Iván Restrepo
La opinión pública mundial
condenó la destrucción de los dos colosos de Buda esculpidos en roca
entre los siglos III y IV y que tenían una altura de 55 y 36.5 metros.
Se les conocía como los budas de Bamiyán, por estar en esa parte de
Afganistán. Los destruyó la milicia talibán. Aunque la dirigencia de esa
organización ultraortodoxa reconoció que tenían importancia cultural,
dijo que los budas iban contra los principios del Islam.
La destrucción de obras arquitectónicas de valor histórico o
artístico por parte de los yihadistas ha sido terrible también en otros
países y su propósito es borrar para siempre la herencia cultural de los
pueblos donde imponen su ley. Según argumentan los extremistas, son
símbolos de idolatría. Es lo que ocurrió en Palmira, Siria, ciudad en
medio del desierto que tuvo su esplendor máximo a mediados del siglo
III. Allí pernoctaban las caravanas que recorrían la ruta de la seda.
Sus avenidas de columnas y magnos templos se conservaban en buen estado y
atraían a miles de turistas antes de que comenzara una guerra que ha
afectado a millones de personas. Igual suerte corrió una mezquita muy
original y bella, la de Tombuctú, en Malí. Databa del siglo XV y los
yihadistas acabaron con ella y con los mausoleos de la ciudad.
En 2014 destruyeron otro gran centro comercial de la ruta de la seda:
Hatra, en Irak, espléndido ejemplo de la arquitectura griega y romana.
Databa del siglo III. Los fanáticos mostraron en un video cómo
destrozaban las estatuas a mazazos y con armas automáticas. En Irak
también los yihadistas hicieron de las suyas en la que hace más de 2 mil
600 años fue capital del imperio asirio: Nínive, ubicada en las afueras
de la ciudad de Mosul; saquearon y destruyeron el Museo de la
Civilización que albergaba tesoros de incalculable valor, así como las
bilbliotecas de Mosul. Dinamitaron los yacimientos arqueológicos de
Nimrud, la primera capital asiria, fundada hace 3 mil 200 años.
Ahora los medios y las organizaciones defensoras del patrimonio
cultural y social denuncian que desaparecerá la ciudad de Hasankeyf, en
el sureste de Turquía y con 10 mil años de existencia. El motivo: la
construcción de la presa hidoeléctrica Ilisu, alimentada por las aguas
del río Tigris. Éste y el Éufrates son testigos de la historia de
Mesopotamia. Al llenarse el gigantesco vaso de la presa desaparecerá
Hasankeyf y otros tesoros incalculables de culturas antiquísimas. A la
vez alteró ya la vida de unas 20 mil personas que vivían en 200 pequeños
poblados que serán inundados por el agua. El gobierno los reubica de la
peor manera en áreas nada propicias por sus condiciones ambientales y
con limitadas posibilidades de llevar una vida social y económica digna.
Hasankeyf figura en la lista de los patrimonios mundiales más
amenazados de desaparecer. Pero el señor Erdogan, autoritario presidente
turco, ignora a los expertos y a quienes con múltiples razones buscan
conservar ese tesoro arqueológico y arquitectónico. La presa va, cueste
lo que cueste, porque Erdogan y los grandes intereses económicos mandan.
La protesta internacional llevó a que varios consorcios europeos
negaran créditos para erigir la presa. La financian dos bancos turcos.
Uno de ellos Garanti, propiedad de BBVA, el que hace poco retiró de su
logo mexicano el nombre de Bancomer. En su país de origen, España, tiene
cuentas con la justicia.
Y otro autoritario, ignorante, ultraderechista y fanático religioso,
el señor Jair Bolsonaro, que desgobierna Brasil, afirma que
hay una guerra de información en el mundo contra su país. Sí existe, pero contra él y su camarilla, responsables de acelerar la deforestación de la Amazonia, pulmón verde del planeta. Donde se encuentra 20 por ciento del agua dulce del mundo; fundamental por su enorme biodiversidad y asiento de culturas milenarias. El fascista Bolsonaro culpó a los defensores de la naturaleza de los 80 mil incendios que han destruido miles de hectáreas forestales. Un desastre de efectos muy negativos para el ambiente global.
El ministro del Medio Ambiente brasileño afirma que es una
bobería decir que la Amazonia pertenece a la humanidad. El repudio mundial al gobierno de Bolsonaro muestra que sí lo es y exige parar ese ecocidio.
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