Vimos entrar a un hombre alto, negro, que vestía pantalón de tela
gris y camisa a cuadros, al que le hacían rueda varios periodistas que
le tomaban fotos y entrevistaban, nuestro profesor de atletismo que en
ese momento estaba sentado en las gradas del estadio Dorotero Guamuch
Flores (Mateo Flores en ese entonces) observando el desarrollo de los
eventos de atletismo de los Juegos Enefistas, se quitó la gorra
emocionado y gritó enardecido, como un niño, inmensamente feliz:
¡Teodoro Palacios Flores! Todos salimos en manada corriendo a encontrar a
don Teodoro y a abrazarlo. Era 1998 y yo estudiaba el sexto magisterio
de Educación Física.
Él respondió a los abrazos muy contento y aceptó la invitación que le
hizo nuestro profesor de atletismo para que entregara las medallas en
las premiaciones, así fue como tuve el enorme honor de que fuera don
Teodoro quien colocara en mi cuello la medalla que gané en lanzamiento
de jabalina. Dicha tuvimos que varios llevaban cámaras y aprovechamos a
tomarnos la foto del recuerdo con quien sabíamos, por nuestras clases de
teoría del atletismo e historia del atletismo en Guatemala, que quien
estaba con nosotros era uno de los más grandes atletas del país, que
estaba de visita porque llegaba de Estados Unidos, su país de residencia
a recibir La Orden del Quetzal. Para aquel grupo de prácticamente
adolescentes que soñaban con ser maestros de Educación Física, aquella
tarde fue mágica e inolvidable, habíamos tenido la dicha de conocer en
persona a un mito.
Pasaron los años y emigré y un día durante el descanso de medio
tiempo en un juego de fútbol que dirigía se acercaron unos jugadores a
conversar conmigo y en la plática me dijeron que ahí mismo donde estaba
sentada se sentaba a descansar un árbitro negro, alto, llamado Teodoro
Palacios Flores, que era un deportista muy famoso en su país de
origen, Guatemala, yo sonreí recordando el día que lo conocí. Un día al
salir del trabajo fui a hacer el recorrido por los lugares por donde
anduvo, aquí en Chicago y fui a conocer la escuela en donde dio clases.
Lo sentí como un compromiso de agradecimiento, como algo que le debía,
por haber tenido la humildad de haberse quedado a premiar a aquel grupo
de estudiantes en el Mateo Flores. Fue en el verano del 2004.
Guatemala tuvo la dicha de ver nacer a un atleta de habilidades
extraordinarias, de disciplina única y de carácter inquebrantable, pero
le falló, como le ha fallado a todos sus hijos nacidos en la
pobreza, el olvido y la exclusión. Aun así ese hombre de infancia dura,
de adolescencia de miseria y racismo, se levantó de donde muy pocos los
hacen y se atrevió a soñar en grande, se atrevió a ir en contra de lo
imposible y con sus pies descalzos saltó, saltó alto, muy alto, tan
alto que ni el racismo, ni la pobreza y ni el olvido pudieron
alcanzarlo. Y voló entre los vientos de los horizontes con sus piernas
largas de negro herido pero jamás vencido, porque como hijo de África,
Teodoro Palacios Flores, lleva la resistencia como su ADN. Tan así
que ni la muerte podrá con él, le ganó a la muerte, aquel niño que nació
en la miseria, que tuvo hambre, que no tuvo techo cuando más lo
necesitaba, que no tuvo abrazos, que no tuvo cobijo ni palabras de
aliento en la etapa más importante de su vida en su formación como ser
humano, aquel deportista que no tuvo apoyo, que fue humillado por su
color de piel y por su pobreza, que fue obligado a emigrar, logró vencer
lo imposible, ¡se hizo inmortal! Muy a pesar de Guatemala.
Loor a don Teodoro Palacios Flores, los del arrabal le agradecemos
haber dado la cara por nosotros. Vaya y salte con sus pies descalzos,
con sus hermosas piernas largas y negras, salte don Teodoro todos los
charcos de agua que de niño no pudo saltar. La inmortalidad lo colme y
lo arrulle en su regazo.
Ilka Oliva Corado.
17 de agosto de 2019.
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