieron un mecanismo de control sobre el nuevo gobierno: si
incumplía los acuerdos se enfrentaría a la temida fuga de capitales y
depreciación de su moneda.
Un
arreglo similar terminó dándose con la oligarquía local, que se había
mostrado reacia a aceptar el proyecto de Lula en tres ocasiones
anteriores, pero terminó cerrando filas con él en 2002. Este cambio de
actitud no se debió a la conformación de un “nuevo bloque hegemónico” o
un viraje profundo en su pensamiento político, como sostuvieron muchos.
En realidad, se trató de un asunto de sobrevivencia y oportunismo: el
proyecto económico de Lula les ofreció oportunidades inmejorables para
amasar fortunas al incorporarlos en sus grandes proyectos de
infraestructura. Para financiarlos, se recurrió al control sobre las
principales commodities, cuyo precio se había elevado exponencialmente desde el 9/11.
De
esta forma, mientras el ciclo económico se mantuvo en expansión gracias
al elevado precio de las materias primas conjugado con el crecimiento
del mercado interno producto de la incorporación de millones de
brasileños al mercado de consumo tras salir de la pobreza, el acuerdo de
connivencia entre las élites locales y extranjeras y el lulismo (ya con
Dilma al frente) se mantuvo. Pero, en cuanto las commodities comenzaron
a bajar y la desaceleración global llegó a Brasil, la crisis económica
exhibió los pecados cometidos por el PT, brindando el momento perfecto
para que la oligarquía local apoyada desde EU reactivara sus planes para
hacerse de nuevo con el control del aparato estatal.
Es
decir, tanto en el ámbito exterior como en el interior, las mismas
circunstancias que llevaron al poder al PT y Lula en 2002 terminaron por
serles adversas hacia 2014, sin que apenas pudieran percibirlo.
En
este aspecto, de nueva cuenta EU jugó un papel primordial. Así como el
despliegue militar post 9/11 creó condiciones favorables para la
victoria de Lula; durante el repliegue estratégico efectuado por Obama,
una fuerza que les hiciera contrapeso en el hemisferio occidental se
volvió totalmente inaceptable. Basta recordar que durante el lulismo,
Brasil se convirtió en un actor de gran peso en la escena internacional
al incorporarse al grupo de las principales potencias emergentes (el
denominado BRICS); lideró los esfuerzos de integración regional en
Suramérica como un mecanismo de defensa frente a EU; y sobre todo, firmó
una serie de acuerdos de asociación estratégica con China.
El
último punto se hizo especialmente conflictivo a raíz de la nueva
doctrina estratégica anunciada por Obama durante los primeros días de
2012, proyecto que apuntaba a la contención global de China,2
país que para ese momento ya había desplazado a EU como el principal
socio comercial de prácticamente toda Suramérica. Pero, es preciso
destacar que si bien el énfasis se hizo contra China, el repliegue
estratégico estadounidense en realidad significaba barrer con la
influencia externa no autorizada en el continente, espacio considerado
por el liderato estadounidense como su “reserva estratégica”. Lo
paradójico fue que esta lectura se confirmó cuando las petroleras
estadounidenses apoyaron en los hechos la decisión del gobierno
argentino encabezado por Cristina Fernández, de expropiar YPF a la
española Repsol,3 cuestión que la mandataria suramericana calificó de acto de soberanía.
Ahora,
este cambio de condiciones externas encontró un caldo de cultivo
interno favorable precisamente por los propios errores y omisiones que
Lula, Dilma y el PT cometieron. El mayor de ellos quizá fue nunca acotar
la influencia y poder que gozaron tradicionalmente las élites
brasileñas, creyendo que al haberles asegurado ingresos extraordinarios
durante su gestión se mantendrían fieles al proyecto, mismo al que no
dudaron en abandonar y atacar en cuanto no les fue de utilidad. Por
ello, la oligarquía brasileña mantuvo bajo su control la mayoría de los
grandes medios de comunicación (liderados por Grupo Globo) y
una serie de vasos comunicantes con los sectores más conservadores del
Estado brasileño, refugiados principalmente en el Poder Judicial.
