En una zona controlada por el crimen organizado, el éxito de la
travesía depende de estar bien “conectados” con los traficantes de
personas. En los meses recientes, a las garitas aduaneras del estado
noroccidental de Sonora se han presentado personas provenientes del
Caribe, América Central y mexicanos desplazados por la violencia, que
hacen fila para solicitar asilo en Estados Unidos.
¿Por qué los países tienen fronteras si todos vemos las mismas
estrellas? La pregunta escrita con gis apenas es legible en uno de los
muros de un albergue que está a unos 100 metros de la vía del tren, “la
ruta del Diablo” que recorre el occidente mexicano de sur a norte, usada
por cientos de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos.
Abajo de la frase, una bandera de El Salvador, enfrente, otra de
Guatemala destacan en la pared de la Casa del Migrante Pueblo sin
Fronteras, en Caborca, una ciudad sonorense, en las inmediaciones del
desierto de Sonora.
Es uno de los hallazgos de un recorrido por la frontera de Sonora, uno de los territorios agrícolas más grandes de México.
Todos los que están en el albergue dicen haber llegado en el tren.
Algunos salieron desde el estado de Tabasco, otros desde el de Chiapas,
ambos en el sur de México. Y de ahí se desviaron. Hay quien suma ocho
trenes en su andar.
En los primeros días de julio ya sintieron los impactos del acuerdo migratorio entre México y Estados Unidos.
En la central de autobuses en Tierra Blanca, en el también
suroriental estado de Veracruz, se queja uno de ellos, no le quisieron
vender el boleto para viajar porque no traía credencial que lo
identificará como mexicano.
Otro cuenta que le fue peor: perdió mil lempiras hondureñas (unos 40
dólares) porque en la taquilla le vendieron los boletos de él y su hija
de nueve años, pero no los dejaron subir al autobús. Tuvieron que tomar
el tren en Pénjamo, en el central estado de Guanajuato.
“Yo pasé un tiempo antes y estaba más tranquilo”, interviene un joven
mientras acaricia a un perro pitbull que reposa con todos bajo la
sombra de un patio de cemento donde sobrellevan los 37 grados
centígrados del desierto sonorense.
El hombre que viaja con su hija se queja de que no hay trabajo. Cómo
le van a hacer entonces, reclama, cómo quieren que le hagan si los
gobiernos no mejoran salarios ni la seguridad.
“De 35 años para arriba ya no hay trabajo, a menos que sea de guardia
de seguridad, que vas a ganar 6.000 (unos 243 dólares) mensuales”,
dijo.
Otro hombre contextualiza lo que significa con una cuenta más simple:
“El kilo de frijoles le vale como 100 pesos mexicanos (5,5 dólares)”.
Esta casa del migrante es dirigida por Irineo Múgica, quien enfrenta
en libertad una investigación por presunto tráfico de personas. Algunos
pobladores de la zona se refieren al sitio como “nido de polleros
(traficantes de personas)”.
Pero los migrantes que están aquí se preguntan qué habrían hecho si
no existiera una sombra como esta cerca de las vías. “Ya muchos habrían
muerto”, advierte uno.
Unos metros más adelante sobre la vía del tren, casi frente a un
módulo de la Cruz Roja que atiende exclusivamente a migrantes, dos
primos hondureños escuchan música trap en una tienda de campaña improvisada que les sirve de dormitorio.
Christian, torso tatuado, cuerpo correoso, prende el fogón a la intemperie para cocinar papas en un sartén.
Lleva una década migrando, la tercera parte de su vida, desde los 17
años. En 10 ocasiones ha entrado a México y cuatro a Estados Unidos.
Siempre que lo deportan, emprende el camino de vuelta.
Asegura que no lo hace por gusto. Es por la necesidad de dinero, pero
principalmente “obligado a salir de las pandillas de allá (en
Honduras)”. Y que elige esta ruta porque es menos insegura que la del
Golfo de México.
Con él está Élmer, cinco años menor, criado en la misma casa, como
hermanos. Cristian dice que invertirá el tiempo necesario en seguir
migrando y no quita el ojo de Estados Unidos. “Dios sí podrá detenernos,
pero sólo él, nadie más. Es que es obligatorio, no es que queramos”,
sentencia.
