Aline Pettersson
La Jornada
No puedo hablar desde el conocimiento riguroso, solamente lo intento desde una larga experiencia de vida. Nací al inicio de la Segunda Guerra Mundial, y la costumbre generalizada en esos momentos en el mundo era la del cuidado de las cosas, y me refiero aquí a los objetos de uso cotidiano, por ejemplo, la ropa que se heredaba del hermano mayor a los que le siguieran en edad, hasta llegar, por último, a algún primo o a algún centro de beneficencia. Los suéteres de entonces y de varias décadas después, eran realmente de lana, cuyo color se mantenía casi incólume; y no se llenaban de bolitas, como les sucede a los de hoy, desde el mero día del estreno. De hecho, yo sigo usando uno que mi madre le tejió a mi hija mayor como regalo para sus doce años. A los vestidos infantiles se les iba bajando el inicialmente generoso dobladillo, pero, además, su tela de algodón se preservaba de manera excelente; después, los vestidos seguirían el mismo procedimiento de cambio de propietaria.
El cuidado abarcaba diferentes aspectos de la vida diaria. Ropa y sarapes de invierno se guardaban entre bolitas de naftalina para preservarlos de la polilla (aún no estaban a la venta los dañinos insecticidas en aerosol de ahora). Sin embargo, con relación a los mata-bichos, no he de olvidar que el papá de mi vecina llevó a su casa una cajita de cartón de la que, para acabar con las pulgas de su gato, le espolvoreó un poco en el lomo. A los dos días, lo encontraron muerto en un charco del patio. Mi amiga me había regalado otra cajita para el mío, y éste murió de igual manera en otro charco. ‘‘Qué chistoso que nuestros gatos se ahogaran si siempre huyen del agua”. Los pobres habían buscado desesperadamente calmar el fuego de sus entrañas. Claro que de las antiguas bombas de flit sí se sabía a qué atenerse; del nuevo producto se esperaban milagros sin consecuencias negativas.
Padres y madres zurcían la ropa o arreglaban la plancha o cambiaban el empaque a los grifos. Ellas acondicionaban la longitud de sus faldas a la moda, mientras que a las camisas de ellos se les daba vuelta a puños y cuellos para prolongarles la vida.
En los jardines y parques no se empleaban abonos químicos, sino estiércol de oveja que, hasta hoy en día, sigue siendo el abono orgánico más efectivo.
Los refrescos y cervezas venían en envases de vidrio que se intercambiaban en la compra siguiente. Lo mismo había sido el caso, que terminó un poco antes, de los envases de leche que diariamente se le entregaban limpios al lechero.
Las bolsas para la compra del ‘‘mandado” eran de yute; los cepillos de ropa, de crin de caballo; las cerdas de las escobas caseras, de mijo y de vara, las del jardín o la calle; los sacudidores, de franela.
Las muñecas podían ser de porcelana, de pasta, de trapo, de hule y los carritos, de metal, de madera o también de hule.
Debo haber tenido yo diez u once años cuando un domingo, en un puesto callejero, vi unos trastecitos de colores mucho más intensos y brillantes que las usuales cazuelitas de barro. Hasta donde puedo recordar, fue así cómo conocí el plástico. Miento, el rostro de Quiquita, mi primera muñeca, era de celuloide que mordisqueé, y así quedó la pobre. Pero, de vuelta a aquel lejanísimo domingo, me compraron, a fuerza de yo insistir, esos platitos que nunca se me iban a romper.
Para mí, ahí empezó la acumulación brutal de basura indestructible que el mundo sufre; y que debe haber empezado muchos años antes, hasta llegar al día de hoy en que satura mares y hondonadas.
De nuevo en mis recuerdos relaciono la costumbre del ahorro, producto de los años de vacas flacas que se sucedieron en el mundo, con el posterior cambio de ideología económica. Nuestros vecinos del norte empezaron a exportar el criterio de la obsolescencia de las cosas, vía su mala factura. Poco a poco se impusieron las ‘‘bondades” del libre mercado, en crisis hoy en día. El desperdicio de materia prima, el avasallamiento de lo sintético, la deliberada pobre calidad de los productos obligaba a sustituirlos cada vez más a menudo, y fue cobrando cada vez un mayor sitio.
Pocas situaciones estallan de la noche a la mañana; pero lo que a mí me sirve de referencia, para tratar de entender, desde esa muy lejana tónica, hasta la de hoy, fueron dos viajes que hice con escaso mes de separación. Uno de ellos al norte de Europa, donde me compré un traje sastre de otoño. Le pregunté a la vendedora sobre el cuidado de la prenda, en aquel entonces no era obligatorio el etiquetado alusivo. Ella me indicó que la mandara a la tintorería. El otro viaje fue a Estados Unidos, y le pregunté lo mismo a la empleada de esa otra tienda.
Nunca he olvidado sus palabras: ‘‘Cuando se acabe el frío, tírelo a la basura”.
Agosto 19, 2019
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