Y si bien el proceso que culminó con el impeachment
contra Dilma, el encarcelamiento de Lula y el triunfo de Bolsonaro es
altamente complejo y multifactorial; éste descansó en dos pilares
fundamentales: lawfare y guerra mediática.
En opinión de Saxe, la lawfare o guerra judicial
es un concepto inventado en la Universidad de Harvard en la década de
1990 a través del cual, usando de pretexto la modernización judicial y
el fortalecimiento del estado de derecho, se logra penetrar los sistemas
judiciales de los Estados para crear vínculos de interés que aseguren
un uso político de la justicia en favor de intereses concretos de EU, en
este caso la permanencia o restablecimiento del neoliberalismo.4
En Brasil, el principal señalado por operar de esta forma contra los
líderes del PT fue el entonces juez Sergio Moro, actual Ministro de
Justicia de Bolsonaro, quien estuvo encargado del caso Lava Jato bajo el cual se encarceló a Lula y fue base del impeachment contra Dilma. Al analizar la causa Lava Jato
y la cercanía de Moro con Washington, Samuel Pinheiro Guimaraes,
personaje central en el diseño e implementación de la política exterior
brasileña con Lula, destacó: “… Cuando nos referimos a Moro no podemos
perder de vista que estamos hablando de un miembro del Poder Judicial
que fue adiestrado en el Departamento de Estado, que viaja
permanentemente a EU, de donde tengo entendido acaba de regresar. Moro
sabe cómo ganarse la aprobación de Washington”. Además, afirmó que si
bien Washington no habló por teléfono a Moro para ordenarle que
condenara a Lula en un proceso político que favorece el retorno de la
derecha al gobierno, sí dan a entender que apoyan y las élites locales
proceden.5
Curiosamente, el sucesor de Dilma fue Michel Temer, personaje que según Wikileaks habría sido informante de las agencias de inteligencia estadounidenses en 2006.6
Finalmente,
las sospechas sobre un uso faccioso de la justicia y violaciones al
debido proceso volvieron a ser tema de primer orden en Brasil cuando el
periodista estadounidense Glenn Greenwald, famoso por haber revelado las
filtraciones de Snowden sobre el programa de espionaje masivo hecho por
EU, publicó chats del juez Moro en los que instruía y daba información a
los fiscales encargados de investigar a Lula, demostrando con ello la
parcialidad del juez e incurriendo en un delito, porque tal proceder
está prohibido por las leyes brasileñas.7
El
otro pilar, la guerra mediática, se dio mediante una feroz ofensiva
contra el PT a través de los medios de comunicación, con el objetivo fue
posicionar el combate a la corrupción como el principal elemento de la
política brasileña. Sin embargo, la narrativa se deformó a fin de
achacar las carencias que padecía la población producto de la crisis
económica a la corrupción de Lula y el PT, aún antes de que ésta
siquiera fuese probada. De esta forma, antes del fallo judicial contra
Lula, en el ideario colectivo ya se había hecho una correlación: PT /
Lula = Corrupción.
Ello
significó no sólo que una gran parte de la población que salió de la
pobreza gracias a la política económica implementada por el PT apoyara
el encarcelamiento de Lula; también abonó el camino para el triunfo del
ultraderechista Jair Bolsonaro. La lógica de la guerra mediática la
resume Calcaño de la siguiente forma: Si hay corrupción es porque
los políticos de izquierda que gobernaban “no tenían moral”; si hay
crisis económica es porque “se robaron todo los corruptos”; si hay
delincuencia es porque ya “no hay valores” sino libertinaje propiciado
por los políticos de siempre. Entonces, aparece un “hombre honesto”
afirmando que restaurará los valores; que todos los problemas se
solucionarán aplicando mano fuerte contra los que impusieron “ideologías
de género” y se robaron todo.8
Las lecciones brasileñas para AMLO
El que x o y
factores se hayan conjugado en Brasil para obtener determinado
resultado, no implica necesariamente que lo mismo vaya a suceder en
México, porque las características de ambos países y la forma en que los
factores externos interactúan con los internos guardan notables
diferencias, tanto en el área política como económica, social, cultural,
histórica y geopolítica.