Caborca es uno de los puntos de paso para quienes buscan cruzar la
frontera a través del desierto de Sonora y llegar al estado de Arizona,
en Estados Unidos. Desde ese desierto se emprenden dos rutas para
cruzar. Algunos eligen ir 153 kilómetros al norte, hacia Sonoyta, y
otros cinco kilómetros al este, rumbo a Altar.
Laura Ramírez dice que hace cuatro años desperdiciaba su tiempo
jugando Candy Crush en su teléfono, hasta que decidió involucrarse un
poco más en el bienestar de su comunidad. Una mañana salió con raciones
de comida para repartir desayunos a los migrantes que hacen una parada
en Caborca. Llegó a atender hasta 200 personas.
Además de los desayunos la mujer gestiona atención médica, da
asesoría legal y acompaña tanto a familias que buscan a migrantes
perdidos como a migrantes convertidos en indigentes que han quedado
varados en este punto del desierto.
Lleva cuatro años con ese trabajo y en agosto, junto con otras
personas se incorporará a la búsqueda de restos óseos en el desierto. Su
proyecto se llama “Laura, ayúdame a volver a casa”.
¿Por qué Caborca es un punto de encuentro de migrantes? Laura
encuentra dos razones principales: “Una es que, entre comillas, es una
de las fronteras más seguras. Es la más larga, eso sí. Pero no se ve
tanto el secuestro, sí los hay pero no tanto como en Reynosa o esos
lados. Y aquí pues desgraciadamente… pues la dichosa mochila, que desde
que salen de allá les platican que la mochila es el cruce para cruzar
por este desierto”.
Cruzan como “pollos” o cargados. “Y no porque ellos quieran sino
porque no hay otra forma de pasar. Si ellos conocieran el camino y
quisieran ir caminando no se los permiten. Es una condición ir cargando
ese cochinero”, afirma.
Varios testimonios lo confirman: en Caborca y otros puntos de la
ciudad de Sonoyta, los migrantes son contactados para que crucen el
desierto con mochilas de, al menos, 20 kilogramos de marihuana. Hay
quienes dicen que la cuota actual implica hacer dos viajes; otros, que
deben pagar 300 dólares y además llevar la mochila.
Un migrante mexicano con el nombre ficticio de Adalberto relata que
él llegó al municipio específicamente para cruzar con el paquete por el
desierto. Trabajaba en el campo o como ayudante de albañil hasta que se
desesperó.
“Me vine a chambear (trabajar) para echarme la mochila, aquí me
agarraron (…) Te tienes que voltear para levantarte con las manos y con
los pies. Cuando me la eché aquella vez, me fui para atrás. Era tiempo
de frío, me pegó el frío machín (duro). El calor y el frío es
lo mismo. En el desierto te mueres de frío y te mueres de calor (…)
Ahora quiero pasar de nuevo pero quedarme a trabajar machín y ver quién va a ser la heredera, una que me quiera bien”, cuenta.
José también es migrante, pero su destino es Sonora. Viajó del sur
mexicano para buscar a su hijo de 21 años y a su hija de 20. Un
contratista los enganchó en su pueblo del sureño estado de Oaxaca para
que trabajaran en el cultivo de espárrago. Pero los jóvenes no se
adaptaron. Tuvieron problemas con los compañeros y con la abundancia de
droga.
El trabajo en estos campos es duro, añade. Los contratistas prefieren
a los oaxaqueños o chiapanecos antes que a los centroamericanos para
las jornadas, por su costumbre a estas labores. “A mí no se me dificulta
ni con la mafia ni con la ley, porque no tengo ningún vicio. Nosotros
estamos acostumbrados al trabajo duro”, dice.
El informe del Semáforo delictivo señala que Caborca tiene 124 por
ciento más denuncias por narcomenudeo que todo Sonora. Apenas hace dos
semanas tres personas fueron asesinadas en el centro del pueblo. La
nueva y militar Guardia Nacional llegó a Caborca este mes de julio. Y
con ella, el Instituto Nacional de Migración, el Inami
Este artículo fue originalmente publicado por En el Camino, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.
RV: EG
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