Sin
embargo, su conocimiento sí permite imaginar posibles escenarios cuando
determinados factores interactúan bajo circunstancias parecidas. Esto
es, parafraseando a John Saxe, encontrar qué hay de generalizable en dos
eventos únicos en el tiempo y el espacio, sin caer en la proposición de
leyes históricas experimentalmente comprobables.9
En
razón de lo anterior, bien valdría la pena observar algunas decisiones y
circunstancias de la actualidad mexicana bajo el lente de la
experiencia brasileña. Cuestionarse, por ejemplo, si el aparente
respaldo que ha dado una gran parte del alto capital mexicano reunido en
el Consejo Asesor Empresarial se asemeja a la forma en que se incorporó
la oligarquía brasileña al proyecto desarrollista de Lula o bien, a la
conformación de un nuevo bloque histórico triunfante, como sostiene
Gibrán Ramírez.10
Aunque
parezca menor la interrogante, en realidad no lo es. Pese a sus
notables diferencias, las élites latinoamericanas tienen rasgos en común
en cuanto a su proceder. Tanto en Brasil como en Venezuela, Ecuador o
Bolivia, gobiernos de corte progresista con amplias bases sociales
pudieron obligar a las élites locales a negociar bajo términos distintos
a los suyos, aunque tampoco del todo desfavorables; y sin embargo,
nunca lograron que cambiaran su visión patrimonialista sobre el Estado
ni la de vasallaje sobre todos aquellos personajes que no forman parte
de su clase social. Porque si bien pueden existir conflictos entre sus
miembros derivados de la forma en que creen que debe administrarse su
país (con enfoque en el mercado externo, como sostienen las élites
financieras; o con acento en el mercado interno según pugnan las élites
agroindustriales), suelen actuar como bloque cuando de conservar sus
privilegios de clase se trata. Como sostiene Calcaño11: Las
élites regionales, como la brasileña ha hecho, ni siquiera permiten la
experiencia de un gobierno reformista como el del lulismo y el PT. Esa
clase blanca de apellidos altisonantes solo conoce una opción y es la de
ella siendo dueña de todo. La nueva disputa que se abre en la región
debe considerar este elemento (sobre todo tras esta experiencia trágica
en Brasil), de élites que, aun cuando se hicieron más ricas con
proyectos reformistas de corte izquierdista, tan pronto pueden
traicionan estos gobiernos y ayudan a hundirlos. Incluso mediante la
violencia.
A partir
de la anterior reflexión, bien valdría la pena preguntarse si el
gobierno progresista de AMLO no debería poner diques de contención al
poder que gozaron hasta hace muy poco las élites locales, aunque hoy
estén de su lado.
En ese
sentido: ¿debería considerarse la propuesta que ha hecho Alfredo Jalife
en distintos espacios sobre emprender una verdadera democratización de
los medios de comunicación? Y es que no son pocos los analistas que
afirman que pese a las nuevas opciones comunicativas, poco se ha
avanzado en una verdadera diversificación de las líneas editoriales Ello
no significa que deba coartarse la libertad de expresión, sino que haya
una verdadera pluralidad en los medios y no la puerta giratoria que
permite a comunicadores que ayer pidieron perdón por difundir
información falsa para apoyar a un candidato presidencial, hoy aparezcan
como el rostro principal de las nuevas opciones informativas.
Otro
espacio de reflexión fundamental debe ser el desarrollo de un proyecto
cívico/político que acompañe al proyecto económico. En otras palabras,
esto implica trabajo político de base con el fin de crear ciudadanos, no
sólo consumidores, cuestión que el PT y Lula omitieron. Sobre ello,
Calcaño reflexionó:
… la
crisis económica hizo que muchos de entre los 30 millones de brasileños
que el PT sacó de la pobreza ahora sean los críticos más acérrimos de
Lula y su partido. No hubo ciudadanía sino solo consumidores que querían
más. Manipulados mediáticamente con el pivote de la corrupción, estos
antiguos pobres pasaron al bando de los “indignados” por “la corrupción
de Lula y el PT”. Si hay crisis económica y consumen menos que antes es
porque el PT se “robó todo”.12
Es
decir, como el proceso económico no se acompañó de uno
político/educativo de formación de conciencia y colectividad, las
grandes masas de consumidores creados por el lulismo sólo
pudieron medir la efectividad de su gobierno en función de su poder de
compra, lo cual los convirtió en un electorado altamente fluctuante sin
identidad política y propensos a las campañas desinformativas.
En
resumen, Lula y el PT cometieron el mismo error en su trato con las
bases trabajadoras y con el alto capital: apostaron a que el progreso
económico crearía lealtades políticas duraderas, olvidando el trabajo
político de base.
¿Comprender
este fenómeno podría serle de utilidad al gobierno de AMLO? En mi
opinión sí, pero observándolo desde una perspectiva distinta. A
diferencia del periodo en el que gobernó Lula, las circunstancias
políticas y económicas globales que enfrentará AMLO lucen mucho más
complicadas. El desempeño económico de Alemania y China en el segundo
trimestre de 2019, así como los datos de la deuda hipotecaria
estadounidense (habría alcanzado una cifra aún mayor que antes de la
mega crisis de 2008)13 han alimentado los temores de una profunda crisis que lógicamente afectaría el crecimiento económico de México.
Este
fenómeno podría ser el catalizador que necesitan los grupos de poder
derrotados en julio de 2018 para reaparecer con más fuerza y lanzarse de
nuevo por el control del Estado, sea a través de partidos políticos o
por la vía de una figura disruptiva tipo Macron. Porque, si bien es
cierto al día de hoy la campaña de denostación que a diario se difunde
vía redes sociales no ha sido efectiva por el amplio respaldo que aún
conserva el mandatario y la claridad en el imaginario colectivo de que
en 6 años difícilmente se podrá componer lo que ha estado mal por
décadas; la gran esperanza que generó AMLO en millones de mexicanos
también puede convertirse en frustración y enojo si al menos no se
percibe claridad en la ruta que ha tomado el país.
Por
mencionar un tema, si AMLO logra efectivamente que su gobierno no se
vea empañado por escándalos de corrupción e impunidad, una diferencia
clara podría establecerse con respecto a sus antecesores, abonando a la
credibilidad de su 4T. Lógicamente, este proceso debe ir acompañado por
uno de carácter político que ayude a la población a entender las
circunstancias y cambios por los que atraviesa el país. El citado
trabajo de base tendría que hacerlo el partido en el poder, Morena,
rompiendo con las prácticas políticas deleznables de nuestro pasado y
haciendo del instituto político un verdadero espacio de deliberación y
solución a los problemas sociales.
Desarrollar
esa labor será quizá la más importante que deba realizar la próxima
dirigencia nacional del partido, que en términos de proyecto histórico
es mucho más importante que el control del presupuesto y la estructura
del instituto, cuestiones que suelen dividir a la mayoría de los grupos y
liderazgos internos. Veremos si todos los interesados están a la altura
de las necesidades y anhelos que una gran parte de los mexicanos les
depositaron. No olvidar que no existen triunfos permanentes ni derrotas
eternas.
Como último
punto, es absolutamente necesario analizar uno de los elementos más
polémicos en lo que va de la actual administración y que también se
presentó en Brasil: las iglesias evangélicas.
Si
bien desde los tiempos de la campaña electoral AMLO anunció que
incluiría a las iglesias de todos los credos en su plan de pacificación
del país, quienes más han aprovechado esta inusitada apertura han sido
los evangélicos. Más allá de los problemas legales que puede significar
su participación política, cuestión que para nada es menor en un país
que libró una guerra civil para tener un Estado laico; preocupan los
intereses que puedan estarse colando bajo la sombra de estos grupos.
Como lo demostró el estudio “Trasnacionales de la fe” liderado por la
Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en prácticamente
todo el continente las iglesias evangélicas han penetrado las cúpulas
políticas de la región. Sin importar el sesgo ideológico de los
gobiernos, que van desde la Venezuela de Nicolás Maduro hasta el Brasil
de Bolsonaro, grupos evangélicos amparados por la Casa Blanca han hecho
progresar sus propias agendas ultraconservadoras.14
La
forma en que trabajan y cómo operaron en el caso de Brasil en favor de
Bolsonaro lo analizó a detalle Calcaño, para quien el vacío generado por
la desaparición de las ramificaciones católicas latinoamericanas
apegadas a la Teología de la Liberación fue ocupado por los grupos
evangélicos que penetraron en los barrios más pobres a través de
programas sociales que atendían necesidades básicas como alimentación y
vestido, mientras enfatizaban que la razón de la prevalencia de
enfermedades o el éxito económico se relacionan con la cercanía con
Dios. Su crecimiento fue tal que hoy representan el 30% de la población
brasileña, y sin ellos el triunfo de Bolsonaro no habría sido posible
pues le votaron 80% de ellos.
Teniendo en cuenta lo anterior; ¿vale la pena que la 4T les abra las puertas a cambio de, por ejemplo, repartir la cartilla moral?
Para
finalizar, aclarar que si bien el presente ejercicio analítico
seguramente se queda corto en explicar muchos factores que influyeron en
los fenómenos abordados, al menos espero sirva para incentivar el
análisis de acontecido en Suramérica.
Es muy buen tiempo para voltear al sur. También tienen mucho por enseñarnos.
Notas
1 El FMI anuncia un préstamo a Brasil por 30.000 millones de dólares. El País, 8 de agosto de 2002. Consultado en línea en: https://bit.ly/32Kn9fq
2 Jalife-Rahme, A.: “Giro estratégico” de Obama: desglobalización militar de EU y contención de China. Diario La Jornada, 11 de enero de 2012. Consultado en línea en: https://bit.ly/2KdJLxT
3 Chevron Pacts With The Devil, Signs Deal With Argentina's YPF To Develop Massive Shale Field. Forbes, 16 de mayo de 2013. Consultado en: https://bit.ly/2KhipW9
4 Saxe, J. Moro y la “guerra judicial” (Lawfare). Diario La Jornada, 12 de abril de 2018. Consultado en línea en: https://bit.ly/2KkgPEr
5
Pignotti, D. “Temer sobreactúa su aproximación a Trump”. Entrevista a
Samuel Pinheiro Guimaraes, diplomático e intelectual de Brasil. Página
12, 14 de febrero de 2017. Consultado en: https://bit.ly/2yJztyW
6 Michel Temer fue informante de la CIA en 2006, asegura Wikileaks. Diario La Jornada, 14 de mayo de 2016. Consultado en línea en: https://bit.ly/31qERTV
7 Breach of ethics. The Intercept, 9-de junio de 2019. Consultado en línea en: https://bit.ly/2K5DPIb
8 Calcaño, E. Entendiendo el triunfo de Bolsonaro en Brasil. América Latina en Movimiento, 7 de noviembre de 2018. Consultado en línea en: https://bit.ly/31k9Dxy
9 Saxe, J. (2016). La compraventa de México. CEIICH-UNAM, CDMX, México.
10 Ramírez, G. El empresariado en la disputa por la nación. Milenio Diario, 19 de noviembre de 2018. Consultado en línea en: https://bit.ly/2ZGS9et
11 Calcaño, E. Op.Cit.
12 Idem.
13 La deuda hipotecaria en EEUU supera el valor de antes de la crisis de 2008. Sputnik, 14 de agosto de 2019. Consultado en línea en: https://bit.ly/2TuGQUr
14 Evidencian arremetida política de evangélicos en distintas partes del continente, incluyendo México. Aristegui Noticias, 12 de agosto de 2019. Consultado en línea en: https://bit.ly/31OZ4TF
https://www.alainet.org/es/articulo/201677
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